CAPÍTULO 36

Armado capitán

La razón por la que Remo fue elevado al rango de capitán no era su milagrosa supervivencia al agua hirviendo. El rey comenzó a revisar todas aquellas empresas y tareas en las que su enemigo se había empleado a fondo, todos los asuntos que habían preocupado a Lord Corvian durante el tiempo que había estado cerca del rey en Venteria. Entonces, su causa contra Remo volvió a ser comentada, sobre todo por lo misterioso de su sanación. Más tarde, el rey fue advertido de la trágica historia que rodeaba el conflicto que mantenía el antiguo general del ejército con él. Se le detalló lo que había sucedido en el seno de la Horda sobre la sucesión del capitán Arkane y, por primera vez, puso en duda la versión que de esos hechos le habían dado en su día Rosellón y Selprum.

Remo fue llevado a presencia del monarca. No se le permitió hablar.

—Remo, conozco por boca del general Górcebal el viejo conflicto que tuviste con el difunto Selprum, que, probablemente, de estar vivo ahora sería uno de los más leales seguidores de ese loco malnacido y un enemigo peligroso de este rey. He ordenado que sus restos sean apartados del privilegio y honores del Panteón de los Ilustres.

Remo sonrió.

—Bien. Serás investido capitán, tal y como parecía deseo de tu mentor Arkane. Tu destacamento servirá a las órdenes del general Górcebal. Tuya será la responsabilidad sobre su instrucción y sustento. Te comunico que serás patrocinado durante seis meses por nuestras arcas, pero más tarde, deberás haber ganado gloria como para que tus hombres no pasen hambre.

Así funcionaba el ejército. La corona no podía sustentar todas las tropas, pero Remo estaba contento. En seis meses podría preocuparse de entablar alianzas con nobles y terratenientes…, o podía usar cierta reserva de oro escondida allende las montañas. Lo importante es que tendría a su cargo un puñado de hombres y que se enfrentaría al origen de todas las circunstancias que habían torcido su vida convirtiéndola en una pesadilla: Lord Rosellón Corvian.

El rey no lo bendijo con más palabras. Lo llevaron a una sala contigua, le otorgaron la armadura de capitán de los Espaderos de Venteria, se la puso y volvió a la presencia del monarca que, sosteniendo a duras penas la legendaria gran espada Esperanza, de acero impoluto, la posó en su cabeza. Remo siempre había pensado que esas armas decorativas eran absurdas, y ahora, recibiendo sus destellos en aquel momento de honor, comprendió su simbología. Cada brillo henchía sus pulmones, era un elemento más de aquel acto que lo proclamaría capitán.

—Yo, Tendón Aferal, en mi nombre y en nombre de toda mi saga familiar, rey de Vestigia por la gloria de los dioses, te nombro capitán de los ejércitos, uniformado con la noble armadura de los Espaderos de Venteria.

Lo normal era que ese nombramiento lo realizase un general, pero en el caso de Remo, dada la expectación que había suscitado el asunto del agua hirviendo, el rey deseó hacerlo él mismo, con la espada que, según contaban las leyendas, dio la victoria a sus antepasados. Esperanza era una hoja larga, forjada por los mejores herreros que, según se contaba en algunas canciones, pasaron dos años purificando su materia prima en la fragua, el acerial o acero blanco. La realidad de sus victorias era distinta. Esperanza jamás se había estrellado en un escudo o se había cruzado en combate singular con otras armas, ni había bebido sangre enemiga. Únicamente su leyenda había sido útil para alentar el espíritu de jóvenes osados que se inspiran en los mitos y recuerdan el nombre de las espadas.

Fue llevado hacia las afueras de Venteria por la puerta sur por un séquito de guardias reales. Cabalgando en un buen caballo, un corcel blanco, regalo del rey, trotó sobre las calles de Venteria y comenzaron a escucharse vítores, aplausos que se elevaron por encima del repiqueteo de los cascos herrados sobre el empedrado de las calles, de gente que salía a las balconadas de sus casas para ver pasar al capitán Remo que partía en defensa de la corona. Había imaginado tantas veces ese momento en sueños y fantasías ilusorias de juventud, que ahora no lo reconoció. No le dio el mismo valor que le habría dado entonces, cuando toda su aspiración consistía en progresar en las tropas. Descendieron hacia los barrios bajos y, allí, le llovieron flores en las callejuelas estrechas, pues había surgido el rumor de que Remo, el que sobreviviera al agua hirviendo, ahora era capitán del ejército y el día de su nombramiento muchos deseaban ofrecerle sus respetos, venerarlo o tan siquiera mirar su rostro. Dirigió la comitiva por calles conocidas hasta un lugar concreto. La posada Múfler.

A Remo le ardía el corazón.

—¡Sala! —gritó exultante haciendo que su caballo se revolviera y lo encabritó hasta ponerlo a dos patas coceando el azul del cielo un tanto más arriba de los tejados de las haciendas.

—¡Sala!

La mujer apareció en la ventana del cuarto, desmayando su melena por sus hombros al inclinarse para ver qué sucedía. En la mirada, desde abajo, Remo podía adivinar en sus ojos un fondo de tristeza que rápidamente cambió al reconocerlo.

Sala llevaba toda la mañana atareada. No deseaba pensar en Remo ni en lo que se venía encima de la nación. Copiando precisamente el comportamiento del hombre cuando lo ayudaba a reconstruir aquella casa, prefirió estar haciendo muchas cosas a la vez para no dejar resquicios a su mente. En sueños había visto a Cóster agonizando mientras la vida se le iba. Le quedaba una pena extraña, la decepción de saberse traicionada, la impotencia de ver cómo Remo lo liquidaba… Cuando regresó a su baño y vio las manchas de su propia sangre, en la solería y adheridas al borde de la bañera, comprendió que era la mejor salida para Cóster. Una muerte rápida. Se afanó en que no quedase una sola gota oscura en sus dependencias.

Entonces, mientras extendía sobre su camastro varias mantas que deseaba guardar en las buhardillas de la pensión, escuchó el grito. La llamada de Remo. No lo esperaba. No pensó ni por un instante que el hombre viniera a buscarla a la pensión. Tampoco entendía muy bien por qué le gritaba desde la calle. Lo comprendió todo cuando se asomó y vio la comitiva presidida por ese corcel blanco, donde un hombre apuesto vestía una armadura de planchas bruñidas. Incluso por encima del brillo de los destellos de la armadura, Sala pudo ver los ojos agresivos de Remo, su sonrisa… Desde la ventana vio al nuevo capitán levantando el caballo, alegre y contento como jamás lo viera. Sintió que le transmitía esa alegría, que le brindaba aquel momento. Pensó que Remo era feliz por primera vez en años. Aunque fuera algo quebradizo e incompleto. Sala corrió escaleras abajo como una niña que comienza a sentir el ardor de los sentimientos que la convertirán en mujer. Atravesó la posada como una exhalación y se encaminó hacia el caballo de Remo. Él le tendió una mano y ella, de un salto, agarró su brazo y se aupó en la grupa del caballo. Las gentes arracimadas a su alrededor aplaudieron cuando ella logró acomodarse de aquella forma acrobática. Tena les lanzó una flor, de las que tenían sus ventanales.

—¡Tu caballo es precioso! ¡Haz que corra Remo!

Lo abrazó con todas sus fuerzas y él espoleó las bridas. El corcel embistió como si su cuerpo anunciara el inicio de una tormenta. Los hombres de la guardia del rey lo llamaron tratando de advertirle que no podía ir a toda velocidad por las calles de Venteria. Remo cabalgó con Sala abrazada a él. Trotaba esquivando puestos y carretas, trotaba saltando por encima de algunos adoquines levantados, calderos que los comerciantes dejaban junto a carromatos que estaban descargando, macetas, barriles… La mujer gritaba, reía, lo animaba a seguir trotando de aquella forma loca. Llegaron hasta la puerta sur de Venteria y allí, después de pasar la aduana saludando a los guardias como capitán que era, sin el más mínimo tiempo de espera, Remo se precipitó por la llanura haciendo volar los cabellos de Sala mientras escuchaban el sonido armónico de la respiración del animal y los cascos hoyando el campo de trigo rubio.

Junto al río Gódel detuvieron el corcel y Remo bajó de un salto, y con suma cortesía sirvió de apoyo para que ella descendiera también. Acercaron al caballo para que bebiera agua fresca y, después de atarlo en la rama de una encina, caminaron. Remo, sin el yelmo, con sus cabellos brillantes por el sudor y el agua con la que se había refrescado, vestido con aquella armadura reluciente, era la imagen henchida que todo niño deseaba para sí en sus sueños infantiles. El sol no dañaba porque una brisa que encontraba sonido en aquellas praderas interminables, de cebada y trigo, a media altura refrescaba sus rostros y les servía de velo invisible que detenía los aguijones de los rayos solares.

—Pareces vestido para ser un héroe —le dijo Sala divertida.

Remo le cogió una mano y pasearon por el campo.

Era extraño. No habían hablado. Sí, tenían conversaciones pendientes que en la prisión habían fracasado convirtiéndose en una pelea. Sala había asumido después del anuncio de que lo nombraban capitán que para él todo se había hecho más fácil. No tenía que marcharse de Vestigia a ningún sitio. Tenía un propósito, una guerra. Ya no necesitaba pensar en una vida tranquila que parecía incapaz de protagonizar. Aquella última pelea en Ultemar parecía sentenciar su relación. Sala suponía que él tomaría su propio camino y la cantidad de sucesos que vinieron después le habían evitado el sufrimiento porque no había tenido descanso su mente. Y ahora, cuando Remo era nombrado capitán del ejército de Vestigia, lo primero que había hecho era ir a buscarla para aquel paseo maravilloso. Cuando más parecía que su relación terminaría, cuando Sala se hacía a la idea de tener que vivir sin él y se atareaba para no pensarlo, Remo había llegado con un corcel blanco, bajo su ventana, para llevarla fuera de la ciudad, como regalándole una de esas canciones por las que suspiran las niñas sobre héroes y princesas.

Las llanuras doradas junto al río, los árboles centenarios que parecían animales inmóviles entre el pasto abundante… Sala se sentía muy bien. Vieron en la distancia, volviendo su vista hacia la ciudad imponente, cómo los hombres de la guardia se acercaban trotando hacia donde estaba el corcel amarrado. Sala sabía que no les quedaba mucho tiempo. Se volvió hacia él.

Silencio y brisa. Ella iba a hablar pero en cambio, por primera vez, fue él quien puso palabras en el viento.

—Volveré de la guerra —afirmó Remo que sostenía su mano y tiró de ella para acercarla.

—Regresa, Remo hijo de Reco.

Sala lo abrazó mientras un nudo en su garganta la confundía, pues apretaba al mismo tiempo por alegría y tristeza. Sus cabezas se separaron un poco buscando sus ojos el cruce de miradas y Remo la besó. Algo en la forma de mecer el aire los trigales, sus cabellos y los labios del hombre fundieron en Sala ese beso como un recuerdo imborrable. Una lágrima descendió de sus ojos. Era una despedida.

Dejó a Sala en las puertas de la ciudad a petición de la mujer y cabalgó con la guardia real. Ella se lo quedó mirando hasta que se perdió en la depresión del terreno engullido por el mar dorado de espigas.