CAPÍTULO 53

El cancerbero abisal

A la isla de Azalea llegó un barco de velamen negro que lo hacía prácticamente invisible en la noche. Un navío mediano, ligero y rápido. En el muelle la gran almenara que iluminaba la ensenada no fue suficiente para divisarlo con antelación. Desde el primer incidente hostil, se habían establecido turnos de guardia para la vigilancia del muelle. Los custodios que allí oteaban la oscuridad de las aguas percibieron antes el silbido de las flechas que la silueta del barco desde donde eran disparadas. Murieron dos hombres a causa de aquellas saetas envenenadas. Sonó la campana de alarma y pronto más de veinte custodios pertrechados con los brazaletes dorados caminaban sobre las maderas del muelle en formación.

El barco oscuro no se acercaba. Se mantenía a una distancia prudente, y las primeras bolas de fuego que los discípulos de Mialco crearon en sus manos, no lograron alcanzar el navío. Las llamas se posaron en las aguas alumbrando el casco y parte del velamen, pero sin llegar a contagiarlos. Una lluvia de flechas hizo replegarse a los custodios. Cerca de la dársena una catapulta se agitó con sus contrapesos bien dispuestos y una piedra enorme desbarató el mástil de la embarcación después de volar parabólicamente. Mialco había ordenado colocar el arma defensiva después de los incidentes con el primer navío, y el primer disparo parecía prometedor… Varios botes comenzaron a surcar las aguas protegidos por los saeteros, que mantenían a raya a los custodios para que no los alcanzaran con sus bolas de fuego. Los sacerdotes reposicionaban la catapulta para lograr acertar en el casco, cuando una pequeña barca que había pasado desapercibida desembarcó tres soldados en la margen donde se ubicaba el arma. Mataron a los artilleros sin mucho esfuerzo y se hicieron con la catapulta a la que trataron de inutilizar cortando cuerdas y sujeciones. El brazo de madera rodó sobre los rodantes de madera con la que se desplazaba hacia el borde del peñasco y terminó por vencerse hacia las aguas oscuras.

—¡A las barcas! —gritó el maestre de los custodios.

Los custodios comenzaron a posar su puntería de forma acertada en algunos botes cercanos al muelle. Las llamas despertaron gritos en algunos soldados. Vestían armaduras negras que brillaban con la iluminación de la almenara y los fuegos nacidos de las manos de los sirvientes del dios Kermes.

—Fijaos, el barco se tambalea… —señaló uno de los custodios que no dejaba de vigilar cualquier movimiento sospechoso del navío que, inteligentemente, se mantenía a una distancia que evitaba sus ataques.

Sí, por momentos la estabilidad del barco se vio afectada como si una ola gigante lo hiciera mecerse. Lo misterioso era que el agua estaba mansa como en un lago. Las aguas oscuras comenzaron a rizarse un poco provocando una estela de espuma que se acercaba al muelle, como si una ballena nadase en el golfo de la isla cerca de la superficie.

—¡Fijaos, qué es eso que se acerca oculto en las aguas!

Una mano gigantesca apareció en los maderos del embarcadero derramando gran cantidad de agua que los lamió haciéndolos brillar por la luz de las llamas del pebetero. La presión de esa manaza hizo crujir el muelle. Un ser emergía de las aguas apoyándose en esa mano. La luz alumbró su piel, humana, aunque con un toque cercano al dorado.

De todos esos sucesos fue alertado Lorkun en su confinamiento, mientras pronunciaba algunas oraciones. Aquellas semanas en la isla lo habían retornado al camino del espíritu. Era extraña la paz que sentía en aquel lugar. Su permanencia en la isla, cada día, era más sanadora para su inquietud, y podía ya volver a sus rezos, pese a no estar resueltas sus dudas. Logró encontrar motivación para orar. Volver a pronunciar los salmos de Huidón fue un poco difícil al principio. Siempre los había recitado de memoria. Ahora cada frase le planteaba el dilema de fe en el que se mantenía inmerso. Decidió repetirlos pese a que no le convencieran algunas de sus afirmaciones y descubrió que se sentía muy bien después de hacerlo. Como aquel que se contenta repitiendo una lazada o cualquier tarea rutinaria.

—¡Lorkun, nos atacan de nuevo!

Era Nila, venía asustada.

Desde la primera terraza que encontraron pudieron ver la devastación del puerto. El asedio parecía cosa improbable cuando los custodios comenzaron a lanzar bolas de fuego a los hombres que llegaban en barcas. Ardían con facilidad hasta que…, de las aguas, surgió algo… diferente.

Una silueta, negra por la luz del decorado de lumbres que flotaban en el mar, se aupó en el muelle destrozando gran parte de él por su peso. No podía ser humano, aunque tenía silueta similar a la de una persona… Pese a la distancia que los separaba del puerto en aquel mirador, Lorkun pudo ver fácilmente que la silueta oscura tenía proporciones gigantescas.

El recién llegado pateó un grupo de más de seis custodios destrozando los cuerpos de la mitad. Con una de sus manos atrapó la cabeza de otro, levantándolo del suelo, y la descuajó como si fuera un embutido fresco. Lo sembraron de llamas y pareció no sentirlas. Su cuerpo parecía como de bronce cuando lo iluminaba el fuego que le arrojaban sin cesar los custodios. En su torso se adherían las bolas de fuego, pero se iban apagando sin que se le viera en sus movimientos acelerado por la urgencia de apagarlas.

—¿Qué es eso? —preguntó Nila.

—Mejor pregunta: ¿quién es eso?

Nila lo agarró por la muñeca y tiró de él. Dentro del templo de Azalea había mucha agitación. Las noticias volaban y sabían que algo iba mal en el puerto. Se apresuraron para cerrar el portón de entrada, tras el patio de las estatuas. Llevaban decenios sin cerrar aquellos portones de madera. Los dos grupos que intentaban conseguirlo decidieron primero forzar una de las hojas de la gran puerta y después la otra, pues necesitaban mucha fuerza para vencer el peso. Los crujidos rebotaron por el enorme recibidor como sonidos de eco en una cueva. Por fin, las puertas, de más de diez metros de altura, fueron selladas. Un madero sostenido por cadenas fue liberado y el mecanismo hizo que se cerrase atravesado en la puerta.

—Esta puerta es muy sólida, no pasarán de aquí. ¡Vigilad las terrazas, que no puedan escalar!

Lorkun vio aparecer a Mialco. Su rostro era serio, severo. Venía de contemplar desde alguno de los miradores el desastre que acontecía en el puerto. Llamó a Lorkun y Nila con las manos. Lo siguieron hasta el Gran Salón de la Llama Eterna presidido por la estatua gigante del dios Kermes.

—Lorkun, escúchame: la sala secreta del templo de Kermes guarda demasiado poder, nadie mejor que tú conoce la importancia que tiene el que esos conocimientos no caigan en malas manos.

Lorkun asintió sin saber muy bien dónde quería llegar a parar.

—Esos hombres sirven a Rosellón Corvian —dijo Lorkun—. Pero ha llegado a la isla algo que no es un hombre.

—No tengo idea de quién es ese loco, ese Rosellón. Pero fuerzas muy poderosas luchan a su lado. Ese que está arrasando el puerto de Azalea es, si no me equivoco, Lasartes, un Cancervero Abisal, uno de los tres Espectros Elementales. No sé cuánto tiempo podré contenerlo. Así que pon atención a lo que he de explicarte.

A Lorkun le vino a la mente, de golpe, lo que la guardiana le dijo a Remo en el agua hirviendo: «aléjate del espectro». Ellos habían pensado que podía referirse a un hombre que se oculta en conspiraciones, no pensaron en el sentido literal de la palabra. ¿Se estaba refiriendo a Lasartes?

—Los Espectros Elementales…

A Lorkun le sonaba alguna historia sobre esos seres mitológicos. Algo relacionado con demonios y sus variedades. Sabía que eran seres afines a la naturaleza de los dioses, como las níbulas o los semidioses, los animales fabulosos… Siempre había pensado que de todos ellos había más poesía que verdad en sus descripciones y referencias. Pero aquel ser que caminaba hacia el templo no tenía nada de poético, se le veía muy real.

—Debes acudir a la sala, Nila te enseñará un camino directo más sencillo que el que conoces. Cuando estés allí, deberás destruirla.

—¿Destruirla? —preguntó Lorkun.

—Sí, no es tan complicado como piensas.

Lorkun no se había planteado la complejidad, sino la conveniencia de hacerlo.

—Mi señor, ¿cómo destruir una obra de Kermes? Con todos los conocimientos que contiene…

—¡Escúchame! Para eso se ideó un sistema. La llama que alumbra los muros, el fuego fatuo, es la clave. Debes conjurar Perfidia sobre la llama. ¿Sabes conjurar Perfidia? Si desconoces ese conjuro, tendrás que aprenderlo allí mismo, dioses…

—Sí… conozco el conjuro.

—¡Bien! —exclamó el sacerdote—. Notarás que se oscurece y se convierte en fuego negro. Deberás guiarla hasta el pebetero superior que preside la columna central. Coloca el fuego sobre el pebetero en medio de dos runas que verás en el techo. Si no lo realizas a la perfección, no sucederá nada. Solo si el fuego cambia de color y se vuelve totalmente negro, comprenderás que has acertado. Cuando lo hagas tendrás poco tiempo para salir. El fuego negro se propagará por los muros y todo lo escrito quedará borrado durante cincuenta años. Pasará medio siglo hasta que la escritura vuelva a aparecerse en la sala. Es muy importante que salgáis de la cámara antes de que eso suceda, el fuego negro alcanzará una temperatura que os mataría si permanecéis dentro. Defiende con tu vida la llama sagrada de Kermes; cada uno de los que salgan del templo llevará consigo una antorcha prendida en el fuego de este salón central…

—¿Acaso no puede el Sumo Sacerdote de la Orden del dios Kermes detener a ese Lasartes?

—Lorkun, no lo sé. Te lo ordeno porque sea cual sea el resultado, viendo que nuestros enemigos harán cualquier cosa por entrar en la sala, lo mejor es realizar el conjuro y pasar cincuenta años de paz en este templo, querido amigo.

Ahora Mialco hizo un gesto y Nila se retiró varios pasos. Habló en voz baja.

—Llevabas razón, el Pacto de las Cinco Montañas se ha quebrado. Está roto. La oscuridad ha penetrado en el equilibrio…

—Mi señor… —Lorkun dudó sobre preguntar aquello a Mialco. Recordó el mensaje de la guardiana, las palabras que dirigió a Remo—. ¿Qué es La Puerta Dorada?

Mialco lo miró a los ojos.

—Lorkun no me has contado todo lo que sabes…

—Señor, no hay tiempo para…

—¡Lee en los muros cuando estés en la sala secreta…! Después del Pacto de las Cinco Montañas hay un enigma. Léelo…, es una frase, no más. Pero deberás buscar su significado.

En ese momento se escuchó un golpe.

PUM.

No fue un golpe en la madera de una mesa. Ni el sonido de una estantería derribándose en el suelo. El golpe se le metió en la cabeza a todos los peregrinos y sacerdotes, custodios y sirvientes del dios Kermes. La gran puerta había sido aporreada con una fuerza descomunal.

—Necesitarás tiempo para elaborar bien el conjuro. ¡Vete!

—Mi señor, ¿qué otro consejo puede darme? ¿Y si no soy capaz de realizar el conjuro sobre el fuego fatuo?

PUUUMMMM.

—Lorkun, no puedes conocer la respuesta a la pregunta de la que deseas huir. No hurgues en la oscuridad si lo que deseas es hallar luz. ¡Confía en los dioses!

De todas las afirmaciones aquella última era la que menos deseaba escuchar Lorkun. Como si los dioses urdieran algún destino especial por el que él debía ser capaz de vencer… Los dioses no nos miran, se dijo desolado.

PUUUUMMMMMM. Lorkun sintió que vibraban las losas de mármol.

—Que los dioses te ayuden a ti, Mialco.

Lorkun corría persiguiendo a Nila por los pasillos del templo de Kermes. Accedieron al corredor junto a las cataratas, después sobrepasaron las estancias vivienda y llegaron por fin a las salas profundas donde se celebraban las pruebas. Nila lo guio entonces hacia una puerta estrecha y baja de madera. Ascendieron por unos peldaños, se precipitaron corriendo por un túnel sin ventanas ni iluminación distinta que sus antorchas y descendieron por una pendiente en espiral hasta otra puerta. En algunos corredores el eco de sus pisadas se callaba y parecían estar totalmente aislados.

Llegaron a una salita que le resultó muy familiar a Lorkun. Reconoció enseguida la puerta donde se guardaba la sala secreta. Estaba nervioso. Recordaba las palabras del Sumo Sacerdote. «Coloca el fuego sobre el pebetero en medio de dos runas que verás en el techo. Si no lo realizas a la perfección no sucederá nada. Solo si el fuego cambia de color y se vuelve totalmente negro, comprenderás que has acertado». Fuego negro, tenía ganas de ver algo así. Aunque hubiera sido mucho mejor contemplarlo sin la urgencia y el peligro que acechaba.

Nila logró conjurar la llave para que abriera.

—Lorkun, ahora te toca a ti. Esperaré aquí fuera.

—Si he de morir, deseo que sea en tu compañía, sujetando tu mano. Pasa conmigo.

—Lo tengo prohibido…

—Nila, en estas circunstancias se trata de sobrevivir, y mi instinto, el mismo que tú afirmas es impulsado por los dioses, me dice que debes pasar conmigo ahí dentro.

Lorkun la agarró de la muñeca y tiró de ella hasta pasar por la puerta. Ella se resistió pero sin voluntad cierta. Cuando Nila contempló la estancia sagrada, se relajó. La temperatura allí, más fresca, propagaba en su piel la sensación de eternidad de los lugares antiguos imperecederos. Quedó maravillada por la luz extraña y azulada que volaba como si tuviera vida propia por encima de sus cabezas, el fuego fatuo.

PUUUUUUMMMMMMMMMM. Los goznes de la puerta saltaron como esquirlas de metal en una explosión. La puerta se venció un poco hacia delante. El golpe que vino después hizo que una de las dos planchas de madera se quebrase, como si fuera un glaciar que se desmembra y miles de astillas se precipitaran rebotando en los suelos pulidos del enorme recibidor del templo. El siguiente golpe tumbó la hoja provocando una ola de virutas que flotó en la humareda del destrozo. Una silueta gigante, oscura, penetró en el Templo de Kermes.

Lasartes guio sus pasos hasta el salón de la Llama Eterna. Destrozó parte del frontón de piedra de la puerta de la gran nave de invocaciones, pese a la altura que tenía, pues Lasartes medía no menos de siete metros y la puerta no llegaba a seis. Allí lo esperaba el Sumo Sacerdote de la Orden Kermiana con más de treinta custodios en formación, pertrechados con las armaduras de la orden, delante de la gran estatua del dios.

—¿Cómo osas penetrar en este lugar sagrado, demonio? Regresa a tu infierno, al inframundo del que has escapado. Este no es tu lugar en el orden de las cosas…

Se escuchó una risa, grave, como salida de cien gargantas. Lasartes estiró sus brazos como haciendo ejercicios. Mialco intentaba adivinarle el rostro. A esa altura quedaba en sombra, a excepción de dos puntos de luz brillantes que debían de ser sus ojos.

—Eres el Sumo Sacerdote, el que protege el templo de Kermes. Yo he visto a tu dios, ¿acaso tú lo has visto?, ¿acaso eres distinto del séquito de infames que han manchado de sangre mis sandalias?

—Sé quién eres.

—Ignorante… He tenido muchos nombres en vuestra lamentable historia, soy Lasartes, uno de los tres Espectros Abisales. El Cancerbero de los mares de la Muerte que hay más allá de vuestra pobre existencia.

Mialco no pudo evitar sentir un escalofrío. En su rostro el miedo comenzaba a torcer su gesto orgulloso y decidido.

—No comprendo que el divino Lasartes sirva a los designios de los mortales. ¿Qué has venido a buscar aquí?

—Ellos me invocaron. Ellos han logrado romper el vínculo con el inframundo. Sus fines son mis fines, la gloria de Senitra, mi benefactora. No es servidumbre sino la gloria de mi diosa. Soy invencible para cualquiera de vosotros. Ni un ejército me tumbaría, así que, ¡apártate!, elimina de tus pensamientos el combate o hallarás la muerte.

—¿Acaso tu sola presencia no rompe el Pacto de las Cinco Montañas? ¿Cómo osas presentarte en este mundo?

Lasartes dio un paso adelante, parecía desear avanzar más cuando escuchó la mención al pacto, que lo hizo detenerse. Mialco comprendió que el rostro del Cancerbero era oscuridad, no dejaba forma, era una negrura humeante solo penetrada por su voz y la luz tenebrosa de sus ojos. Cuando hablaba una mandíbula enmarcaba ese velo de oscuridad.

—No te atrevas a aleccionarme tú, que velas una guarida de secretos, sobre pactos, mortal.

—No te llevarás los secretos de este templo. Así lo dispuso mi dios, Kermes, al que dices que has visto y sin embargo no pareces temer. ¿Acaso profanas su casa y lo desprecias y tienes el convencimiento de que no caerá en ti la devastación?

—Tú mismo has aludido al pacto, ¿quién me está mirando ahora, viejo? No he venido a hablar, y sí, no temo a los dioses pues conozco mejor que tú sus reglas. La sensación humana de seguridad me pasma, me obliga a reír. Yo vivo eternamente, no siento esa pasión que sentís vosotros por las cuestiones secundarias. El alimento, la riqueza que medís de forma extraña. Lasartes recordará a los mortales el valor de las cosas, el valor de la vida escasa que tenéis. Tu sensación de victoria o fracaso es incomprensible para mí. ¿Vas a sacrificar tu existencia limitada por salvaguardar lo que está escrito en esos muros, crees que es tan importante lo que escribió Kermes?

—¿Acaso te invocaron con otro fin? Esos secretos son más importantes que tú, Lasartes, puesto que eres un mero instrumento para lograrlos. ¿Insultas a Kermes en su propia casa? No te dejaré pasar. No hables y actúa.

El Cancerbero dio varios pasos haciendo estruendo, destrozando el suelo de mármol, que crujía, como si fuera de cáscara de huevo, bajo sus pies oscuros.

—Te aplastaré, humano.

El sacerdote juntó sus manos y realizó varios movimientos circulares, una luz lamió los símbolos que se había dibujado en todo el cuerpo y uno de los brazos de la estatua del dios se resquebrajó hasta quedar suspendido justo encima de la cabeza del sumo sacerdote.

—Veo que no eran falsas las habladurías, este templo guarda secretos de dioses —dijo Lasartes con aquella voz dividida y atronadora, grave y temible—. Sí. Ese poder no es humano.

El brazo de piedra maciza descolgado de la gran estatua del dios se abalanzó sobre Lasartes con un ademán del sumo sacerdote. El golpe fue ensordecedor. La roca catapultó al gigante contra la pared, y allí cayó el muro de piedra hundiéndose parte de la techumbre con él. Una montaña de rocas sepultaba a Lasartes, vomitando humo grisáceo que flotaba en todas direcciones.

Mialco respiró hondo. Su frente perlada de sudor por el esfuerzo era la única muestra de fatiga, y sin embargo, clavó una rodilla en el suelo. Los custodios horrorizados por lo que acababan de ver no sabían si acudir a ayudarlo. Un temblor hizo descender polvo y líquenes de la techumbre circundante al enorme agujero que se había formado por el derribo. Varias piedras se removieron, enormes y pesadas en mitad de la niebla levantada por el derrumbamiento. Un brazo descomunal asomó y la cabeza terrible de Lasartes blanca por el polvo apareció. La oscuridad que cegaba su cara seguía intacta cercando dos puntos de luz, sus ojos, ahora de una fiereza y violencia no alcanzables más que a animales de selva. Emergió de las piedras y desenvainó su espada de tres metros.

Mialco giró sus brazos con velocidad, con movimientos bruscos, y finalizó extendiéndolos por encima de su cabeza. De la punta de sus dedos una luz amarilla comenzó a descender en forma esférica hasta cubrir el perímetro de su cuerpo. Lasartes inició una carrera desde el muro derruido hasta la gran estatua, haciendo saltar miles de esquirlas de mármol de cada paso embrutecido que clavaba en el suelo quebrando la solería como si fuera de cristal. Enarboló su espada y asestó un corte sobre el sacerdote. Se escuchó un silbido que dolía. Mialco protegió con sus brazos en alto las orejas, pero algunos custodios, cerca del Cancerbero, no se taparon los oídos y tuvieron detonaciones en el interior de la cabeza. Creyeron perder la cordura. Sus miradas quedaron inexpresivas y se desplomaron manando hilos de sangre de las orejas.

La espada chocó contra la barrera de luz amarillenta y rebotó sin que el bravo Lasartes pudiera evitarlo. Su espada no tenía ni una muesca pero Lasartes cambió su semblante fiero por desconfianza en la expresión de aquellos ojos y la forma en que la oscuridad que ocultaba su rostro se deformaba. Detrás de Mialco la estatua del dios se dividió en dos, pues la espada divina de Lasartes cortó el viento y su corte traspasó la piedra no solo de la estatua sino también de varios muros que topó en su camino, y sin embargo, no logró penetrar en la energía que usó el sumo sacerdote como escudo.

—Maldito humano —dijo Lasartes mirando con desconfianza su espadón.

—Hijo de la sombra, márchate de este lugar sagrado.

Lasartes se abalanzó sobre aquella esfera con uno de sus puños que rebotó haciendo saltar chispas en sus nudillos.

—No podrás mantener esa barrera tan sólida durante mucho tiempo.

Dentro de la esfera Mialco realizó nuevas combinaciones de movimientos, y en sus manos comenzaron a aparecer varios nubarrones, la luz amarilla se desvaneció pero Mialco alargó sus brazos y dos rayos de tormenta salieron uno de cada mano hasta dar con el pecho de Lasartes. El Espectro Abisal fue arrastrado por la potencia de los rayos rascando con los talones el cascajo de mármol del suelo, pero no caía. Sus ojos brillaban cuando gritó:

—¡Yo soy hijo de la tormenta más oscura del principio de los tiempos! —tronó Lasartes sin defenderse, y fue escuchado en toda la isla y varias leguas de mar. Los rayos ningún daño le hicieron, aunque de su cuerpo saliera humo y su piel de dorados y ocres tornase a ser como carbón.

—Viejo, has colmado mi paciencia.

Lorkun escuchó el grito, pese al aislamiento de la cámara secreta. Había hecho ya dos intentos y no lograba conjurar bien la perfidia. No al nivel de exigencia que parecía requerir la sala.

—No lo consigo, no entiendo qué pasa.

Nila mientras tanto se había atrevido a leer algunos pasajes y andaba fascinada por los muros que habían de perderse.

—Lorkun, es una lástima que todo este conocimiento se pierda. Si la voluntad de los dioses…

—¡Nila, busca el Pacto de las Cinco Montañas!

Lorkun no podía atender otra cosa que no fuera el esfuerzo por mover los brazos y proyectar la energía tal y como le pedía el conjuro, no lograba detectar su error para así poder corregirlo.

—Aquí está: El Pacto de las Cinco Montañas.

Lorkun se acercó a ella.

—Es mejor que no leas…

Ella asintió y se giró como si Lorkun se lo hubiera ordenado. Él no le deseaba la tremenda duda y desilusión que para sí mismo había constituido el conocimiento de aquel saber.

—Veamos, al final del pacto, un enigma.

Localizó, después del texto esculpido que hacía alusión al pacto, estas frases misteriosas:

«Resuelve la entrada y la salida, el dónde y el cómo ha de abrirse la Puerta Dorada, para visitar el Oráculo; donde tendrás voz entre voces, luz de luces, fuerza y viento, para enfrentar tu vida y tu muerte y quedar en equilibrio en la contemplación de los dioses».

En el salón de la Llama Eterna Lasartes clavó su espada en el suelo. Mialco estaba agotado, se le veía incapaz de respirar bien. Su última esperanza residía precisamente en el conjuro más básico y poderoso, desencadenar la llama de Kermes.

—¡Custodios! —gritó. Habían muerto cinco custodios y los demás, en perfecta armonía, comenzaron a hacer los movimientos de las manos. Lasartes los miró intrigado. Un chorro de fuego salió despedido desde los brazaletes de cada uno de los custodios y alcanzaron al gigante. El sumo sacerdote, gritando de dolor, convocó la última energía que le quedaba, y de sus manos nació tal volumen de luz y fuego que sus acólitos tuvieron que cerrar los ojos pensando que los cegaría. Sintieron abrasión, respiraban fuego, escucharon a Lasartes gritar como si de su garganta se estirase el sonido de un trueno. Cuando por fin terminó todo, necesitaron tiempo para lograr abrir de nuevo los ojos. El propio Mialco se había abrasado la cara. Su rostro enrojecido presentaba negrura y algunas yagas del tormento. Lasartes seguía en pie, negro, silencioso, carbonizado. Abrió los ojos. Ahora la luz era menos poderosa, podían verse dos pupilas amarillas que pronto volvieron a perderse bajo llamaradas blanquecinas.

—Guardaré este combate en mi memoria después de todo…

Respiró hondo. Juntó sus manos y todos en aquel salón pudieron contemplar cómo la polvareda levantada se detuvo en el aire, los pequeños incendios después de la llama de Mialco se extinguieron. El cabello negro de Lasartes comenzó a ondularse y una fuerza extraña elevó el humo, polvo y piedras. Todo aquello que rodeaba al gigante comenzó a vibrar y muchos líquenes invocados por esa energía quedaron suspendidos en el aire danzando sobre sí mismos en órbita alrededor del cuerpo enorme. La piel del divino Lasartes se limpió de negruras y quemados de forma milagrosa mientras duraba aquella levitación a su alrededor. Después, con lentitud, soltó el aire de sus pulmones y las espirales de piedras y polvo que ya ascendían al cielo se detuvieron en el acto y la fuerza natural que les otorgaba peso volvió a dominarlos.

—¿He logrado herir al gran Lasartes? —preguntó Mialco. En su voz podía adivinarse cierta resignación.

Lasartes estiró sus brazos.

—Ahora sí que te voy a matar.

Aquella voz musculosa, retumbó de nuevo en el templo.

—¡Perfidia! —gritó Lorkun desesperado. No debía gritar, ni alterarse. Su estado de ánimo influía demasiado en el conjuro. Sin embargo, aquella sensación de impotencia lastraba su capacidad de espera. Había practicado ese conjuro cientos de veces. Jamás había fracasado en tantas ocasiones como ahora. Sentía que se le acababa el tiempo. Miró el fuego fatuo que respondía a los movimientos de sus manos… No había logrado siquiera oscurecerlo un poco. La perfidia no conseguía atraparlo.

—Lorkun, mírame —dijo Nila. Se colocó delante de él. Al mirar sus ojos sintió la chispa de siempre. La belleza lo aturdía. Sin embargo esta vez se dejó llevar, no pretendió apartarla. No sintió distracción. Se olvidó de la perfidia y de su objetivo. Los ojos de Nila por fin lo calmaban. Entonces Nila lo besó en la frente.

—Cierra los ojos —dijo la muchacha antes de inclinarse hacia él. Lorkun lo hizo. Cerró los ojos y sintió cómo en el mismo centro de su existencia unos labios tersos colocaban un beso firme sobre sus labios, un punto de apoyo en el caos y la oscuridad… No era un beso amoroso, no era un beso que encendiera los instintos humanos que normalmente se hubieran activado en sus labios. Era una cura.

Respiró hondo. Hizo danzar sus brazos. Repitió los movimientos que sabía, encontrando otra vez la cadencia, reconociendo los giros exactos. Miró el fuego fatuo que danzaba con él proyectando sombras extrañas en la gran columna central. Entonces sí, el fuego azulado se volvió negro. Lo que era sombra se hizo luminoso y lo que era antes luz se oscureció. Lorkun sintió que le ardían las manos. Apretó las mandíbulas. Nila, ahora, aparecía con el cabello oscuro y la piel morena, le hablaba, pero no oía absolutamente nada. De repente el fuego negro pesaba mucho. Lo levantó como pudo hacia el techo y, entonces, vio las runas, perfectas, ahora que la luz se había invertido y lo que antes quedaba oculto en tinieblas ahora florecía. Le quemaba, el peso parecía insoportable, pero Lorkun sabía que si no lo conseguía a la primera no lograría volver a conjurar perfidia otra vez aquel día, con esas fuerzas inquietándolo. Colocó el fuego negro en el pebetero en mitad de las dos runas y lo soltó.

Sabía que disponía de poco tiempo. Lo presintió. Agarró a Nila de la muñeca y corrió a la salida. Cuando estuvieron en el pasillo sintió como si una lengua de fuego estuviera persiguiéndolos. Miró hacia atrás y era simplemente un calor oscuro, un calor que los abrasaría si no huían lejos. La puerta de la cámara sagrada se evaporó hecha cenizas.

—¿A qué estás esperando, Cancerbero?

Mialco también había escuchado el rugido del templo. ¡Lorkun lo había logrado!

—Vamos, hijo de las tinieblas…

Mialco disfrutaba provocándolo mientras procedía a realizar movimientos defensivos con sus manos.

Lasartes aferró el mango de su espada y el filo de esta comenzó a tomar cierto color azulado y celeste. Aparecieron varios símbolos, escritura de luz suspendida en el aire alrededor de Lasartes que pronto se disolvía con las tonalidades pétreas del gran salón. El Cancerbero se giró sobre sí mismo y descargó en el aire un sablazo que hizo un sonido silbante parecido al que estrellase contra la estatua. Esta vez una luz acompañó al sonido y todo lo que había delante de su cuerpo ennegrecido fue aniquilado por esa ola luminosa. El Sumo Sacerdote tuvo tiempo de crear su campo de energía amarilla… pero esta vez no sirvió. La potente energía del gigante destrozó casi todo el templo y Lasartes quedó en una placeta que como techo tenía el firmamento calmado. Frente a él una nube de polvo y el cadáver partido en trozos de Mialco. De los custodios no quedó nada más que pies con sandalias. A más de trescientos pasos resistió un pedazo de muro sin techo y varias columnas que, a la postre, serían las ruinas sobrevivientes del paso del invicto Lasartes por el templo de Azalea.

Lorkun sintió el derrumbamiento y la devastación. Los muros rugían y las piedras del suelo temblaban. Por el techo les llegó luz y después sombras. Silencio extraño, roto por sonidos como de arena resbalando por murallas, piedrecitas rodando y grietas que nacían y ganaban anchura.

Nila lo guio por varios pasadizos. La chica dominaba un conjuro que iluminaba su mano derecha como si fuera una antorcha. Era suficiente para alumbrarse en aquella caverna que descendía en la tierra. Encontraron a varios peregrinos asustados que, al ver la luz de la sacerdotisa suplicaron acompañarles. Atravesaron con horror una galería semiderruida donde brazos y piernas de muchos sacerdotes aparecían entre las ruinas, muertos por el derrumbamiento. El polvo impedía una visibilidad adecuada y ni siquiera la luz de Nila podía ayudarlos. Avanzaban a tientas, chocándose con todo. Lorkun tosía sin parar, con la garganta llena de pequeñas partículas. Con su ojo cerrado se sentía vulnerable y se aferraba al hombro de Nila como un ciego. Comenzaron a escuchar un sonido como de seda que se desliza sobre plata. Pronto aquella serenidad creció por encima de algunos gruñidos de piedra que les venían desde arriba. Aparecieron en un acantilado, y delante de ellos una inmensa cortina de agua les salpicaba esperanza en la cara, gotitas que hicieron que Lorkun abriese de nuevo el ojo. Ahora el agua era ensordecedora, amontonándose de forma perpetua en el lago inmenso.

—Aquí confluyen la mayoría de galerías que evacuan el templo.

Nila condujo a Lorkun, todavía angustiado por la tos, sucio y dolorido por los golpes que se había dado por la falta de visión, a lavarse al lago. Caminaron por el borde siguiendo la cortina de agua de la cascada hasta salir por el hueco. Entonces encontraron más evidencias del desastre. En el lago, dividiendo el curso de la misma catarata, una torre abatida surgía de las aguas. Deconstruida y casi irreconocible, Lorkun sí que sintió familiar una pequeña balaustrada, era lo que quedaba de la Torre Vigía que se había precipitado hacia la catarata cuando la nave que la sustentaba fue arrasada.

—Las piedras resbalan mucho, ten cuidado.

Junto a la orilla encontraron unas losas de superficie menos abrupta donde podían descansar. La visión encima del gigantesco salto de agua era devastadora. De la parte alta del templo no se podía precisar estructura alguna, solo una nube de polvo que pasaba fantasmal, derramándose por todos los costados de la base de la construcción. Nila no pudo contenerse. Sus lágrimas hicieron a Lorkun desdichado.

—Deberíamos alejarnos, no es seguro estar aquí. Esa torre puede que pronto sea acompañada de más rocas.

En efecto, en la cascada a veces se insertaban tocones desprendidos que acababan sepultados en el agua provocando sonoras zambullidas. La nube de polvo pronto descendería hacia las aguas.

—¡Nila!

La voz venía de un bosquecillo. Era Aseila, una sacerdotisa, que portaba una antorcha en cada mano.

—Venid conmigo, ¡rápido!

Lasartes caminó entre las ruinas, había demasiado polvo, y cuando estuvo seguro de haber aniquilado a todos sus adversarios, se giró hacia la puerta del templo. Su pared era de las pocas que quedaban en pie.

—¡Ya podéis pasar, encontrad la sala secreta! —ordenó.

Los soldados, con bastante miedo, penetraron en lo que quedaba de salón y contemplaron el cielo y suelo amontonado de escombros. Lasartes caminó y los soldados escucharon perfectamente sus pisadas alejarse hacia el mar.

Horas más tarde, en el barco anclado en el puerto de la isla, Rosellón Corvian salió a cubierta a mediodía para recibir el informe. En el navío, la tripulación estaba muy atareada con la reconstrucción del mástil y cesó toda actividad cuando apareció Lord Corvian. Encapuchado no se le podía reconocer más que por el tono de su voz.

—Mi señor, logramos capturar a varios sacerdotes. Nos condujeron a la sala en cuestión. Está intacta, pero sus muros son lisos, no comprendemos bien lo que usted estaba buscando. Está vacía, ese dios… arrasó el templo, desconocemos si había más cámaras cerradas en la zona destruida.

—Llevadme hasta allí.

Escoltado, Rosellón pudo comprobar con sus propios ojos los restos de aquel combate salvaje entre Lasartes y Mialco. Cuando entró en la sala secreta tuvo una corazonada.

—¿Se han llevado algo de esta sala? —preguntó a uno de aquellos prisioneros.

—Mi señor, jamás entrábamos a esta sala. Tan solo nuestro sumo sacerdote podía hacerlo.

—¿No había tapices, libros, pergaminos…?

—Nadie conoce su contenido.

—¿Y cómo Lorkun Detroy sí pudo hacerlo?

El prisionero parecía tan asustado que no hubo que animarlo siquiera a contar todo lo que sabía.

—Lorkun pasó las tres pruebas para lograr entrar aquí un día y una noche.

Rosellón paseaba con su capa por la estancia. Asustaba su presencia oscura, sin dignarse siquiera a ser contemplado por quienes le hablaban.

—Señor, creo que sencillamente esta sala estaba vacía. —Era el capitán del navío, Selay—. Tal vez no exista nada especial en este templo… sencillamente lo usaban para llamar la atención de los peregrinos.

—¡No! Este templo encierra dones sobrenaturales.

Ahora y por primera vez desde que habían iniciado el viaje en barco, Rosellón retiró su capucha. Entonces todos se detuvieron a mirarlo. Al principio con incredulidad, incluso con miedo o sospecha. Hubo algún soldado que puso su mano en el mango de la espada, dispuesto a combatir a ese extraño. Hablaba como Rosellón pero… sí que tenía los ojos…, sin embargo ¡ese hombre era joven!, de treinta años, como mucho.

Entonces hubo quien por intuición clavó su rodilla en el suelo en señal de respeto.

—¡Mirad mi cara! Miradme. Hay secretos que no comprendéis. No se trata de un espejismo, soy joven otra vez. Este templo guarda secretos parecidos, poderes que consiguen que las leyes de lo natural se tuerzan a favor de quien los posee. Si Lorkun pasó aquí un día y una noche, significa que no estaba vacía, algo contenía que merecía la pena estar un día y una noche encerrado en este lugar. ¡Encontrad a Lorkun Detroy, es tuerto, por los dioses, no es tan complicado dar con un tuerto!

—Debemos apagar esas antorchas si deseamos salir de la isla. Nos verán en la distancia.

—Mi señor, nuestra vida no vale nada, pero si esas antorchas se apagan siglos y siglos de culto se habrán perdido. Es la llama sagrada de Kermes. No debe apagarse.

—Kermes no hizo ese fuego. Ese fuego lo hicieron en su nombre.

Lorkun pensó que era infame tratar de razonar con ellos.

—Lorkun, debes entenderlos. Lo único que les queda son esas antorchas. De todo cuanto poseen, de todo lo que han perdido, esas antorchas significan la única posesión por la que luchar.

Fue curioso para Lorkun escuchar a Nila defender a sus compañeros como si ella no perteneciese a esa orden. Como si para ella aquellas antorchas no fueran su última posesión.

—Está bien, no seré yo quien apague la llama eterna, rodearemos la isla.

Antes de marcharse, Lorkun agarró los brazaletes de un custodio aplastado en un derribo. Pensó que podían serle útiles. Nila recolectó algunas frutas junto a su amiga Aseila y, por fin, en una pequeña embarcación de una sola vela y cinco remos por costado, los veinte supervivientes que se habían reunido en la cascada abandonaron la isla de Azalea.

Las lágrimas, el dolor, se mezclaban con el rumor del agua penetrada por los remos.