CAPÍTULO 40

La hermandad

—Lo más importante cuando se pelea en una línea de combate es tener en cuenta que no hemos venido solos a la guerra. Que cada uno de los hombres que forman una tropa decide con su actitud el resultado de la batalla. Si sentís miedo, más cerca de vuestros hermanos debéis estar. Ellos os protegerán, y sus vidas arrojadas a la muerte, os quemarán las entrañas para reaccionar y asumir el peligro.

Remo no dejaba de emitir aquellos discursos. Estaba volcado, intentando por todos los medios transmitir lo mejor posible las enseñanzas que él poseía, lo que había aprendido con Arkane y las experiencias que había tenido después de la Gran Guerra. Sentía que se acercaba el momento de entrar en acción y que no deseaba enviar a la muerte a un puñado de insensatos.

Por lo general había silencio mientras hablaba, pero la tropa se comportaba con él como si ya hubieran escuchado cientos de veces palabras semejantes. En ocasiones veía bostezos, o caras de indiferencia. Le quemaba por dentro no ser capaz de ilusionarlos.

Hicieron una formación, y gracias a Uro y Pese logró explicar las ventajas y desventajas de mantener una fila uniforme, la posibilidad de relevo que tenían los hombres de vanguardia, cómo bloquear los escudos de adversarios para detener su avance y superar su fila. Todas esas explicaciones teóricas las hacía colocando a los hombres y entablando minicombates donde las risas y las bromas no faltaban.

—Parece cosa fácil, veo risas y buen humor en vuestros rostros.

Guardó silencio mientras componían la fila después del último ejercicio.

—Creedme que la guerra será un infierno, no quiero engañaros. Si peleamos en campo abierto, es posible que el mayor número de nuestras tropas haga que venzamos. Sí. ¿Pero quiénes regresarán? No hay victorias sin muertos. ¿Qué destacamento, quiénes serán los elegidos para el viaje de la muerte? Si en cambio tenemos que buscar a Rosellón y sus hombres en las montañas, las emboscadas y las batallas en valles estrechos harán inservible nuestro número: Con ese panorama cada colina será un baño de sangre.

Con estas palabras Remo sepultó las risas que antes se propagaban en los rostros de sus hombres.

—En una gran batalla unos pocos pueden luchar muy bien y ser aplastados por la ineptitud de los demás, así que estad muy atentos a mis órdenes, y cuando la cosa se ponga realmente fea, luchad por sobrevivir, olvidaos de todo y salvad vuestras vidas y las de vuestros compañeros. Esta es nuestra hermandad, si me seguís, yo lucharé por vuestras vidas como si fueran la mía propia.

El silencio reverencial estuvo a punto de convertirse en euforia. Algunos hombres tenían brillo en los ojos, emociones que podían culminar en aplausos o vítores hacia Remo. Sin embargo, no sucedió nada de eso. Se mantuvo el silencio. Remo recordó al capitán Arkane. Solía recordar muchas frases, ocurrencias, anécdotas sobre la instrucción, clases de supervivencia y de combate, donde Arkane no tenía rival; sin embargo ahora, siendo responsable de aquellos hombres, Remo se acordó precisamente de lo que él no poseía, de lo que le faltaba.

Arkane, cuando hablaba a su tropa, sin pretenderlo, claramente sin pedirlo, rara vez no era contestado con gestos de orgullo y efusividad, con aplausos o cánticos. Sabía ilusionar a los soldados, sabía estrujar sus corazones con una emoción que hacía que hasta que llovían los golpes, no reconociesen el miedo sino como una mecánica provechosa para combatir con más fiereza. Remo no era el capitán Arkane, ni se le acercaba. Por ahora sus discursos eran demasiado largos. Se sorprendía a sí mismo de lo mucho que hablaba a esos hombres cuando, precisamente, él era tan parco en palabras. Parecía que, en su fuero interno, deseaba más que nada contestar al viejo destino que el capitán le había adjudicado con su nombramiento, como si el hecho de ser un buen capitán ahora pudiera compensar y favorecer los deseos que tuvo su mentor antes de morir. Era como saldar una deuda con él y Remo se sentía desubicado luchando por hacerlo bien, por trasladar toda su energía a esos hombres malencarados que le había tocado dirigir.

Por lo general no tuvieron muchos problemas. Las órdenes de Remo solían ser muy laxas. No era estricto con temas como el silencio o el orden de las filas, la indumentaria o los descansos. Remo sólo era firme cuando hacían instrucción de combate, cuando practicaban cómo mantener una línea, cómo cambiar de turno de vanguardia a retaguardia con la estrategia básica. Esas maniobras lo obsesionaban porque sabía lo útiles que podían ser en el campo de batalla. Formar mirando al cielo o llevar la armadura limpia, de poco les serviría; sin embargo, varios sucesos le demostraron al capitán que tal vez se equivocaba dejando tanta amplitud de comportamientos en sus hombres.

Sucedieron varias peleas entre compañeros que formaban siempre juntos. Provenían de los caballeros rojos prestados por Lord Véleron, que se mofaban una y otra vez de Gaelio y sus colegas nobles. Procedían de la misma tierra y estaba claro que conocían la ley del ejército por la que no debían ningún trato o respeto especial a los nobles. Eran osados con ellos por su debilidad y porque parecían saciar la frustración de sus vidas aciagas, perjudicando a los privilegiados de Lavinia. Las bromas pasaron a mayores y en una de las paradas para almorzar, Remo presenció una humillación pública de los unos con los otros. Les pusieron boñigas de vaca en sus cuencos de comida y pretendían, amenazándolos con las espadas del entrenamiento, que se las comieran. Los golpes comenzaron. Gaelio al borde de las lágrimas, tiró su cuenco al suelo y recibió un bofetón sonoro de uno de los agresores.

Uro Glanner alertó al capitán, azorado por considerar tal vez que estaba siendo un chivato. Remo pensó soltarles un discurso, pero cuando vio las risas de los hombres cuando se disponía a hablar, la ira lo cegó por completo. Sintió que estaban muy equivocados, que pisoteaban sus enseñanzas y que avanzaban hacia una guerra ciegos por su estupidez.

—¡Puercos! —sentenció.

Agarró al más grande del pelo y le pegó duro en la cara partiéndole la nariz. Después pateó a otro. No se defendían porque sabían que era un delito golpear a un oficial. Remo aprovechó esta circunstancia y les dio tal paliza que varios compañeros comenzaron a interceder por los bromistas.

—Señor, creo que… ya han aprendido la lección.

Remo comenzó a golpear a los que abrían la boca para defender a los otros. Sí, agarró un madero y la emprendió a golpes con todos. Jadeando, después de mandar a la inconsciencia a cuatro hombres, soltó su arma improvisada y se alejó. Cada paso que lo calmaba hería su conciencia. Sintió vergüenza de sí mismo, sintió que no estaba preparado para mandar a aquellos hombres. Pensó que no servía para el cargo. Había actuado con violencia, sin razón. No recordaba que Arkane hubiera tenido jamás una reacción semejante con sus hombres. Estaba avergonzado, pensó disculparse. Cuando regresó al campamento contempló una escena que lo llenó de emoción.

—Mi señor, los hombres desean pedir disculpas por su comportamiento.

En la formación de combate que Remo les había enseñado, con las espadas clavadas en el suelo, los doscientos hombres que estaban a su servicio, con la rodilla izquierda en el piso herbáceo, agachaban la cabeza en señal de respeto. Los heridos, algunos tambaleantes, en la misma postura, estaban en primera fila.

—Que no se vuelva a repetir —dijo Remo sintiendo que le escocían las entrañas por la emoción—. Jamás os digo lo que tenéis que hacer. Ni cómo comportaros. No sois niños. Vamos a la guerra. Mi cometido no es otro que el de manteneros con vida. El respeto no me ayuda solo a mí, os hace mejores a vosotros. ¿Daríais la vida por alguien a quien odiáis, alguien que os hizo mal? Creedme que en el campo de batalla os necesitaréis los unos a los otros. Creedme que suplicaréis ayuda a quien menos sospecháis… ¡Somos hermanos! —El grito de Remo se estrelló con el graznido de varios cuervos que los observaban en algunas ramas lejanas.

—¡Somos hermanos! —gritó Pese Glaner, y la voz parecía haberle roto la garganta. Los fulminaba a todos con la mirada. Remo se dio la vuelta dirigiéndose a su tienda y escuchó a su espalda cómo los doscientos hombres unían sus voces: ¡SOMOS HERMANOS!