CAPÍTULO 6
Alaridos en la noche
Sería en Agarión donde se construirían los Colosos. Allí había buena materia prima y era Lord Rosellón Corvian quien había apadrinado el proyecto; por lo que el rey lo favorecía con esa decisión. La reapertura de las minas, la contratación de los miles de obreros y esclavos traería riqueza a la comarca regentada por el noble.
El castillo de Lord Corvian se situaba en la montaña de Agar. Sobre una de sus laderas escarpadas. Era un lugar de difícil acceso, punto estratégico entre las demás montañas, vigía de la ciudad de Agarión, que se extendía en un valle adyacente a su montaña.
La caravana sufrió el ascenso duro hasta la fortaleza. Un camino tortuoso que iba y venía, asomándose a precipicios y resguardándose en cañones escarpados, hasta que dieron con el muro bajo que señalaba el inicio de las zonas ajardinadas que rondaban el castillo. Allí eran guiados por otro sendero que no dejaba de bifurcarse entre varias terrazas naturales donde había fosos, lagos, jardines de gran hermosura y algunas construcciones humildes para los propios jardineros; varios templetes con numerosas estatuas, como escondidas en el vergel… Olía a humedad vegetal y se podía sentir el frescor de un lugar siempre resguardado del sol por lo frondoso de su vegetación compuesta en su mayoría por arboledas altas.
Tomei y su familia compartían carruaje con Fenerbel, que iba acompañado también de su mujer y dos gemelas preciosas que rápidamente habían entablado amistad con Zubilda.
—Tiene gusto el general —comentó Fenerbel señalando un puente lleno de grabados escultóricos.
—¿Falta mucho? —preguntó Zubilda a su padre. Estaba afectada por el ascenso. Los carruajes no eran confortables en caminos como el de la montaña de Agar. Los baches y sacudidas provocaron risas en las niñas en los inicios del camino, hasta que sus rostros comenzaron a perlarse de sudor y las molestias del mareo se hicieron evidentes. Tomei ordenó detenerse el carruaje para que Zubilda vomitase.
—Hija, ahora te sentirás mejor —le decía su madre mientras la pobre trataba de contener lo incontenible.
Después de un bosque de diversas variedades de árboles de hoja perenne, por fin divisaron la fortaleza. Construida en piedra oscura, cuando atardecía se volvía invisible en la lejanía, sin la luz del sol, en el decorado casi negro de la sombra de las montañas. Tenía cinco torres y una gran nave central, cuatro patios, a distintas alturas, puesto que sus constructores habían tenido que respetar ciertos desniveles del terreno. Agar poseía minerales recios y para sus constructores cavar los cimientos debió de ser una auténtica odisea. Por eso la figura de sus murallas y la propia construcción estaban muy alejadas de la simetría. Las torres quedaban a distinta altura unas de otras y las murallas parecían acostarse un poco sobre la loma. En conjunto era una fortaleza compacta de aspecto belicoso, bien protegida.
Llegaron al castillo y fueron recibidos por Trescalio, gobernador de la ciudad de Agarión y hombre de confianza del general, al que ahora cuidaba su castillo. Él disculpó a su señor, pues no podía acudir a recibirlos. Se encontraba todavía en Venteria resolviendo asuntos sobre la financiación de las obras de los Colosos; pero había trasladado las órdenes pertinentes para que los artistas fueran acomodados en el ala sur del castillo.
Tomei estuvo muy complacido por la ubicación en palacio de sus aposentos y los de su familia, rodeado de lujos. Pronto quiso hablar con quienes estuvieran a cargo de los trabajos iniciales.
—¿Cuándo podré visitar las minas?
—¿Visitar las minas? No. Eso no es necesario, señor. La mercancía la traerán hasta las fraguas.
Tomei asintió despacio, pero negó de palabra.
—No, no quiero que me traigan cualquier mercancía. Me gustaría ser yo quien explicase a los mineros lo que estamos buscando. No vale cualquier material, necesitamos una calidad extrema. El hierro siempre…
—Así lo trasladaré.
—Ese es mi trabajo.
—Mi señor, no me está permitido llevarlo a las minas. Comprenda que cumplo órdenes directas de Lord Rosellón Corvian.
Del mismo modo que le prohibieron visitar las minas, quedaban vetadas ciertas zonas del palacio. En sí mismo no despertaba interés alguno en Tomei contemplar las dependencias privadas que él imaginaba estaban dedicadas a los aposentos del noble, pero no le gustaba la forma de comunicarlo que tuvo Trescalio.
—Bajo ningún concepto deberán trasladarse a otras áreas del castillo. Aquí tienen todo lo necesario.
Tomei no entendía aquellas órdenes, pero supuso que el gobernador era hombre de poca iniciativa y decidió esperar a que el señor de Agarión regresara para trasladarle sus requerimientos.
—Hablaré con Rosellón de este asunto.
—Como desee. Mañana si quiere le recibiré en mi casa para presentarlo a ciertas personalidades de Agarión que están interesadas en conocerle a usted y a los demás artistas.
Tomei aflojó el gesto, entendió que Trescalio trataba de ser cortés.
—Por supuesto, como guste, nunca había estado en la ciudad, así que me servirá para conocerla.
Hubo cenas, almuerzos, incluso una cacería en los vales. Todo recubierto de una normalidad bastante pastosa, artificial. Tomei se sentía extraño en aquel castillo. La comida era buena, los esclavos de educación exquisita, la guardia cortés, el servicio excelente… pero aquellos muros oscuros, las ventanas alargadas y el rostro de las gárgolas monstruosas pinzaban su gusto, le desgastaban el ánimo. Un día gris, con nublos, pasear por aquellos jardines incómodos por la pendiente, darse la vuelta y mirar el castillo, era un ejercicio triste, inquietante. Aquellas murallas terminadas en púas metálicas, como verjas, trasladaban un mensaje oscuro al visitante.
Pero Tomei estaba feliz. Miabel y Zubilda lo apoyaban y se divertían en aquellos banquetes donde los músicos siempre les dedicaban canciones. No tenía prisa por comenzar la obra, pero sí que tenía claro que deseaba que, desde el inicio, todo fuera perfecto.
El único que de verdad estaba trabajando era Fenerbel que no dejaba de sorprenderse de la gran cantidad de esclavos que recibían de todas partes de Vestigia, casi a diario. Se encargó de ir organizándolos y establecerlos por oficios según su experiencia. De hecho, a los esclavos que venían de fuera, la orden que tenían en el castillo era de tratarlos con exquisitez. Comían servidos por los esclavos de Rosellón y jamás eran castigados. Parecían visitantes o asalariados. Tomei admiraba la inteligencia de ese sistema pues conseguía que aquellos hombres se contagiaran del buen ambiente que debía rodear el inicio de un trabajo duro y penoso como el que les esperaba. Poseían ya una ingente cantidad de hombres y mujeres dispuestos a trabajar por el privilegio de no abandonar aquella condición semejante a la libertad. Corrían rumores sobre la grandilocuencia y la generosidad de Rosellón. Se decía que, después de las obras, pagaría la libertad a la mayoría.
Tomei estaba impaciente, pero salvo el detalle de no permitirle ver las minas, todo marchaba tan bien que pasaba los días dibujando junto a Tondrián y Loebles los primeros bocetos de los colosos, paseando por los jardines con sus chicas y degustando productos de Agarión en las cenas y almuerzos. Las fraguas se estaban reparando a muy buen ritmo y pronto podrían comenzar el encendido de los hornos y las primeras forjas.
En medio de aquel clima de optimismo Tomei fue alertado por su hija Zubilda, cuyas dependencias se encontraban encima de las suyas, sobre un asunto misterioso que le llenaba el rostro de preocupación, algo siniestro.
Entró sin llamar. Miabel bordaba una flor sobre un vestido que deseaba regalar a su hija.
—¡No mires! —advirtió su madre, que ocultó su bordado a los ojos de su hija.
Tomei se regaló la visión de su hija en camisón, pensando que era aún más bella que su madre, con una melena castaña, algo salvaje, larga hasta la cintura, que se ondeaba con brillo natural. Se sorprendía del cambio tremendo que su cuerpo había experimentado. Ya no era una niña.
—Padre, necesito que venga a escuchar un rumor que viene con el viento, se escucha desde mi balcón, es… extraño.
La acompañó y ella lo condujo hasta el rectángulo de piedra que era la terraza de su dormitorio. Al principio Tomei pensó que su hija habría escuchado alguna alimaña salvaje que podía rondar las lomas de las montañas que se dominaban desde la balconada, hasta que el propio Tomei escuchó, inserto en la brisa de una noche tranquila, cómo iba y venía un alarido. Un alarido que hacía quebradizo el viento, como arrugándolo.
—¿Lo escuchas o es que me tientan las sombras padre? Sí que lo escuchaba y, a decir verdad, le encogió el corazón.
—¿Qué es?
—No lo sé, pero me asusta y no me deja dormir. Llevo varias noches en vela por culpa de esos alaridos lejanos, ¿vienen de las montañas o de allá abajo?
—Tenías que habérmelo contado antes. ¿Desde cuándo lo escuchas?
—Es muy extraño, porque creo que, desde el principio de nuestra estancia esos ruidos venían a este balcón, pero creo que no me detuve a oírlos. A veces el sonido no aparece durante días, pero ya son tres noches seguidas que lo escucho y me tiene preocupada.
Guardaron silencio para obtener un sonido más nítido que pudiera esclarecer su origen. Al principio parecía como si alguien abriese lentamente uno de esos portones que chirrían porque sus visagras se lamentan de la poca diligencia con que su dueño las engrasa, pero no, después crecía y se elevaba entre el silbido del viento estrujado en los desfiladeros, para semejarse al quejido de un águila que terminaba por ser acompañada del chillido de mil jabalíes perdidos en una cueva. No era un grito humano, de eso estaba seguro Tomei. Como también estaba seguro de otra cosa, provenía de las minas. Aquel lugar al que Rosellón le había prohibido el acceso.
—No le cuentes esto a tu madre…
De cara a Zubilda, le restó importancia. Ella incluso lo tranquilizó advirtiéndole que: «ya casi no se escucha», noches después. Pero dos meses más tarde los sonidos se intensificaron otra vez. Los mayordomos del castillo también estaban sobrecogidos. Comentaban que no siempre aquellas montañas emitieron alaridos semejantes ni tan siquiera cuando soplaban vientos tormentosos apretados en sus valles profundos. Toda persona que durmiese con las ventanas abiertas en el ala este del castillo poseía la misma inquietud. Tomei tenía pocos ánimos para afrontar más misterios, pero en aquella fortaleza, en aquel proyecto, los misterios crecieron cada vez rodeados de más oscuridad.