CAPÍTULO 21
Birgenio
Lorkun llegó por fin a Venteria y trató de pasar inadvertido. Había varios templos del dios Huidón que esquivaría deliberadamente. Pensó pasar primero por la posada de Tena para descansar, pero su físico no estaba tan mermado como su alma, así que prefirió ir directamente a ver al bibliotecario.
Ya desde la entrada percibió algo extraño. Una intuición. Junto a la gran fuente para abluciones, había un busto de mármol destrozado en el suelo. Era una representación del célebre poeta juglar Farelión, cuyas canciones sabía Lorkun de memoria. La estatua se había hecho añicos, pero reconoció al genio por la media cara que había sobrevivido al descuajo. Si bien era extraño que una estatua de tan maravillosa factura se cayese en un lugar culto como aquel, mucho más extraño era que sus pedazos no hubieran sido retirados de la solería de mármol. Varias manchas oscuras, junto a los cascajos de la estatua sembraron más inquietud… el ojo sano de Lorkun trataba de analizarlos mejor… parecían sangre.
Avanzó rodeando los pedazos y se internó en una de las naves repletas de estanterías. Buscaba alguien a quien acudir para preguntar por Birgenio mientras el presagio que naciera antes de penetrar en la Biblioteca ahora lo devoraba descomponiéndole el ánimo.
—¿Dónde está Birgenio? —preguntó a uno de sus discípulos. Le costó trabajo encontrar a alguien en aquellas salas.
—¿Quién lo busca?
—Lorkun Detroy.
—Espere aquí.
Tardaron en venir a buscarlo. Después de recorrer varios pasillos que se adentraban en los aposentos de los bibliotecarios, adyacentes a las naves donde se disponía la Biblioteca Real, por fin lo subieron por una escala delgada hasta una vivienda angosta, sin lujo alguno. Allí postrado en una cama que ocupaba la mitad del habitáculo, Birgenio tembló de miedo al ver a Lorkun.
—Querido Lorkun… ¡lo lamento, lo lamento mucho!
—¿Qué ha sucedido, maestro?
Gustó de usar esa fórmula con alguien tan sabio como Birgenio. Tenía el rostro golpeado y cada herida que le descubría le escocía a Lorkun en sus entrañas, pues no podía su imagen suscitar otra cosa que compasión y respeto.
—Lo lamento… ¡Salid todos!
Los tres asistentes de Birgenio abandonaron la estancia. El sabio trató de incorporarse mejor sobre las almohadas.
—Esos bestias… Lorkun, vinieron preguntando por ti. Lamento mucho no haber podido resistir. Soy un viejo inútil, nada importante, un hombre que siempre tuvo miedo de las armas y la violencia.
—¿Quiénes eran? ¿Qué deseaban saber?
—Amenazaron con matar a mis muchachos. Pello no tiene ni quince años, no podía dejar que lo ahogaran en la fuente.
Lorkun imaginó la escena. Birgenio intervenía para intentar detener la tortura de su discípulo y lo empujaban derribando la estatua de Farelión que había visto destrozada junto a la alberca de la fuente.
—Me preguntaron por ti… Les conté todo… Lorkun. Les dije sobre tu preocupación por la Maldición silach, les hablé sobre la isla de Azalea… perdóname… perdóname. Espero que mis palabras no te hayan condenado.
—Deja de lamentarte, Birgenio. No hay mal en lo que hice en la isla, ni mal podrán hacer con esa información.
No era del todo cierto, pero Lorkun deseaba apaciguar la preocupación del anciano. Estaba envejecido. Decidió que lo calmaría y no le preguntaría más. Debía descansar… Ahora pensaba con rapidez. Necesitaba conocer la identidad de sus agresores.
—¿Quién fue?
—Dijo que servía al rey, que lo mandaba el Consejero Real.
Lorkun se sorprendió bastante con aquella revelación. Rosellón Corvian… Pensó en Remo, tenía que contárselo.
—Mi querido Birgenio, descansa. He viajado desde lejos pensando en lo grato de tu compañía y esta amistad que tenemos en nada se ve enturbiada por estos sucesos.
—Te agradezco tus palabras, Lorkun. Es mejor que te marches, esta biblioteca no es un lugar seguro para ti. Si esos tipos vuelven, Lorkun, temo por ti.
—Volveré.
Lorkun salió de la Biblioteca Real de Venteria protegido por una capa que le prestaron los discípulos de Birgenio. Se sintió observado, mientras descendía hacía las barriadas. Evitó las calzadas principales y se zambuyó en el corazón de la ciudad descendiendo por las numerosas escaleras que conectaban los barrios con la acrópolis, muy transitadas por quienes no poseían montura. Rosellón Corvian estaba siguiendo sus pasos, deseaba ver a Remo y contárselo todo.
Las últimas noticias que tenía de su amigo era que se había ido con Sala a Belgarén. Estaba más lejos de lo que necesitaba ahora. La mejor solución era visitar a Tena Múfler. Ella seguramente sabía cómo contactar con Sala.
Las nubes prometían agua y se quedó en el zaguán de uno de los grandes mercados hasta que comenzó a caer la lluvia. Pretendía pasar desapercibido y las aguas podían servirle de resguardo para que los ojos que seguramente vigilaban la biblioteca tuvieran más dificultades para seguirlo. Descendió caminando por las calles de la acrópolis de Venteria ocultándose con su capucha inmerso en turbas de agua que acosaban su capa a ráfagas densas. Le gustaba el olor a piedra mojada, le recordaba a las Montañas Cortadas.
Se detuvo en varios zocos para proveerse de fruta. Los tenderos le regalaron una manzana que él pretendía pagar, porque estaban atareados en proteger su mercancía montando toldos en las calles. El sabor dulce calmó el regusto amargo de las noticias recientes. Cuando llegó a la posada un gentío en la calle lo detuvo. Cientos de personas se apostaban junto a la entrada del negocio de Tena Múfler.
—¿Qué sucede? —preguntó a uno de los que allí esperaban mirando la entrada del local de Tena. El tipo le miró el parche en el ojo con una sensación de miedo inicial, de desconfianza. Después señaló la pensión de Tena.
—Ahí descansa Remo, el que sobrevivió al agua hirviendo.
Lorkun se quedó boquiabierto.