CAPÍTULO 12
El consejo de Aurines
Un crepúsculo de tormentas encontradas desparramaba relámpagos sobre los horizontes nubosos. Rayos descendían como cadenas de huesos sobre las montañas lejanas, en las inmediaciones del Paso de los Mercaderes, visible desde la más alta de las Montañas Cortadas. Poco a poco, las tormentas se acercaban trepando las llanuras hasta estar arrimadas a las cimas.
La lluvia rociaba las capas de las doce siluetas encapuchadas. Doce sentadas en doce piedras, en círculo, hablaban sin moverse, deteniéndose cuando los truenos rompían el viento y el cielo parecía despedazarse en profundos huecos invisibles, después de que los relámpagos hicieran bailar sus sombras.
—Está bien, oigamos lo que tiene que decir el convocante.
Uno de aquellos hombres, arrebujado en su capa se irguió y fue hacia la cornisa del precipicio. Allí alertó a otros que aguardaban su señal. Dos bedeles guiaron a un tercer hombre, subiendo los últimos peldaños. Lo acercaron hacia el círculo de sabios.
—Mi nombre es Lorkun Detroy —comenzó a decir el recién llegado, mientras lo despojaban de su capucha para que todos pudieran ver su rostro. Dejó un pequeño zurrón en el suelo. Un parche en el ojo, un chaleco de algodón, sucio y raído, un cinto de cuero y calzas de viajero sobre un pantalón ancho de algodón eran toda la pertenencia que vestía al sacerdote del dios Huidón, que no se cubría ya con los hábitos de la orden.
—Te conocemos, Lorkun. Viniste al Templo de las Montañas Cortadas hace años, buscando consuelo, después de una vida extraviada en el ejército. Desprovisto de un ojo, alcanzaste la visión que otros no llegan a tener con sus dos ojos sanos. Abandonaste nuestra compañía, imagino, para extender nuestras enseñanzas por otros lugares. Has regresado a las Montañas Cortadas y has solicitado un consejo de sabios Aurines. Sabes bien que se celebra uno cada cuatro años… Aquí estamos los Aurines y los sumos sacerdotes de la Orden de toda Vestigia con la única ausencia de nuestro guía, Pesemio, el Sumo Sacerdote de Venteria.
Encapuchados, era difícil saber cuál era el que hablaba tras el vuelo oscuro y algo tenebroso de las capuchas que dejaba ocultos los rostros, tras un impenetrable velo negro.
—Yo, Lorkun Detroy, he pasado por las tres pruebas del Templo de Azalea de la orden del dios Kermes. He permanecido en la cámara secreta legendaria durante un día y una noche.
El viento repasó las capuchas y las capas, haciéndolas ondearse, mas no arrancó palabras ni ademanes. Lorkun sabía que esos conocimientos eran tan secretos que la mayoría de los sumos Sacerdotes de aquel concilio ni siquiera conocían la existencia del Templo de Azalea.
—¿Qué templo es ese? —preguntó otra voz que a Lorkun se le antojaba venir desde la izquierda del círculo.
—Si ninguno de los presentes conoce la existencia de ese templo, puede que esta reunión carezca de sentido, pues me tomaréis por un loco o un charlatán.
Después de un silencio prolongado, uno de los presentes retiró su capucha. Era anciano, sin barba, pero con unos ojos grandes, azules, enmarcados en surcos de sabiduría.
—Este concilio quedará reducido a los cinco Aurines. Los demás podéis aguardarnos en la plaza.
A la derecha y a la izquierda varios ancianos retiraron sus capuchas, y los demás, sin desproveerse de las mismas, abandonaron con movimientos espectrales, suaves y silenciosos el círculo de piedras, descendiendo hacia la plaza junto a la entrada al templo.
—Así que conociste a Mialco, el sumo sacerdote de la orden Kermiana, y penetraste en sus secretos.
—Exacto.
—¿Y vienes aquí para exponernos algo? Algo de lo que está escrito en ese templo que seguramente te inquieta, ya te advierto, como tal vez hicieran Mialco y sus discípulos, que no deseamos escuchar las revelaciones que allí duermen, pues ninguno de nosotros hemos pasado las pruebas y no somos dignos de contener dichos conocimientos.
Hubo otro de aquellos silencios que daban paso a escuchar la tormenta.
—Conozco mi responsabilidad sobre los secretos que pude contemplar en esa cámara. No deseo revelar más de lo necesario para saber si me podéis ofrecer ayuda, una guía para mis pensamientos.
—Es loable tu intención, mas debes saber algo sobre el templo de Azalea.
Lorkun ahora percibió un tono de voz desequilibrante, una especie de desconfianza hacia los secretos de la orden Kermiana.
—No debes dar crédito absoluto a todo lo que allí aprendiste, no debes confiar plenamente en esa, digámoslo así, «versión» de los hechos. Debes respeto al dios Kermes, por supuesto, pero son las enseñanzas del dios Huidón las que deben guiarte, porque perteneces a nuestra orden. Lamento decírtelo, pero suena un poco extraño que un sacerdote de nuestra orden se involucre en semejantes trabajos. ¿Qué clase de conocimiento alejado de las enseñanzas del dios Huidón te servirá a ti, Lorkun, esclavo de esta montaña?
Esto sorprendió mucho a Lorkun. ¿No debía dar crédito a lo que habían escrito guardianes celestiales o discípulos de un dios? Tampoco le gustó la insinuación que le hicieron. «¿Qué haces metiendo las narices en esos asuntos?», eso parecían querer decirle…
—La intención con la que acudí al templo era noble. No fue capricho ni ansia de saber. Por vetas del destino me topé con un caso desolador en el que una maldición antigua había transformado el cuerpo de unas niñas en abominaciones. Sí. La maldición silach había tornado en demonios a dos criaturas inocentes que habían sido asesinadas en Lavinia. Fue precisamente el camino de estudio de esa maldición el que me condujo a ese lugar. Después de investigar profundamente, concluí que ese templo guardaba la solución, el remedio. —Ahora Lorkun infló su voz para otorgar más seguridad a sus palabras—. Doy veracidad a lo que allí hay escrito, porque tengo pruebas. Logré que las niñas regresaran a su estado natural.
—Así que en Lavinia dices que tuviste que enfrentarte a un caso de Maldición. Dices que tienes pruebas, la fe es, precisamente, algo que no es posible probar. ¿A qué has venido? ¿Cuál es el verdadero interés que te ha movido para solicitar comparecer ante esta asamblea?
Lorkun fue al grano, no fuera a torcerse más la comparecencia y no le permitieran formular su pregunta.
—¿Qué sabéis del Pacto de las Cinco Montañas?
Los cinco Aurines se miraron.
—El Pacto de las Cinco Montañas, ¿qué sabes tú de ese pacto?
Lorkun recibió la pregunta cuando habría deseado respuestas.
—En la sala secreta leí sobre el pacto, bajo el juramento de no poder revelar dicha información. Si he convocado esta reunión no era con el objeto de informar y romper ese voto. Al contrario, lo que deseo es más luz sobre dicho asunto. Deseo calmar ciertas inquietudes que albergo.
Los cinco Aurines volvieron a intercambiar miradas.
—¿Qué te hace pensar que nosotros no tenemos nuestros propios juramentos? ¿Qué soberbia te coloca en el camino de la verdad, Lorkun Detroy? ¿Has perdido el norte de las enseñanzas que aquí aprendiste? Vienes a que te instruyamos en secretos que has descubierto por ritos ajenos a nuestra deidad. ¿No es suficiente para ti lo que nuestro dios te enseña? Veo ansiedad en tu único ojo. Veo intranquilidad en tu semblante. No tienes la paz con la que descendiste de estas montañas. ¿Tan valiosos son esos conocimientos?
Lorkun se sintió mal. No le gustó que lo tacharan de orgulloso y soberbio. ¿Era soberbia desear conocer la verdad? ¿Era soberbia anhelar luz en la noche de dudas? Entendía que esas dudas estaban fundadas en enseñanzas ajenas a su orden. Pero no sentía, por más que se observaba, orgullo o desprecio por Huidón. Al contrario, él era el camino seguro, el camino que le había funcionado siempre. ¿Cómo hacer para que los Aurines comprendieran que estaba hablando de revelaciones más allá de doctrinas y formas de conducta? Tomó una decisión algo arriesgada. Se despojó de la capa.
Los Aurines lo miraron impertérritos mientras Lorkun, que tenía todos los brazos colmados con los dibujos secretos que aprendió en el templo, comenzaba a realizar los movimientos básicos del conjuro del fuego. Hizo la combinación más simple que conocía. Sus tatuajes de tinta por instantes refulgieron con un pequeño destello y sus manos se recubrieron de llamas. Todos abrieron casi al unísono sus bocas cuando vieron la milagrosa aparición de fuego en las manos de Lorkun, asombrados de aquella proeza. Decidió que no haría una ostentación demasiado poderosa, dejó los brazos inmóviles y al cabo de unos instantes las llamas se achicaron hasta extinguirse.
—Lo que está escrito en ese templo es tan verdad como las llamas que acabáis de contemplar. Si tenéis información sobre el Pacto de las Cinco Montañas, os suplico que la compartáis conmigo.
—Está claro que has aprendido una magia poderosa… —dijo el que hasta ahora venía siendo el portavoz del grupo—. Pero Lorkun, si piensas que con esa magia nos vas a apabullar, si acaso crees que el fuego puede cambiar la fe… ¿Sigues a Kermes ahora? Realizas su llama, la llama de Kermes, como si fueras uno de ellos… ¿No comprendes que Huidón te recomienda el ayuno? ¿No comprendes que Huidón es paz, y que la paz ahoga las llamas del orgullo y las usa simplemente para calentar alimento?
—Solo trato de que comprendáis que lo que leí en aquellos muros es algo inspirado por fuerzas veraces, que no es falso y que…
—Las llamas no prueban nada.
—Si aprendí de esos muros conjuros veraces, ¿acaso lo que leí sobre el Pacto no debiera ser también cierto?
—Lorkun, te alejas de nuestros corazones. Si algo supiéramos sobre ese Pacto no lo compartiríamos contigo. No con alguien maravillado por fuego y hechizos. Eso deslumbra a gente ignorante, o a brujos y circenses, nosotros predicamos palabras de austeridad y desencanto hacia el lujo. El gran poder no es más que una oración sencilla. No nos ofendas con demostraciones de vagos relámpagos de existencia, nosotros, querido Lorkun, vemos pasar las tormentas.
Lorkun descendió los peldaños con estupefacción. El Consejo de Aurines había finalizado. Sintió vértigo. No era por las alturas, que arrojaban a su pupila crestas inverosímiles de oscuridad y vacío almacenadas junto a los perfiles afilados de las montañas. Sintió vértigo de verse repudiado por su propia orden. Le pesaba el cuerpo y la alegría que siempre lo había erguido, conocedor del camino correcto, almacén de sabiduría pragmática, ahora lo había abandonado en un cruce de palabras. Lorkun deseaba volver a la placeta enfrentada a los cielos y reclamar atención. Deseaba gritarles todas las cosas que vio escritas en los muros, pero siguió descendiendo hacia la plaza.
En la explanada, junto a la entrada del templo, se dirigió a una fontana de abluciones y metió su cabeza bajo el caño de agua. La noche ya sedienta de la última luz confería un tono muy caloso a las aguas que le aguijoneaban con la frescura. Junto a él se arrimó un joven novicio. Tendría unos ocho años. Se arrodilló muy dispuesto, elevó una plegaria en tono de voz inexperto, demasiado alto, con una fe imposible de igualar, y mojó sus manos para refrescar las yemas de los dedos con los que comenzar las abluciones. Después de los primeros lavados acabó por meter la cabeza entera en la fuente y se cubrió con una tela de secado murmurando otra oración.
Lorkun envidió a otro Lorkun, uno de muchos más años que aquel joven pero igual de inexperto, cuando comenzó su estancia en el templo de las Montañas Cortadas. Cuando en esa misma fuente se lavaba antes de entrar en el templo a orar y sentir el más alto de los estadios de paz que jamás había albergado. ¿Cómo recuperar ese camino extraviado? No podía acallar su propia voz que hervía en su sangre. No podía abandonarse a la comodidad del resguardo de la vida sacerdotal. Debía caminar en la oscuridad buscando prender una luz propia.