CAPÍTULO 7
El mejidor
Rosellón llegó a Agarión rodeado de un séquito peculiar compuesto en su mayoría por fieros soldados. En concreto, había un hombre distinto, que no se separaba de él y no tenía apariencia militar. Vestido siempre con ropas oscuras, normalmente provistas de capucha, su palidez sorprendía a simple vista. Tenía los ojos amarillentos como si padeciera alguna enfermedad típica de los bebedores, muy brillosos y propensos a lagrimear, de pupila azulada, fría. Su rostro poseía arrugas propias de una edad avanzada, pero su cabello no presentaba ni una sola cana, era oscuro y desagradaba contemplarlo, tan negro y lacio, creciendo en una piel blanca lechosa, moteada por pecas rojas.
—Tomei, acércate, deseo presentarte a mi querido amigo Bramán Ólcir, es un médico reputado aquí en Agarión. —Así mismo se dirigió hacia él para presentarlo—: Bramán este es nuestro aliado más ilustre, Tomei de Venteria.
Bramán retiró la capucha. Sus ojos azules eran muy pacíficos, aunque despidieran esa desconcertante gelidez. Tomei lo había tomado por un monje, por sus atuendos, hasta que se lo presentó Rosellón. La piel de su cara se replegó de forma extraña, provocando demasiadas arrugas como para tener la edad que aparentaba. Bramán sonreía como un anciano. Algo en su forma de conectar la mirada con esa sonrisa le dio a Tomei escalofríos.
—Bramán, además de médico, es un hechicero muy poderoso, Tomei. Sí, ya sé que un hombre de ciencia como tú no cree en esas cosas, pero te aseguro que es un mago muy valioso.
Apenas hablaba, pero el tal Bramán mostraba siempre modales exquisitos. Rosellón lo sentaba siempre a su derecha y le procuraba susurros a cada instante. Se instaló en la fortaleza, pero en una torre opuesta a donde estaban las dependencias de Tomei y los suyos, en la zona prohibida.
Tomei estaba un poco agobiado por la eternización del comienzo de su trabajo, así que, después de las primeras jornadas con Rosellón en palacio, decidió hablar en confianza con él. Bramán no parecía dispuesto a dejarlos a solas.
—No te preocupes, Tomei, Bramán es de mi entera confianza.
—Bien… sé que los trabajos en las minas están avanzados, aunque no he visto todavía el material que se usará para convertirse en hierro. Necesito que comprenda su señoría la importancia de este detalle. Lord Corvian, ¿cuál es el motivo de que no podamos visitar las minas?
—Tomei, Trescalio te impidió acudir a las minas porque no es un lugar seguro. Llevan mucho tiempo cerradas. No deseo que tus compañeros y tú corráis peligro alguno.
—Pero podría ir solamente yo…
—Eso sí que crearía inquietud en ellos. El rey eligió cuatro artistas, y no los escogió al azar, esos hombres no son fáciles de gobernar…
—Por ahora están siendo de gran ayuda —dijo mostrando a Rosellón los diseños de las estatuas que habían realizado en tan poco tiempo.
—Vaya, Tomei, parecen buenos diseños…
—¿Qué hay en las minas?
Tomei decidió adentrarse en el tema, un tanto oscuro de los alaridos.
—Mi señor, hay noches que, desde la balconada de mi habitación, sobre todo desde los aposentos de Zubilda, se escuchan alaridos, y juraría que provienen de la zona donde se ubica la entrada a las minas.
—Querido Tomei, ¿hablas en serio? El viento en estos parajes hace giros y puede contener el lamento de lobos o el bufido de alguna bestia. Te pasa eso porque aún desconoces los sonidos de Agarión…
—Puede ser, pero la sensación es espeluznante. Mi Lord, me preocupa sobre todo que el material que se esté extrayendo no sea de calidad suficiente. Si pudiera ir al menos un día para guiar a los capataces, para decirles que…
—No te preocupes por eso querido amigo, cada cosa a su tiempo —respondió Rosellón interrumpiendo a Tomei. Parecía ocupado en otros asuntos y sintió que le urgía abandonar esa conversación—. Disfrutemos esta noche de la fiesta que hemos organizado para inaugurar la apertura de las fraguas. Dile a tu hija que seleccione un baile adecuado, se ve que es una muchacha con buen gusto musical. Tendremos invitados ilustres.
Tomei no se fue satisfecho de su entrevista con el noble, pero tampoco tenía prisa por alcanzar todas las respuestas. Se montó una carpa, junto a la placeta enorme donde se ubicaban las fraguas. Aunque aún tuvieran que adecentarse mejor, aquellas viejas instalaciones se convertirían en el centro de la actividad. Rosellón inspeccionó los hornos en compañía de los artistas y, después, varios carromatos desembarcaron en los aledaños una montaña de mineral. Era la primera partida que salía de las minas para inaugurar simbólicamente el comienzo de las obras.
El sol buscaba ya refugio dejando oscuridad en los valles y la comitiva fue guiada por antorchas. Los nobles, que habían tenido poco tiempo de descanso después de su viaje, agradecieron el paso a la carpa para la cena. Entre ellos destacaba la presencia de Lord Perialter Decorio, probablemente el hombre más rico de Vestigia. Siempre andaba secando el sudor de su rostro con un pañuelo de seda. Tenía una esclava hermosísima dedicada en exclusiva al cuidado de esos paños y a procurárselos limpios junto a una sonrisa que él llamaba curativa. Eso mismo explicaba animadamente durante el banquete a sus compañeros de mesa.
Manjares, los mejores vinos, mientras bailarinas de Mesolia hacían las delicias de los comensales. Así estaba dispuesto el banquete para el agrado de todos, cuando sucedió algo inesperado. Se escucharon varios gritos provenientes de fuera de la carpa.
—¡A mí la guardia! ¡Detenedlo, no dejéis que entre en la carpa!
Un sonido de tijera, de ropa que se raja, se deslizó áspero y estridente por encima de sus cabezas. Una garra, como de un águila gigante rasgó la tela beige que servía de pared, con tres surcos afilados, justo por encima de la cabeza de Tomei. Se escuchó una respiración jadeante ronca, que soplaba a través de los ojales que el zarpazo había abierto. La respiración, taladrada por algo similar a un rugido despertó el temor y todos los comensales comenzaron a huir despavoridos. Los soldados que custodiaban la cena salieron en ayuda de quienes habían gritado.
Tomei buscó a su familia en mitad de la confusión. Zubilda estaba muy alejada, con los músicos, Miabel gritaba de terror junto a Elenia, la mujer de Fenerbel. Ellas estaban cerca de la salida y no tendrían problemas para escapar de allí. Un enorme bulto deformó el techo y la misma pared de lona donde apareciesen las uñas de aquella bestia. Los hierros y maderos con los que estaba sujeta la gran tienda se torcieron a punto de vencerse.
—¡Hija, ven conmigo! —gritó Tomei.
Sacó a Zubilda de la carpa y se reunieron con Miabel. Fenerbel abrazaba a su esposa y sus hijas tratando de ponerlas a salvo cuando les gritó.
—¡Aquí, amigo!
Fenerbel había detenido uno de los carros que se estaban llenando para evacuar.
—¡Llévalas al castillo! —gritó Tomei.
Subieron a las mujeres en el carruaje ayudados por tres cocineras que ocupaban el vagón de madera prestas a que otras personas las acompañasen para salir del peligro.
—Hay espacio, ¡subid vosotros también! —gritó Miabel.
—Voy a buscar a Loebles y Tondrián.
Su preocupación creció al comprobar que la estructura estaba derrumbándose lenta pero inexorablemente. Fenerbel lo acompañó rodeándola, hasta que, por fin, tuvieron una visión exacta de… aquella cosa.
De al menos seis metros de altura, Tomei trataba de razonar la fisonomía de aquella criatura que permanecía en una postura imposible, encaramada a la lona de color lechoso en la que ya había hecho numerosas aberturas con sus uñas. Tomei divisó a Loebles en la primera fila de espectadores. Avisó a Fenerbel y fueron hasta él.
—¡Loebles, salgamos de aquí!
—Es un demonio… —susurró Loebles que no podía dejar de mirar al engendro como si fuera una maravilla digna de elogio.
—¿Y Tondrián?
—No lo sé.
Encadenada por más de diez hombres que intentaban reducirla, la bestia poseía una cabeza sin pelo, donde las orejas eran como aletas de pez y sus ojos, desprovistos de párpados, giraban como los de un camaleón, naranjas, muy vivos. Tenía unas fauces extravagantes, viscosas. El maxilar superior, pese a sus dimensiones, parecía normal, pero el inferior se dividía en cientos de correas carnosas finalizadas cada una en un diente, algunos como ganchos. Estos apéndices los lanzaba y recogía constantemente. Esas cuerdas de carne medían no menos de tres metros una vez que el bicho las extendía. Tenía el cuello como de buitre con un buche muy gordo que recogía todas las correas carnosas y, aunque su fisionomía era parecida a la de un hombre sin piel, sus manos y brazos eran zarpas de pájaro de rapiña y sus pies… de rodilla para abajo eran dos inmensas pinzas de cangrejo sostenidas por infinidad de patas largas y oscuras, también semejantes a las de los crustáceos y arácnidos.
Ante la mirada estupefacta de Tomei, Bramán entró en escena acompañado de dos hombres armados con arcos de guerra. El hechicero se acercó a los soldados que contenían a la bestia con las cadenas. Les dio instrucciones. No parecía asustado. Las pinzas de aquello estuvieron a punto de capturar a uno de los guardias cuando Bramán lo obligó a tirar de la cadena. El ruido seco de la pinza cerrándose sin presa, propagó un respingo entre todos los que se atrevían todavía a mirar a la criatura.
—¿Qué hace ese? —preguntó Loebles.
—Para matar a ese bicho habrá que usar algo más poderoso que unas flechas.
Entonces Bramán alcanzó una flecha de la aljaba de uno de sus hombres e hizo varios movimientos con la mano que le quedaba libre. La punta de la flecha emitió un destello ligero de luz y se apagó.
—Señores, lo tenemos controlado. Por favor, regresen a palacio —les dijo uno de los guardias. Tomei deseaba ver el resultado de aquella artimaña de Bramán. La flecha voló hacia la bestia y pudieron contemplar cómo al clavarse en uno de sus costados, se le propagaban por medio cuerpo unas llamas verdes. La criatura emitió un chillido ensordecedor. Los guardias no les dejaron ver nada más.
—¿Qué era esa cosa? —preguntó Loebles en el carruaje, mientras soportaban los baches del camino de regreso a la fortaleza negra.
—No tengo ni idea —dijo Tomei.
—Yo sí sé lo que es. Es un mejidor, un demonio compuesto —explicó Fenerbel.
—¿Un demonio compuesto?
—Según dicen mis pobres conocimientos sobre mitología, un mejidor es la unión de varios demonios, así que, para eliminarlo, se deben matar cada uno de los demonios que lo integran.
—¿Y qué hace un bicho semejante aquí?
Esa era la pregunta más importante de todas. No tenía respuesta, pero Fenerbel se aventuró a idear una.
—Supongo que la construcción de esos monumentos de adoración a los dioses no satisface a los demonios…
—O no satisface a los dioses, y nos envían demonios. Los diablos son esbirros, criaturas inferiores a los dioses… —matizó Loebles.
—Señores, por favor, no creo en esas disquisiciones mitológicas… Esa criatura estaría dormida durante años en las cuevas de esta sierra. La fiesta o los trabajos en las minas lo habrá despertado.
—¿Es por eso por lo que no nos dejan ir a las minas? ¿Por qué hay bichos de esos?
—Esto no puede ser un buen augurio.
—Amigos —intervino Tomei—, somos hombres de arte pero también de ciencia. Esa criatura sangraba. No se trata de un augurio. Es un ser olvidado que ha visto la luz del mundo y se precipitó fuera en el lugar equivocado, que esto no nuble nuestro entendimiento.
Tomei sintió el pánico en sus compañeros. Tenían el mismo miedo que lo poseía a él. Entrada la noche, después de debatir una y otra vez el asunto con gentes del castillo, sobre todo con algunos familiares de los invitados de Rosellón que habían permanecido en la fortaleza y no asistieron a la cena, Tomei decidió regresar a sus aposentos. Los nobles los acribillaban a preguntas sobre aquel ser que no habían podido contemplar y le hastiaba repetir una y otra vez la misma descripción.
Tenía hambre, no había llegado a probar bocado en el banquete así que decidió visitar las cocinas para pedir un botijo con agua fresca y algo frío. Detectó luz en una de las bodegas junto a las cocinas. Se acercó por saber si en la confusión de aquella noche alguien había dejado velas encendidas. Cruzó una salita de mármol con banquetas para esperar las recepciones y desde allí pudo ver cómo Rosellón dialogaba con otra persona a la luz algo pobre de un candil. Agudizó el oído.
—¡Ha podido morir gente! —exclamaba Rosellón manteniendo la voz baja, pero insuflando ira a sus palabras.
—Lo sé, el mejidor parecía sin vida, llevaba muerto bastante tiempo, apareció en las primeras fases del conjuro…
—¿Cómo escapó de las minas?
—No lo sé. Según mis hombres hacía días que no se movía. Debió de despertar y pudo soltarse de las cadenas. Hemos logrado matarlo.