CAPÍTULO 35

La fe

—Eso es lo que dicen los muros sagrados sobre el pacto… lo que leíste…

Lorkun estaba maravillado. Mialco había tenido tiempo de memorizar aquellos escritos a lo largo de los años, conviviendo en aquel lugar con lo sagrado día a día. Escuchar de sus labios con esa voz severa aquellas palabras místicas que no sabía muy bien cómo interpretar, fue un momento reparador.

—Sí. Bueno, confieso que no descendí hasta la última línea… pero sí, esa es la fuente de todos mi desvelos.

—Debes plantearte, Lorkun, que esos muros no fueron construidos para que todas las gentes los contemplaran. Si nuestro entendimiento formado a lo largo de los años, no acierta del todo a dar comprensión a cada frase de ese misterio, ¿cómo hacer para que la plebe lo comprenda?

En cierto modo Lorkun no lo veía tan complicado. Sí, había algunas palabras, algunas frases encriptadas por el propio lenguaje, pero el sentido del conjunto lo veía nítidamente y le daba miedo.

—Mialco, precisamente lo que alcanza mi razón a entender de ese texto es lo que me trae en vigilia desde que entró en mi cabeza. Toda mi vida he perseguido objetivos muy claros. Cuando era soldado tenía un propósito: victorias para mi rey. Después la guerra, mi desgracia —dijo señalando su ojo— me hundió en la depresión y pensé que no había más camino que el de la oración. En las enseñanzas del dios Huidón encontré la paz, el camino en sus enseñanzas sobre cómo vivir, pero ahora, ¿cómo seguir los dictados de ese dogma, de cualquier dogma que nos dice cómo actuar ante la mirada de los dioses si los dioses no nos miran?

—Vuelvo a recordarte, querido amigo, mis palabras. Ese texto no está preparado para ser leído por cualquiera. Lo que tú crees inmediatamente que ahí es referido puede que no sea la verdad. El misterio de la sala, de las pruebas, el misterio en sí de la vida, Lorkun, no puedo yo ni ningún otro ser humano alcanzarlo. Pero en ese pacto yo veo un acto de amor. Sí. Un acto de amor de los dioses con los seres a los que aman. Si atiendes bien a la literalidad, dice cinco templos, cinco estirpes, cinco logias. ¿Acaso no está el propio pacto reconociendo la necesidad del credo?

—¿Pero acaso el credo es verdadero si se sustenta en el vacío?

—¿Es vacío para ti? Te pondré un ejemplo, querido amigo. Cuando un niño es advertido por su padre, cuando recibe todos los consejos que fundarán su personalidad, ¿podrías decir que su padre deja de estar pendiente de él, si el resto de su vida no está presente en cada uno de sus avances? ¿Acaso el hijo deja de tener una obligación para con el padre? ¿Acaso el padre se desentiende del hijo?

Lorkun meditó aquel ejemplo.

—Supongo que no…

—¿Acaso no son los dogmas y los ritos la sabiduría que hace visibles a los dioses, querido Lorkun, pese a que no podamos verlos?

Comenzaba a comprender lo que deseaba decirle el sacerdote, pero aun así, para Lorkun era muy duro aceptar aquello.

—Además hay otra cuestión. Lo que ahí está escrito tiene la intención, la finalidad precisa de causar el efecto que está causando en ti. Yo creo que es una prueba más a la que nuestro querido dios Kermes nos somete.

Ahora sí que las palabras de Mialco lo desconcertaron.

—¿Quieres decir que puede que no sea del todo cierto?

—No, pero sí que digo que, en sí mismo, este templo forma parte del misterio. ¿Recuerdas el fuego fatuo? La llama que habita la sala secreta y que puedes manejar con los brazos.

—Sí…

—Ese fuego milenario lleva prendido siglos, sin agotarse. Esa es la auténtica Llama Eterna de Kermes. ¿Realmente piensas que los dioses nos han abandonado? ¿Acaso una sola de las cosas que conforman el equilibrio de nuestra vida, el tejido perfecto del universo, acaso una sola se ha deshilachado? ¿Se ha caído alguna estrella del cielo? Nuestro equilibrio sigue intacto… ¿Quién lo sostiene?

Eran preguntas que comenzaron a provocar en su cabeza un latido doloroso.

—No sé…

—Lorkun Detroy, es bueno que dudes. Es bueno que te preguntes las cosas, lo que sientas, lo que te dicte tu fe o tu propia convicción. Tú que has pasado las pruebas…, será el camino correcto. Así lo quieren los dioses.

—¿Qué quieren de mí?

—La respuesta está precisamente en ti.

Lorkun se levantó y se asomó a la balaustrada como si buscase la respuesta en aquel paraje idílico que hacía a su ojo único descender por los muros del templo hacia las playas y los acantilados, volúmenes y oscuridad complementarios en una visión abrupta.

—Mialco, creo que el Pacto de las Cinco Montañas está roto… —dijo sin mirar al Sumo Sacerdote.

Aquella frase sorprendió a Mialco.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Están sucediendo cosas extrañas. Un hombre controlaba a los noctilos, silach, como si fueran bestias a su cargo. Lo vi personalmente, no se trata de un rumor para asustar a crédulos ignorantes. La maldición ¿acaso no rompe el pacto…? ¿No dice expresamente en el pacto que los hombres deben dejar de ser siervos? Así se referían en los textos antiguos a los silach. Los siervos. Ese fue el motivo por el que acudí en mi primera visita al templo, para lograr extraer de la cámara sagrada la solución a la transformación monstruosa. No tengo idea de qué está por venir, pero con tres o cuatro de esas bestias se podrían contaminar a muchos. La maldición rompe el pacto: «que los siervos sean humanos de nuevo y que los humanos sean libres».

—Lorkun, si lo que dices es cierto, ahí tienes la respuesta a tu pregunta.

Se giró y le suplicó más claridad guardando un silencio espacioso para que Mialco expusiera su pensamiento.

—Querido amigo… —El Sumo Sacerdote también dejó la silla y lo acompañó en el borde de la torre— preguntabas ¿qué quieren de ti? Tal vez sea esto. Tal vez pudiste resolver todas las pruebas precisamente porque debías ser tú, Lorkun Detroy, quien regresara con el remedio a la maldición para lograr compensar esa fractura del Pacto. Lo que no comprendo es cómo han podido usar la maldición silach. No se trata de un conjuro o una pócima que se pueda conjugar, solo los dioses pueden engendrarla.

Lorkun le explicó su teoría.

—Cuando estuve allí, en Sumetra, descubrí un templo antiguo. Parecía ser anterior a la era de los nurales, y pensé que tal vez aquel lugar estuviera protegido por esbirros de los dioses. De esa forma se toparon con la maldición casi sin pretenderlo. Había silach protegiendo el templo, tal y como desearon los dioses.

—Si lo que dices es cierto, ese templo es más antiguo incluso que este, querido amigo.

—Ahora saben que yo poseo el remedio, y si habéis sido atacados, ese barco en llamas demuestra que Lord Rosellón Corvian no se detendrá hasta controlar este templo. Me siguió la pista, sin desearlo os he puesto en peligro.

—Las maldiciones silach siempre fueron la forma que los dioses tenían de controlarnos para realizar sus obras. Después nos enseñaron doctrinas, sí, todo lo que ahora tú te cuestionas, nuestra tradición religiosa viene de esos tiempos en los que los dioses nos enseñaron a ser libres. Así, sin necesidad de esclavizarnos ya con las maldiciones silach, pudimos servirlos y amarlos. ¿Acaso ese hombre se cree un dios? ¿Piensa poder manipular a los hombres con la mano de los dioses? Está equivocado.

—Sí. El poder engendra siempre tentativas funestas. Si el pacto está roto, ¿qué hacer?

—El pacto es un acto de dioses. Ni tú ni yo sabemos qué consideración tiene ese hecho que apuntas. ¿Quién ha roto el pacto? ¿Piensas que alguno de los dioses ha virado su rostro para manipularnos?

—Podría ser… Senitra es la madre de los noctilos…

—Tal vez es simplemente un acto de hombres. De todas formas mantenme informado de todo cuanto suceda, Lorkun. Cuando pasaste las pruebas, mis temores eran grandes. No te conocía bien. Sabía que tu hazaña acabaría por alterar el equilibrio del que disfrutábamos, no me malinterpretes, no te adjudico la responsabilidad de lo que sucede, pero estos poderes llevaban muchos años olvidados, ocultos, y ahora serán codiciados. La vieja Guerra de la Luz no ha enseñado nada a los hombres. Olvidamos rápido las calamidades cuando tenemos alimento y bienestar.

—Bien dicho.

Lorkun pensó contarle también la milagrosa aparición de Ziben, salvando la vida de Remo en el agua hirviendo… apoyaría más su teoría de que el pacto de las Cinco Montañas estaba roto y de que fuerzas exteriores estaban influyendo en el devenir de los humanos. Sin embargo prefirió dejarlo para más adelante. Para ser una primera charla había numerosos puntos de reflexión, bastantes razonamientos que deseaba analizar con tranquilidad.

El sonido de las olas del mar fatigando las rocas de los acantilados fue traído por los vientos y el diálogo cesó. La naturaleza nocturna los dejó en silencio hasta que Mialco sacó de sus cavilaciones a Lorkun con estas palabras:

—Estarás cansado, espero que mañana me acompañes para el almuerzo.

—Lo haré con mucho gusto, señor.

Mialco le dedicó una sonrisa y lo invitó a descender por la escalera. Lorkun necesitaba hablar más con él. No se había quedado satisfecho con aquel encuentro. No comprendía algunas cosas que, para Mialco, parecían sencillas, pero por hoy había sido más que suficiente.

Pasaron días muy instructivos para Lorkun. Por las mañanas se levantaba temprano y acudía a las ceremonias de los peregrinos acompañado por Nila. Cuando caía el sol y Mialco se despedía de los peregrinos, se citaba con él en la torre y juntos subían la escalera para entablar conversaciones fecundas.

Nila se propuso mostrarle toda la isla y cuando terminaron los actos de la ceremonia de la llama Eterna, Lorkun la acompañó a numerosas excursiones. Con las luces calmas del alba la mujer venía a sus aposentos a despertarlo. Traía una saca con víveres frescos. Manzanas, naranjas, todo lo que cultivaban en los aledaños del templo era de una calidad exquisita. Caminaban en silencio y cada día abandonaban el templo por un lugar distinto. Nila lo guiaba por senderos, a buen paso. En su segunda salida se bañaron en el río musculoso que terminaba en cascadas en las faldas de la montaña donde nacía, cuando no era más que un arroyo plácido. Lorkun miraba a Nila y sentía que le pinchaban las entrañas. Convirtieron ese baño en un ritual. Sí, antes del desayuno y la exploración nueva del día… disfrutaban de las aguas heladas. Fueron muchas las situaciones y los momentos en los que dispusieron de intimidad, de miradas intensas, de palabras sinceras, y pese a que ninguno decía lo más mínimo a propósito de la atracción evidente que había entre ambos, no podían dejar de verse y recorrer juntos bosques y peñascos. Era muy adictiva la isla de Azalea para Lorkun. Acaso poseía todo cuando había soñado.

Ni él ni la bella Nila ni tan siquiera Mialco, cuya sabiduría cada día parecía más profunda, ninguno podía imaginarse siquiera que faltaba poco para el terror. No tenían servicio de correo ni palomas mensajeras, por tanto desconocían lo que estaba sucediendo en Vestigia. La isla de Azalea era un punto calmo, un lugar de descanso y espiritualidad, pero la guerra también lo encontró, si cabe, de una forma más monstruosa que en Vestigia.