CAPÍTULO 52

El horror de Agarión

Rosellón partió al amanecer del segundo día tras la victoria de Lamonien. Había rumores de todo tipo que explicaban su marcha apresurada. Unos decían que había embajadores de varias naciones extranjeras que deseaban entrevistarse con él en Nurín, pues deseaban conocer a quien podría dirigir los destinos de Vestigia. El optimismo de la victoria traía ese tipo de habladurías sin sentido. Aunque se habían enviado palomas mensajeras a distintos lugares, Tomei sabía que la información tardaba más en tener esos efectos. La verdadera causa de la marcha de Rosellón fue la de visitar personalmente la isla de Azalea. Partió con Bramán hacia Nurín, para embarcarse hacia la isla.

Mientras tanto, las tropas levantaron el campamento y regresaron hacia las arboledas. Las aldeas, los pueblos que cruzaban, todos sin excepción conocían el resultado de la batalla, después de la información de muchos proveedores y comerciantes con los que habían negociado. En toda la región, con aquella victoria, se quitaron los estandartes de Vestigia de los puestos de mando. Los alguaciles rindieron pleitesía al caudillo de Agarión, y muchos voluntarios, libres y esclavos, se presentaron para engrosar las tropas negras.

No se distrajo Tomei con la pompa de las celebraciones. Ni tampoco con los agasajos y los cánticos por las calles de Agarión. Blecsáder, que se había quedado al mando del ejército, concentró al grueso de las tropas en los bosques junto al valle donde se levantaba la ciudad, a la espera del regreso de Rosellón. Ordenó a los oficiales y lugartenientes del ejército acompañarlo para darse un baño de multitudes en Agarión, y fomentar de este modo la moral de sus gentes.

El espectáculo central de todas las ceremonias fue el desfile de los prisioneros capturados en Lamonien. Paseó la hilera de encadenados por la arteria principal de la ciudad. Tomei accedió ir con él y fingió la misma alegría que poseía todo el mundo. Trescalio había organizado multitudes en las calles con canastos llenos de flores para rociar a los combatientes. Habían tardado media mañana en limpiar sus armaduras antes de penetrar en la ciudad.

—Todo es apariencia, Tomei. El pueblo necesita caballeros aseados, iconos en los que proyectar sus sueños.

Cuando comenzó el desfile de prisioneros, le comunicó a Blecsáder que iría a ver a su familia al castillo en la montaña. Guio a su caballo por las cuestas empinadas y, desde la distancia, le vino el eco de las risas, del jolgorio reinante en la ciudad. En la fortaleza lo recibieron con flores parecidas a las que ya le habían llovido en la ciudad. Zubilda le regaló una corona de orquídeas y rosas que bien tuvo que costarle confeccionar, y Miabel le mostró varios trajes de seda a los que había realizado bordados en oro y plata. Lo ensalzaron como a un héroe.

—Los vestirás cuando seas un noble importante en la nueva Vestigia.

Sonrió detestando su propia sonrisa. La nueva Vestigia estaba costando tanta sangre que olía a muerto, pensó Tomei. Le desagradó que precisamente su familia estuviera tan acomodada en la idea de la rebelión. Realmente era él quien lo había provocado. Tomei le había insistido mucho a Miabel sobre el gran proyecto que sería edificar la nación después de la revuelta, le había vendido una y otra vez la idea de la buena disposición de Rosellón para un gobierno diferente. Y ahora ella estaba contenta, no podía imaginarse siquiera el río de sangre que nacía de las manos de su marido. Tomei necesitaba recuperar su fe en las convicciones que había amañado en su conciencia. Necesitaba pensar en ese futuro prometedor. Sin embargo, no podía. Las noches después de la batalla no había podido conciliar el sueño. Las pesadillas, cada vez más retorcidas, lo arrojaban a la realidad, sudoroso y lleno de angustia.

—Lamonien es la prueba de que puede hacerse. ¡Habéis vencido, habéis logrado prevalecer porque los dioses están con vosotros! —gritó Zubilda llena de júbilo. Se asomaba a los balcones para ver a los oficiales pasear sus armaduras.

El general Sebla narraba una y otra vez el combate a caballo, y la estrategia con la que su padre había logrado que las tropas de Rosellón cercaran a las del rey. Ella lo seguía como espectadora, salón a salón, donde se organizaban encuentros para almuerzos, cafés, recepciones de nobleza y personalidades de Agarión, que se acercaron a la fortaleza de Agar después de ver el desfile de la ciudad. Zubilda le ofrecía frutas al joven general, a cambio de historias.

Hastiado de todo eso, Tomei, después de charlar con Trescalio decidió retirarse a sus aposentos para descansar. Le pedían también a él que narrase una y otra vez la historia de la batalla, sobre todo que explicara aquel plan que él mismo había diseñado para vencer a campo abierto a las tropas del rey. Declinó la oferta para acudir a la cena. Declinó todas las ofertas para los próximos días. Según tenía entendido Rosellón volvería en breve de su viaje y comandaría las tropas hacia una nueva victoria. La ciudad de Debindel era su objetivo. Para ello el grueso de las tropas se había quedado en los bosques, con la finalidad de construir maquinaria de asalto. Preparar el asedio al castillo de Debindel sería costoso. Se negó a acudir a las reuniones de estrategia planificadas por Blecsáder. Le dijo escuetamente que estaba indispuesto. Se encerró en su habitación con su esposa, mirando por las ventanas el ocaso y el amanecer.

Tomei buscó a su hija después de una cena que se dio a la segunda semana de su regreso. La habían llamado «cena de homenaje», como si todo cuanto se venía haciendo fuera otra cosa. La niña estaba acompañada por la hija de Fenerbel, sentadas en un abrazo mutuo escuchando las historias de Sebla. Cuando vio que su padre la llamaba a solas puso una cara extraña, como avergonzada.

—Hija, ¿qué tienes? Tu madre me ha dicho que no has terminado las tareas de bordado, que no te interesas por las clases de la señora Osfud, que has faltado a las oraciones y rituales.

—Padre, creo que es mucho más instructivo escuchar todo lo referente a la guerra, el mundo está cambiando en este momento, no son historias sobre hechos pasados, ni leyendas antiguas… mi padre está obrando ese cambio. Además… —Ahora la chica se puso colorada, roja como jamás la viera su padre.

—Padre, el general Sebla nos ha invitado personalmente a la cena.

Tomei no tenía tiempo ahora para ver que su hija, su niña, ya no era una niña que se pudiera contentar con clases de institutriz, enclaustrada en un palacio. Tomei se sintió desbordado, como si hubiera perdido el hilo de lo que sucedía en su familia.

—Está bien, pero no te acuestes tarde.

Tomei se interesó por los prisioneros. Sabía que los habían hecho desfilar por toda la ciudad de Agarión. La comitiva de la vergüenza, del deshonor. Detestaba aquellas formas humillantes. No iba en consonancia con la idea reformista con la que Rosellón había iniciado toda aquella revolución. Los rociaron con harina y estrellaron miles de huevos podridos en sus cuerpos a su paso por toda la ciudad. Una ciudad enaltecida, colmada de orgullo y con la razón nublada por una victoria que, a priori, parecía imposible. ¿Pero dónde estaban los prisioneros?

Tomei interpeló a uno de los capitanes de Sebla que encontró desayunando en palacio.

—La orden es que fueran llevados a las minas.

Las minas…

De nuevo las sombras. Tomei se sentía haciendo equilibrios en una piedra circundado por un río de oscuridad. Había apoyado a Rosellón desde el principio. Lo hizo por lealtad. Pero cada secreto, cada misterio, cada horror que descubría conforme la guerra se hacía una realidad, mancillaban el buen criterio con el que él había accedido a apoyarlo. Se sentía sucio después de aquella batalla, después de ver cómo habían sacrificado como a animales a muchos de los prisioneros.

—Son consecuencias de la guerra, es lo normal. Ellos no harían cosa distinta. No tenemos capacidad para sustentar a tantos.

Eso es lo que había dicho Blecsáder mientras ordenaba aquellas atrocidades. Tomei, pese a la distancia desde la que había contemplado la batalla, había visto a destacamentos enteros de las tropas del rey pedir clemencia, rendición, y los habían aniquilado.

Se acabó, se dijo, había llegado el momento de saber qué era lo que Rosellón guardaba en las minas.

Dejó su caballo amarrado a un poste donde una notificación real señalizó la clausura de las minas varios años atrás. La noche era perfecta, con una luna enorme que alumbraba la boca por la que se penetraba al interior de la montaña. Había dos guardias custodiando la entrada.

—Vengo a visitar la mina para ver cómo va todo con los prisioneros.

—¿Quién te envía? ¿Quién es vuestra merced?

Los guardias le habían dado el alto nada más verlo. En sus caras había duda, pero por la vestimenta rica supusieron que debía ser gente importante. Tomei no sabía si identificarse o no. Rosellón parecía inflexible en cuanto a dejarle controlar las minas y no era amigo de explicar sus motivos. Parecía ya cuestión de orgullo y Tomei de Venteria también tenía mucho orgullo. Habían sucedido ya demasiadas cosas extrañas. Llevaba años soportando la necesidad de ver con sus propios ojos qué escondía Rosellón Corvian en aquellas minas…

—Sirvo a Blecsáder.

—¿Blecsáder? —preguntó el otro guardia. Recibió un golpecito amistoso en el hombro, de su compañero, mientras decía.

—El de Nuralia.

—Está bien, ¿qué necesita?

—Ver las minas, ¿me las mostráis?

Se miraron.

—Tú quédate aquí, yo seré el guía; mi turno estaba terminando.

El soldado parecía querer agradar a Blecsáder. Tomei se preguntaba siempre quién era realmente Blecsáder y la influencia que tenía sobre Rosellón.

Marcharon por un túnel amplio, comentando cosas como la orientación de la mina, la utilidad de los aparejos que fueron encontrando por el camino.

—¿Qué quiere ver primero? ¿Los túneles? ¿Las celdas de los prisioneros?

Asintió dejando a su guía decidir el sentido de su afirmación silenciosa.

Avanzaron a buen paso descendiendo por otro corredor. El camino era largo y comenzaron a sentir el agobio de la profundidad. Hacía más calor conforme descendían, hasta llegar a una gran estancia alumbrada por muchas antorchas. En ella había multitud de túneles.

—¿Aquí es donde se saca la piedra?

—No, no, esta parte de la mina no se usa para el mineral. Si quiere volvemos al principio y le muestro los túneles de extracción…

Tomei sintió que se le aceleraba el corazón. ¿Qué demonios se hacía en esa parte de las minas?

—Ya que estamos aquí, primero enséñame esto —contestó como si no tuviera relevancia hacer una cosa o la otra.

El soldado explicó cómo extraían el mineral en la otra vertiente de las cuevas. Insistía en la posibilidad de volver y empezar por ahí. Tomei comenzaba a tranquilizarse por la apatía con la que emitía sus explicaciones aquel soldado… hasta que se escuchó…

—¡Uuuuuuuuauuaaaaaaaaaaaah! ¡UuuuuuJyiiiiiiihhh!

Era un alarido como de un animal moribundo, y estaba acotado. Era un grito que les llegaba amortiguado en un encierro de piedra. Lo más escalofriante no era el fenómeno en sí. Tomei se preocupó más al ver la indiferencia que suscitaba en el guardia. El tipo estaba acostumbrado a oírlo.

—Supongo que si ha venido hasta aquí, es para ver las granjas… ¿no?

Tomei tragó saliva con dificultad.

—Sí, claro… —dijo el arquitecto.

—Pues eso es por aquí.

Lo siguió regresando por el mismo túnel hasta una bifurcación distinta que antes les había pasado desapercibida. La galería se estrechaba mucho hasta que tuvieron que avanzar de perfil. Encontraron varios cortinajes compuestos por lonas de cuero.

—Al principio, cuando la mina estaba abandonada, Bramán usaba las galerías de fuera para sus experimentos. Algunas «cosas», armaban bastante jaleo, se escuchaban alaridos en todo el valle. Seguro que lo oíais en el castillo. Después se ordenó trasladarla más adentro y los sonidos se fueron tapando mejor. Cuando Blecsáder vino con… ya sabes… se decidió poner estas lonas que detienen bastante el ruido.

Apartaban las pieles cada diez metros. Tomei no escuchaba nada fuera de lo normal.

—Sí, no solo tuvimos que poner estas lonas aquí. Fue una obra complicada tapar los agujeros del techo en la gran bóveda. Pero es que estos no se callan, siempre están armando jaleo por cualquier cosa. Mire, allí están las jaulas de los prisioneros.

En una estancia de techo más alto, Tomei al fin pudo ver, alumbrada por cinco antorchas, una reja metálica tras la cual era posible divisar una turba humana. Cientos de hombres amontonados sin mucho espacio.

—Vamos a buen ritmo… pronto podrán estar más cómodos.

Apenas el hombre se acercó con la antorcha, todos intentaron correr hacia la oscuridad. Se agarraban unos a otros, jadeaban, rompían a llorar.

—¡Atrás, atrás…, a mí no…, dejadme pasar!

Esos gritos se repetían una y otra vez. La estancia de piedra era más profunda de lo que permitía adivinar aquella verja, y los cuerpos desnudos de los prisioneros lograron alejarse lo menos diez metros de los barrotes metálicos.

—¿Cuántos hay?

—En esta granja creo que quinientos.

A Tomei se le ocurrían muchas preguntas, pero intentaba disimular su ignorancia radical sobre el hacinamiento de los presos.

—¿Qué comen estos perros? —preguntó fingiendo desprecio, mientras sus intestinos se doblaban de dolor por oír sus propias palabras.

—Bua… pan rancio, agua, no es muy importante lo que comen antes de que… ya sabe. Pero venga, vayamos a lo interesante.

Sentía miedo, esa era la verdad, pero no se iría de la mina sin saber qué les pasaría a esos hombres. Siguió al centinela hacia uno de aquellos túneles. En el suelo había rastros de algo oscuro.

—¿Es sangre?

—Sí, a veces no es fácil lidiar con ellos.

Comenzó a escucharse un rumor. Continuado, misterioso, como un siseo de serpiente, mezclado con el maullar de un gato herido. El corazón de Tomei se aceleraba con cada paso acercándose a lo desconocido. Por fin, el pasillo se ampliaba hasta una puerta natural que no era otra cosa que una cancela revestida con pieles. Olía mal. El centinela abrió una de las hojas de la cancela e invitó a Tomei a pasar.

—Bienvenido a la granja. Hay tres como esta en toda la mina —dijo el guía, ahora bajando mucho el tono de voz.

La oscuridad era total en la granja. No había pebeteros ni cirios o antorchas. Al principio pensó que se encontraban ante una gran veta de piedras preciosas que, ante la luz de las antorchas que ellos portaban, emitían destellos reflejando la luz. Debía ser una caverna realmente grande porque no se mostraban aun los límites de piedra de la estancia.

—No se ve gran cosa… —comentó Tomei en voz muy baja. Un olor fuerte, como a óxido y sudor, se le metió en la nariz.

—Sí, ahora enciendo más fuegos, tened cuidado, señor, hay grilletes, cadenas. Mejor no ande mucho hasta que pueda ver mejor.

En el suelo había restos de utensilios extraños. Pinzas de hierro, infinidad de grilletes, manchas oscuras, viscosas. Una hilera de sillas pesadas dispuestas hacia lo oscuro, provistas de sujeciones metálicas para aprisionar a quien quiera que se sentase.

—¿Es oro?

El resplandor que tenía enfrente lo inquietaba. No era oro, ni piedras preciosas. Deseaba pensar que era algún mineral extraño al que la luz de las antorchas en la inmensidad de aquella caverna le despertaba destellos lejanos, pero se tapó la boca cuando comprendió que… aquello se movía.

—¡Se mueven! —exclamó conteniendo la intensidad de la voz.

Por fin comprendió lo que eran aquellas lucecitas. Ojos, cientos, miles de ojos. Después de sus palabras no tardaron en crecer alaridos que retumbaron por doquier, rebotando en la gran estancia.

—¡Aullad, perros! —gritó el guardia divertido y lanzó su antorcha lejos, hacia las paredes indefinidas.

Cuando la antorcha finalizó su vuelo, desmayada en la enorme placeta, ante sus ojos aterrados pudo distinguir miles de criaturas encerradas en jaulas. Cientos de seres nervudos cuyos ojos emitían aquellos destellos. Comenzaron a rugir y aullar como aves, como cerdos salvajes, como perros enfermos de rabia. Alargaban sus zarpas, se peleaban unos con otros. Una turba de sombras y demonios mezclados por la oscuridad. Tomei, incrédulo, se acercó tropezando con varias cadenas en el suelo. Comprendió por qué Rosellón no quería que se acercasen a las minas. Sintió un escalofrío y el miedo se apoderó de él. Un miedo cortante que aquellas bestias parecían oler.

—Necesito salir a respirar —suplicó Tomei.

—Claro, señor, sígame.

Cuando Tomei subió a su caballo y emprendió camino de regreso al castillo negro se sintió enfermo. Pensó en Miabel y en su hija Zubilda, las fijó en su cavilar como una guía de luz. Cada metro que lo separaba de las minas lo hacía sentirse mejor. Era tan horrible lo que estaba incubándose bajo tierra, que se vio incapaz de luchar contra ello. Pensó que él era sólo un hombre y no podía hacer nada para reparar todo lo que sucedía. Acaso él, encerrado en una torre como estaba Tondrián, habría impedido aquella atrocidad. ¿Importaba la batalla de Lamonien? Ahora vio relativo aquel desastre. Rosellón estaba reservándose su auténtica capacidad destructora. La batalla, como tantas otras cosas, era la apariencia de un horror que pronto tendría luz, y Tomei había contribuido y no veía la forma de desandar ese camino. Abrumado, confuso, se dirigía por el sendero hacia la fortaleza negra. Las púas de sus murallas en la distancia no eran sino pinchos, pinchos para agredir. Rosellón era un ser frío, tenebroso, que jugaba con fuerzas oscuras para conseguir un objetivo cada vez más nublado para Tomei. Nada tenía que ver con aquel amigo, su salvador hacía años. ¿Acaso desde el principio solo había visto en Tomei la herramienta que le faltaba en su orquestación de aquella revuelta imparable? Tal y como había sugerido Fenerbel, ellos estaban ahí para conseguir que Rosellón abriera las minas y lograse armar así su ejército. Recordó que la obra de los cinco colosos para Rosellón se había convertido en algo clave, importante, hasta el punto de advertirle que realizando una buena tarea se compensaría el gran favor que le había hecho con la curación de Miabel. Recordó que para el general fue un contratiempo que contratasen a los demás arquitectos. Estaba claro, Rosellón pretendía llevar a cabo su levantamiento y sabía que podría manejar a Tomei.

Regresó al castillo con la cabeza nublada. Saturado. Deseaba descansar. Entregó las bridas de su caballo a un mozo, desatascó uno a uno los dedos de sus guantes y suspiró mientras subía los peldaños hacia los patios interiores. Allí se preparaban las viandas para la cena que tendría lugar en el salón de las estatuas. Tomei evitó el saludo a Blecsáder y Sebla que ahora descendían los peldaños que tenía enfrente. Giró sobre sus talones hacia la derecha y se perdió escalera arriba, por las que ascendían al ala sur.

De regreso en sus aposentos después de caminar por el corredor, sin levantar la vista de sus pasos, escuchó unas risas salir de la puerta. Miabel le tenía preparada una sorpresa. Tomei, nada más cruzar el umbral, fue sorprendido por dos esclavas hermosas que lo condujeron hacia la estancia del baño. Allí, sumergida en una tina más grande de lo habitual, estaba Miabel rodeada de pétalos de rosa. Olía a perfume y la temperatura era cálida, agradable.

—Mi preciado esposo, olvida la guerra, olvida lo que tus ojos hayan podido ver en esa batalla.

—Vosotras, ¿no sois libertas? —le preguntó a las esclavas, sorprendido de verlas manteniendo los hierros de posesión en forma de argolla dorada circundando el cuello.

—Estamos voluntariamente al servicio de nuestro señor Rosellón. Nos ofreció la libertad y la rechazamos.

Las esclavas lo desnudaron. Entró con su ayuda en aquella pequeña piscina de agua cálida. Cuando estuvo sumergido suplicó precisamente por eso que Miabel le había sugerido…, olvidar.

—¿Cuándo hemos adquirido esta magnífica bañera?

—Es un regalo de nuestro anfitrión y futuro rey, Lord Rosellón Corvian, querido. Cada vez te tiene en mejor estima. Te confieso que, al principio, cuando con palabras cautas me explicaste el lío donde nos habíamos metido, pensé sin lugar a dudas que trabajabas para él porque me salvó la vida, por pagar la deuda que tenías con él por mi culpa.

Miabel detuvo sus palabras emocionada hasta que las esclavas se marcharon, después de que reparasen el encendido de un incensario anclado en la pared.

—Pero ahora, querido esposo, ahora entiendo que fuiste un visionario. Que elegiste el mejor bando. Esta victoria lo confirma. Nunca entendí mucho de política y jamás presté atención a las conversaciones que manteníais en los jardines después de aquellas cenas lujosas en la mansión de Venteria, pero ahora, Tomei, estoy ilusionada, sueño con ese futuro. Quizá tengas un puesto importante y nuestra hija llegue a ser pretendida por nobles y príncipes extranjeros.

Tomei sintió desamparo e incapacidad.

—Miabel… —susurró perdido en el brillo de los ojos de su esposa, mientras el agua caliente de aquella tina inutilizaba su ingenio y sensatez—. No hay que exagerar. No sabemos lo que puede deparar el futuro.

Ella asintió como una niña y hundió la cabeza en el agua caliente, creando un cerco en los pétalos de rosa, hasta emerger estirando su cabello por la presa que le hacía el peso del agua.

Tomei se sentía como un capitán de barco que sabe que irán a pique y no es capaz de confesarle a sus marineros que el hundimiento es inminente. El recuerdo del horror que había presenciado danzó por un momento sobre las aguas. El vapor impedía ver bien el rostro de Miabel, y por instantes creyó verla deformada, similar a uno de aquellos rostros dentados que aullaban tras las jaulas, en las profundidades de las minas. Sintió miedo, apartó el vapor con la mano hasta que vio la dentadura blanca, preciosa, de su mujer, mientras sentía la caricia de un pie subirle por uno de sus muslos.