CAPÍTULO 48
La retirada
Estuvo luchando hasta comenzar a sentir que las fuerzas de la piedra lo abandonaban. Habían salvado a muchos, ahora debían salvarse ellos. No sin cierta frustración ordenó:
—¡Larguémonos…! —gritó mientras comenzaba a empujar a sus hombres para que siguieran el sentido de la huida. Así, al poco de ceder en su flanco y de obligar a sus hombres a huir, el círculo volvió a cerrarse y las esperanzas de escapar para muchos, que se pisoteaban los unos a los otros por llegar a la brecha abierta por Remo, se esfumó.
Remo corría por el campo recontando a sus soldados. Estaba orgulloso de ellos. Se daba cuenta de ausencias y rebuscaba entre rostros exprimidos por la batalla si acaso se equivocaba… Tenía a su cargo poco más de doscientos espaderos cuando comenzó la batalla y acaso había perdido un tercio de sus fuerzas por dos causas: víctimas de los combates por mantener la evacuación abierta y, algunos, por decisión propia, se habían quedado en la posición ordenada por Górcebal. Curiosamente, fue el general uno de los que pudo beneficiarse de aquel pasillo que salvó varias divisiones.
—¿Y Gaelio? —preguntó a Dárrel.
Dárrel buscó con la mirada alrededor. ¡Qué bien había luchado Dárrel! Sin su ayuda, sin la presencia de Pese y Uro, aquello habría sido imposible.
—¡Allí marcha Gaelio!
Dárrel lo señaló en un grupo de soldados donde era transportado gracias a la ayuda de su amigo Berros. Remo lo había observado en la batalla y sabía que el pobre Gaelio había hecho todo lo que humanamente le fue posible.
—Lo hirieron en combate —dijo Welón—. Lo hizo bastante mejor de lo que yo pensaba.
—Dárrel…
—Sí, mi señor…
—A partir de mañana serás maestre de grupo.
—¡Gracias, señor!
Remo lamentaba no haber podido salvar más gente, pero aquel despropósito no era ya responsabilidad suya.
En la distancia el viento a favor de su retirada les obligaba todavía a escuchar el murmullo doliente del fracaso del que se alejaban. La batalla a la que todos, incluido Remo, rehuían la mirada, como avergonzados, continuaba mientras ellos se alejaban. Era media tarde de un día infernal.
—Haremos un descanso junto al arroyo, después del vado de amapolas —ordenó Remo.
Allí, tumbados junto al río, exhaustos, descansaban ya muchos de los que habían escapado gracias al valor de la división de Remo. Cuando lo vieron acercarse todos, incluido el general Górcebal, comenzaron a aplaudir. Unos lo vitoreaban mientras hacían palmas, otros con la mirada gélida hacían palmas desesperadamente, con más fuerza de la necesaria. Hubo lágrimas, palabras de agradecimiento cuando él y sus muchachos se acercaron para beber. Hubo un conato de levantarlo en hombros, pero cuando se le acercaban para tal propósito él negó con la cabeza y nadie osó siquiera molestarlo en su caminar pesado y lento hasta el río.
—¡Los dioses te guarden, Remo hijo de Reco!
Lo había gritado el general Górcebal, primero en soledad, después animado por la repetición que espontáneamente salió de las gargantas de los hombres que le debían la vida al capitán. Eran hombres de varios destacamentos, no todos al servicio de Górcebal, pero sí unidos en la admiración del hombre que había arriesgado tanto por salvarlos.
—Remo, lo que has hecho hoy… —Górcebal se inclinó a su lado—. ¡Tú lo adivinaste, sabías lo que sucedería! —abochornado bajó su tono de voz—. Yo… lamento…
Mientras Górcebal le hablaba él enjuagaba las manos en el agua helada, sintiendo placer al descubrir el tono natural de su piel bajo la sangre.
—Remo, debí hacerte caso, debí apoyar el movimiento que…
—¡Cállate de una maldita vez! —tronó él. Se levantó como dispuesto a pelear—. ¡No aplaudáis, ni siquiera estéis contentos, estamos de luto! ¡Cuántos van a morir! ¡Cuántos hemos dejado atrás!
Se alejó del río y, después de asearse, sus hombres lo siguieron hasta estar todos sentados en la hierba. Gaelio se puso muy nervioso porque Remo se levantó y fue a sentarse junto a él.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó con voz dulce, nada que ver con el exabrupto que les había soltado a los otros.
—Bien… es solo un arañazo, me quería acuchillar y casi lo consigue.
—¿Deseas volver a Lavinia? Con esta herida podrás hacerlo.
Gaelio pensó en las palabras del capitán. Una sugerencia que parecía sincera. Una tentación increíble de volver a casa y, tal vez, olvidar la guerra. Sintió a su vez que quizá era una prueba del capitán para ver si el valor, si la casta de un soldado había conseguido enraizar en el corazón de Gaelio. Respondió lo mejor que supo.
—Haré lo que vos me ordenéis.
Remo le sonrió y le golpeó amistosamente el hombro. De repente se quedó serio, como siempre era el capitán.
—Gaelio recuerda bien quién era tu padre antes de esta herida; cuando te vea y comience a rendirte homenajes y presumir con sus amigos sobre su hijo, superviviente de la batalla de Lamonien, cuando te colmen de regalos y te bañen las esclavas más hermosas, recuerda quién eras antes y quién eres ahora.
Gaelio palideció. Imaginó un futuro próximo, su regreso a Lavinia y la escena de cómo su padre lo abrazaba y proyectaba maravillas por su regreso, después de las noticias funestas sobre el final de la batalla. Sí, estaba convencido de que Remo tenía razón. Todo el amor que jamás le había demostrado, ahora se derramaría en copas y almuerzos donde tendría que narrar una y otra vez cómo vivió la batalla junto a Remo.
—Mi señor… —Gaelio deseaba decir algo, deseaba oponerse a lo que sentía—. Mi capitán, no deseo volver aún. Sé que esta herida puede curarse pronto.
—Tienes el espíritu de tu hermano Mercal. Haz lo que realmente te haga sentir mejor hombre y el día que mueras habrá merecido la pena todo el camino que te llevó hasta allí.
—¿Lo dijo Arkane? —preguntó Gaelio sonriendo.
No. Esa frase le había salido a Remo de cosecha propia, sin embargo prefirió decir:
—Sí. El capitán Arkane.
Después de un descanso prolongado en el que cada cierto tiempo se repetían aplausos cada vez que un nuevo superviviente aparecía buscando el río, Remo decidió que debían volver al campamento base, sobre todo para curar las heridas de sus hombres.
La caminata fue muy silenciosa. Mientras caminaban, una brisa los acompañaba por fin ausente de sonidos, limpia de sangre y guerra.
Ya de regreso en su tienda, Remo extrajo su espada rota de la vaina y acarició la piedra con los dedos para quitarle algunos restos adheridos. Vio que la joya de la isla de Lorna todavía tenía una buena carga de energía disponible.
Entró en ese momento Sie en la tienda y lo miró como si fuera un fantasma. Sus pasos gráciles, la forma de enlazar sus dedos, su sonrisa repentina.
—¡Mi señor!, los dioses me han escuchado…
La muchacha se puso de rodillas de inmediato, aunque Remo pensó que su primer impulso había sido otro, el abrazarlo.
—Nos llegaban rumores terribles. Vimos regresar al rey, con muy pocas tropas… fue tan bueno conmigo, que yo no deseo que le pase nada malo, mi señor.
—Sie…
—Sí, mi señor…
—Prepara mi caballo.