CAPÍTULO 24
Reencuentros en el puerto
Tras varios cortinajes de niebla, el puerto de Nurín disimulaba los navíos más allá de los espolones y las dársenas. La madera rechinaba y el agua oscura en el amanecer ceniciento golpeaba las retrancas de los muelles escupiendo de vez en cuando charcos de espuma. El sonido rítmico de ese golpeteo acuoso, como de palmadas, iba y venía con la danza elemental de los barcos amarrados.
Lorkun echó de menos al bueno de Trento enseguida. No sabía orientarse allí, ni dónde preguntar para conocer detalles sobre el barco que debía partir hacia la isla de Azalea. Finalmente, desayunando torta de maíz y té en una cantina de pescadores barbudos, logró enterarse del lugar en el que haría esas averiguaciones. La infusión caliente lo reconfortó después de la caminata. Había atravesado Nurín andando. El carruaje que lo había transportado desde Venteria llegó a las puertas de la ciudad todavía de noche, y los de la entrada decían que hasta que no se acercase más el alba no les darían paso a los carromatos. Una columna de más de cien rodantes, la mayoría carros comerciales, algún basurero y muchos agricultores con género para los mercados aguardaban el capricho de aquella ordenanza. Lorkun decidió que llegaría antes al puerto si iba andando. Lo examinaron en la puerta y, al ver el poco equipaje que trasladaba, lo dejaron pasar con buenos modales.
Por fin encontró la nave. El mismo barco y el mismo tipo sentado inscribiendo a los peregrinos, le faltaba Trento y sus sarcasmos. No tuvo la precaución de comprar una de las túnicas de los devotos del dios Kermes.
—La ceremonia de la Llama Eterna —recitó el aduanero. Lorkun recordó aquella fórmula.
—Que eternamente la conserve Kermes…
—¿No trae túnica? —preguntó en tono muy cortés el sacerdote, arrimado a la mesa donde inscribía a los que viajaban.
—No soy de la orden Kermiana, yo voy a la isla para…
—Lo siento pero a la isla de Azalea solo pueden ir los peregrinos del dios Kermes y los comerciantes y proveedores con licencia. ¿Es usted un proveedor con licencia?
Lorkun tenía la mente tan llena de preocupaciones, tan abarrotada de misterios y objetivos, que no había premeditado con cautela su pasaje.
—Lo lamento pero no soy un creyente del dios, ni tampoco un proveedor. Pero estoy seguro que Mialco, el Sumo Sacerdote de la orden, deseará verme, tengo asuntos importantes que tratar con él.
—Si no eres un creyente, ni tienes la licencia, no subirás a ese barco, querido amigo. Aquí no está el Sumo Sacerdote y yo ni tan siquiera sé su nombre. Mis instrucciones son claras. Yo soy empleado de la aduana del puerto de Nurín y tengo órdenes expresas de la orden religiosa, pero aunque me obliguen a vestir así —dijo sujetando sus hábitos como si fueran un disfraz—, soy totalmente ajeno a su culto. Lo lamento, pero no podrás pasar al barco.
Lorkun fue apartado por un guardia de la fila. De repente sintió una impotencia terrible. No podía quedarse en tierra. Después de tener la suerte de dar con el barco, de llegar a tiempo y no tener que esperar días a su regreso, no estaba dispuesto a que aquel tipo lo rechazara. ¿Había que comprarse una de aquellas túnicas? La compraría.
Cuando estaba ya dispuesto a abandonar el pasillo del despacho aduanero una voz familiar lo llamó con energía.
—¡Lorkun!
Se giró y con su único ojo sano rebuscó la procedencia de aquella voz de mujer, ¿era Nila? Una muchacha rubia, ataviada con una túnica bordada superó a varios peregrinos hasta que se arrimó donde estaba Lorkun. Aquella túnica bordada blanca llevaba la insignia del dios rodeada de una corona graciosa. Nila era ahora custodio mayor, o lo que era lo mismo, una sacerdotisa de alto rango, pertenecía al consejo del Sumo Sacerdote de la orden de Kermes.
Cuando la vio más de cerca fue como un espejismo que se confirma. Redescubrió aquella luz en sus ojos azules, en la piel tersa de su rostro, en la blancura de sus dientes. Nila traía precisamente en su sonrisa y alegría, todo aquello de lo que Lorkun había prescindido en aquellos tiempos oscuros, rodeada de la luz cegadora que refulgía en su melena rubia.
—¡Bendito Lorkun Detroy, tú eres fuego para nosotros los fieles! —recitó la sacerdotisa en voz muy alta. Los peregrinos que esperaban se giraron hacia él. Los custodios menores que vigilaban todas la operaciones desde el barco, acabaron por acercarse para curiosear.
—¡Lorkun Detroy, bendito por Kermes, único entre los hombres, sabio de sabios, amigo y hermano de nuestros hermanos servidores al dios Huidón! —Con dulzura pero mirando hacia los que la rodeaban, como presentando a un rey, Nila terminó su frase con una reverencia. Se arrodilló y besó la mano de Lorkun.
La reacción fue inmediata y se propagó la reverencia de Nila a todos los que la rodeaban, y después a los que los observaban. Excepto el tipo de la aduana y los guardias allí en la dársena, todo hombre, mujer y niño se arrodilló en honor de Lorkun que, por otra parte, suplicó mentalmente a los dioses porque aquella situación embarazosa durase poco. Nila se irguió por fin y lo agarró del brazo. Tiró de él hacia el barco.
—¡Sabía que volverías! —dijo mostrando una alegría desbordante.
En voz baja, Lorkun le dijo:
—Nila, no me han dejado inscribirme en el pasaje.
Más baja aún fue la voz de la chica.
—Después de lo que han visto sus ojos tienes más derecho que cualquiera a subir al barco, tú déjame a mí.
En efecto, con Nila del brazo, subió a bordo sin que nadie le formulase siquiera una pregunta. Al contrario; todo eran reverencias y parabienes. Enseguida tuvo un vaso colmado de agua fresca y un plato de fruta en una zona privilegiada del navío.
—Yo tengo que resolver algunas cosas —dijo la mujer.
—De acuerdo.
—Lorkun… —Nila estaba a punto de decir algo. Sus ojos brillaron más que antes—. Recé a los dioses para que este encuentro sucediera algún día… —dijo al fin.
Se sintió nervioso. Estaba feliz. Aquel recibimiento que Nila le había brindado no era para menos. Sin embargo, durante los días que viajó hacia Nurín, Lorkun había temido el reencuentro con Nila. Sí. No era el mismo Lorkun triunfador que había abandonado la isla después de sortear las pruebas. No era el mismo hombre seguro de sí mismo que demostró valor y temeridad. Ahora pesaba sobre él una sombra, una vigilia, al parecer, invisible para la mirada bienintencionada de aquella hermosa joven.