CAPÍTULO 49
Esclavos y señores
Cuando la batalla fue disipándose y el triunfo de las tropas de armadura negra ensombrecía el corazón de los prisioneros, comenzaron a escucharse llantos, lamentos, súplicas.
Custodiados por varios hacheros, Visterio y Lord Versifal, de rodillas, con las manos atadas, contemplaron el horror de la derrota.
—Nos matarán.
Era Lord Versifal que no paraba de insistir en que ese sería su destino final. Parecía desearlo. La batalla se resolvió y ellos, los prisioneros que estaban apartados del campo de lucha, reunidos en grupos vigilados con hostilidad, contemplaron el regreso victorioso de las huestes que vestían de negro. Entonces comenzaron las humillaciones, las venganzas.
Muchos hombres se arrimaron al cerco de prisioneros donde Lord Versifal, arrodillado, se encomendaba a los dioses haciendo caso omiso a los insultos que recibía.
—¿Y el general Blecsáder? —preguntaban ojos codiciosos mirando los prisioneros como si fuesen un manjar. En concreto había tres hombres que, después de quitarse el yelmo no dejaban de insultar y apelar al general para que se les permitiera acceder a los prisioneros, y en concreto a Lord Versifal.
Llegó la orden de Blecsáder y los centinelas dejaron pasar a las tropas. Las palizas comenzaron entre gritos y risas de cientos de soldados que contemplaban cómo otros cometían tropelías contra los prisioneros. En la guerra había unas reglas, desde la primera fase de la Gran Guerra, en las que se convenía que los prisioneros no debían sufrir torturas, sin embargo, nadie las respetaba entonces ni ahora.
—Dejadme a mí a Lord Versifal.
El noble, sin la armadura ya, contraía su rostro por el miedo.
—¿No te acuerdas de mí, perro? Me dabas de comer las sobras de tus animales, mataste a mi familia simplemente porque nos negábamos a trabajar tus malditas tierras…
Lord Versifal no ganaba en amigos. Pronto, al escuchar su nombre, acudieron decenas de hombres y se creó un corro en el que aislaron a los soldados prisioneros que servían en el destacamento de Versifal.
—Caballería montada por diablos, tú, malnacido. Mira…
Los esclavos que se habían escapado de los dominios de Versifal mostraban sus marcas de fuego cicatrizadas sobre su piel, demostrando así que le habían pertenecido. No lo tocaban, solo le gritaban las injusticias que él había cometido con ellos.
—¡Matadme de una vez!
—Nosotros… nosotros no te vamos a matar, ¿dónde está Jizmor? ¡Avisad a Jizmor!
Comenzaron a jalear su nombre. Viterio, noble amigo de la familia de Versifal, se maravillaba de la aversión que le tenían a su vecino.
—¡Dejad a este hombre en paz! ¿Acaso la victoria no es suficiente? —gritó Viterio.
Se lanzó sobre él un calvo menudo, de puños prominentes y le pegó en la cara.
—¡Quieto, a Viterio no lo dañéis! —gritó un compañero sosteniendo al bajito—. Fue misericordioso conmigo.
—¡Que venga Jizmor!
Apareció una montaña de armadura negra. El noble palideció cuando después de pasar entre la multitud tuvo al guerrero plantado frente a él. Se hizo el silencio.
Jizmor se quitó el casco y dejó libre su melena negra. Sus ojos estaban fijos en el noble, su rostro serio, sudoroso, colmado de estatismo. No se podía adivinar una sola emoción.
—Jizmor, mi casa te alimentó, mi casa te hizo fuerte, Jizmor me debes la vida. ¿No recuerdas las fiebres?, ¿no recuerdas cómo mis esclavas te cuidaron?
Jizmor se despojó del peto y las hombreras y demás partes de armadura. Parecía buscar comodidad. No hablaba.
—Jizmor, nunca… yo… —el noble se quedó sin palabras.
Jizmor quitó varias prendas más y comenzaron a aparecer cicatrices. Horribles marcas que apagaron las palabras de súplica de Lord Versifal. Se hizo un silencio gélido entre la tropa y el llanto de los prisioneros. Jizmor no hablaba, por él uno de sus compañeros que también había sido esclavo en la casa de Versifal contó estas atrocidades.
—Durante años la fortaleza física hizo sobrevivir a este hombre a las torturas, las palizas y las bestialidades que probaste con Jizmor. Durante años bebía agua insalubre, lo trataste peor que a las bestias, peor que a todos estos, peor que a cualquiera de nosotros. Vi cómo mataste a su madre y como sus hermanas fueron abusadas y torturadas en su presencia cuando sólo era un muchacho…
Silencio.
—Los dioses guían nuestro ejército y te han traído hasta nosotros. Jizmor es tu oportunidad para hacer justicia.
Jizmor se puso en cuclillas cerca del prisionero que permanecía sentado. Seguía con su cara rocosa inexpresiva. Lord Versifal comenzó a llorar. No hubo risas, ni burlas de ningún tipo. El noble no podía aguantarle la mirada al que fuera su esclavo. Como si simplemente con la mirada lo estuviera torturando. Por fin Jizmor agarró un tobillo del señor de Puente Roca, una pequeña localidad cercana a Luedonia. Versifal gritaba como si le estuvieran pegando. Jizmor lo arrastró con parsimonia fuera del círculo donde estaban los demás prisioneros. Descolgó de sus ropas una cuerda y con parsimonia le hizo un lazo y configuró una soga. Se acercó a Lord Versifal de nuevo.
—Quita tu ropa —dijo Jizmor con una voz grave y terrible.
Aterrado obedeció mientras sentía la mirada de odio de los que conocían a Jizmor. Le colocó la soga en el cuello y apretó el nudo sin llegar a cortar la respiración del prisionero. De improviso su enorme puño se estrelló contra el rostro del noble. Lord Versifal gritó de dolor. Se habría derrumbado si no hubiera sido sostenido por la soga. Jizmor lo estuvo golpeando sin dejarlo caer durante un buen rato. Después se lo llevó tirando de la soga como si fuese un perro, arrastrándolo por el campo sin dificultad.
Los capitanes comenzaron a organizar a los prisioneros en carros; de repente se dieron cuenta de que eran demasiados. No habían soñado capturar tantos y podía suponer un problema llevarlos, podían fugarse o complicar las cosas a la comitiva de prisioneros, así que Rosellón comunicó una orden a Blecsáder.
—Los que no entren en los carros, mutiladlos. No los matéis.
—La muerte es más… es lo merecido en una batalla —dijo Blecsáder.
—Nadie merece nada de cuanto obtiene o se le niega, somos hombres, y esos hombres mutilados necesitarán comer y serán un problema para quien los guarde, no para mí.
Los soldados organizaron cuatro filas, una para cada extremidad. Así pues quien estuviera en la fila del brazo derecho, ese era el que perdía. Las muertes por la pérdida masiva de sangre sembraron las ruinas del campo humeante. Tardaron horas en mutilar a todos los prisioneros que no se llevarían como prisioneros.
Así en la noche de aquel día fatídico en el que las tropas del rey perdieron la batalla de Lamonien, una hilera de lamentos, de caminar vacilante, una fila de hombres heridos se extendió rodeando el campo de batalla. Regresaban guiados por el milagro de verse libres y la pena y el dolor físico de sus mutilaciones. Hubo muchos que se desmayaron en el trayecto, que perecieron pensando que ya eran libres. Era una forma de morir más condescendiente que la que le esperaba a muchos prisioneros de los que no fueron bendecidos con la suerte de la mutilación.