CAPÍTULO 13

Alma errante

En el último risco afilado de la cima de una montaña, en las fauces de una cueva solitaria, en rocas que separan el caudal de un río, en la quietud de un bosque antiguo… en esos lugares encontraba Lorkun Detroy la paz suficiente como para realizar su entrenamiento. Sitios apartados donde poder recrearse en sus pinturas rituales y entrenar los movimientos precisos para desencadenar los conjuros insólitos que había aprendido en la sala secreta del templo del dios Kermes.

Su estancia en la sala sagrada lo había incitado a resolver su vida en un camino de conocimiento. Sí, la perspectiva del mundo, de lo terreno y lo divino, incluso de su propia función en mitad del Universo, su propia existencia, las había cuestionado desde entonces muchas más veces, con perspectivas nuevas y temibles…

Al principio no fue así… Al regresar del viaje a Nuralia, con Remo convertido en aquella monstruosidad, después de haber logrado devolverlo a su estado natural, Lorkun se había adentrado más en esos saberes misteriosos, animado por el éxito que había resultado de aquella misión suicida en Sumetra. De la alegría inicial, de comprobar cuán útiles podían ser los conocimientos que había adquirido, después de salvarle la vida a Remo, había recluido sus pensamientos en los recuerdos de aquella estancia pétrea, y comenzó a tener el sueño recurrente del fuego fatuo con el que alumbraba sus paredes. En su sueño, el fuego fatuo no le obedecía cuando deseaba alumbrar las inscripciones que narraban la solución a la maldición silach, no, el fuego se dirigía hacia un lugar muy concreto de los murales…

Despertaba siempre sudoroso y su primer pensamiento era el recuerdo de aquello que el fuego fatuo se empeñaba en alumbrar en sus sueños. Lo referente al Pacto de las Cinco Montañas.

Desde ese momento, Lorkun Detroy perdió la paz.

Lejos de encontrar erudición o de sentirse amparado por lo sobrenatural… Lorkun se había condenado. Le costaba conciliar el sueño, pues temía los derroteros de sus viajes oníricos. No comía bien, no sentía plenitud ni sosiego en la oración… no después de haber leído aquellos muros, de no poder borrar su recuerdo.

Se lamentaba por haber perdido el tiempo allí dentro. Sí. Se lamentaba por no haber sido capaz de memorizar más, o haber logrado contener más información… pero sobre todo se lamentaba de no haber tenido tiempo, ni valor, para terminar de leer toda la historia que allí se resumía. Quizá ahora no estaría al borde de la locura, quizá adentrarse totalmente en el conflicto hubiera resuelto las dudas tan enormes que ahora contenía. Siendo su tarea el entreno y aprendizaje del remedio de la Maldición silach, apartó su ansia de saber, como el niño que no desea crecer, cuando descubre comportamientos extraños en los adultos.

Cuando repasaba el compendio de conocimientos esculpido en piedra en aquellas paredes, se sintió demasiado insignificante y decidió que él no estaba llamado a resolver aquellos misterios…

Sin embargo había leído, había visto con sus propios ojos revelaciones que, ahora… lo torturaban hasta la sinrazón. Entendió sin lugar a dudas porqué unas pruebas tan duras separaban a los hombres normales de ese conocimiento.

Esos escritos no estaban hechos para que los leyese una persona sencilla como él, una persona tan vilipendiada por las pasiones en la vida, por la corrupción del pecado, una persona con un pasado guerrero, llano e ignorante. Así se sintió Lorkun cuando recordaba insistentemente aquellas revelaciones sobre El Pacto de las Cinco Montañas.

Lo que sucedió en el templo de las Montañas Cortadas empeoró su situación. Se sintió proscrito de sus propias creencias. Lamentaba profundamente aquel desencuentro con los Aurines. Deseó volver inmediatamente y disculpar su comportamiento… pero en su interior un fuego le quemaba pensando en esa posibilidad. ¡Lorkun creía llevar razón! ¿Cómo iba a disculparse por preguntar y decir la verdad? Comenzaba a no estar seguro de nada. Ni siquiera de la lectura del Pacto de las Cinco Montañas, ni de los fines con los que fue construida esa cámara secreta…

Las únicas certezas que le quedaban en la vida, no eran otras que las habilidades que podía recordar, los poderes ocultos de aquellos conjuros que cada día trataba de entender mejor.

Lorkun estaba perdido… y para no enloquecer se fijó un propósito. Comenzó un ajetreado plan de perfeccionamiento de las artes mágicas que había aprendido. Sí, se volcó en lo físico, en lo natural. Comía sin mucha gana, bebía también con poca apetencia, caminaba de aquí para allá, se detenía en lugares apartados, dibujaba los símbolos y runas sobre su piel y practicaba hasta encontrar el límite de su resistencia.

Su rutina diaria desde hacía meses consistía en lo siguiente: Antes de que saliera el sol, cuando clareaba el cielo y las oscuridades se volvían turbias apetencias de luz, ya estaba pintado, con los símbolos básicos para elaborar las tres artes que había logrado aprender en aquel lugar.

La primera era la creación de fuego.

Colocando las runas adecuadas en sus brazos y haciendo los movimientos de brazos y manos precisos, manteniendo en su mente la idea del fuego, percibía como sus venas aceleraban el tránsito sanguíneo, su corazón comenzaba a bombear calor y de su piel podían brotar llamas. Si abría los ojos y se concentraba podía hacer que ese fuego naciera en otros lugares. Encendía hogueras a una distancia de un metro sin mucho esfuerzo. Más de diez metros era toda una odisea de concentración y quedaba exhausto. Andando en la búsqueda de lograr prender fuego a más de esa distancia… dio con una modificación interesante de ese conjuro. Sí. Logró formar una bola autónoma de fuego concentrado, un caudal de calor que lo dejó maravillado precisamente porque podía arrojarlo a distancias superiores a diez metros. Sentía como si pesara y pensó que debía aprender a dirigirlo…

La segunda era la Perfidia… esa no había podido practicarla más que con algún animal. Se usaba un objeto al que se conjuraba con varias palabras, después al clavarlo en el animal, emponzoñado con aquella sombra misteriosa, lo convertía en una marioneta… el problema era que, por lo general no podía dominar el tiempo que duraba esa conexión y el final de la misma solía implicar la muerte atroz del animal. La perfidia era explosiva, literalmente. Trató de evitar el despiece final, pero siempre le sucedía.

La última era la más temible de las tres… requería un montón de runas perfectamente colocadas en los brazos. Cientos de veces la había practicado pensando que la había memorizado mal puesto que no daba resultados… hasta que logró perfeccionar la posición de las runas y su factura. Con tranquilidad y cada vez más experiencia en el dibujo de aquellos signos, consiguió que funcionase una de cada cinco veces que se cubría con sus signos. Se trataba del conjuro Resplendo y sus efectos eran absolutamente… prodigiosos. Se creaba un portal en sus manos, un remolino como de nubes grises que acababa lagrimeando una oscuridad que después crecía y crecía rodeada de luz azul, ese portal rodeaba sus muñecas y, de esas nubes, de la oscuridad que quedaba en medio, sucedía un relámpago, un rayo de luz hermano del más poderoso de las tormentas.

Practicaba también los dibujos y la circunferencia con la que se lograba sanar la maldición silach. Sin maldición era totalmente inocua. La había probado con animales y no servía para nada sin la contaminación… pero constituyó una trampa muy efectiva. Si un animal entraba en la circunferencia de runas que dibujaba en el piso, y él accionaba sus manos, el animal no podía moverse, y así podía cazarlo sin esfuerzo.

Esas eran sus habilidades y, aunque sólo dominase bien dos de ellas, cada vez progresaba más y más con las otras.

Sin embargo por más que se entregaba al perfeccionamiento de estas artes, por más que llenase su día de actividad y caminatas en pos de lugares apartados, no podía al final de la jornada, exhausto, calentando su cuerpo en una fogata, ocultar un miedo atroz a las sombras de la noche, donde sus pensamientos vagaban libres al intentar dormir. Miedo a lo que sabía, miedo a la soledad que sentía, miedo al recuerdo de aquellas palabras cinceladas por manos inmortales. A veces caminaba alrededor de la hoguera elevando plegarias a los dioses, otras veces los maldecía… se maldecía a sí mismo o lloraba al percatarse de que si otro Lorkun, uno que viviera sin haber penetrado en aquella estancia, contemplase al presente… ese sin la más mínima duda lo juzgaría de loco irreparable.

Lorkun había visitado las Montañas Cortadas, había intentado hablar con los Aurines de su orden. Al recibir la negativa, sintió que no podía seguir viviendo allí. Los pilares de su fe se habían removido, no podía contemplar las mismas rutinas de oración, los mismos trabajos de beneficencia. Ni se imaginaba siquiera impartiendo los talleres de adoctrinamiento a los peregrinos sin la convicción necesaria, sin creer realmente en lo que hacía.

Su sentimiento era de tristeza. No era orgullo como le decían los sacerdotes. Tristeza por sentirse fuera del lugar que años antes lo había sanado.

Decidió acudir a Venteria y visitar la Biblioteca Real. Recordaba al bibliotecario Birgenio. Sí, le debía una visita más prolongada que la que le hizo cuando volvió de Sumetra. La alegría que había sentido el erudito era uno de sus recuerdos favoritos cuando estaba solo, arrimado a una hoguera en mitad de la noche. Las conversaciones con Birgenio no estaban matizadas por un credo, ni por verdades absolutas. Birgenio lo cuestionaba todo, era un hombre de ciencia y experimentación, creyente de los dioses pero ante todo un estudioso, un sabio. Con Birgenio se podían sostener conversaciones que se iniciasen con esta frase: «Supongamos que los dioses no existen…» y Birgenio pondría todo su empeño en dar por buena esa hipótesis hasta comprobar si el razonamiento tenía lógica o no. Si, después probablemente Birgenio con fundamentos de peso contradecía aquellas teorías y terminaba por lanzar una oración de respeto a los dioses, pero daba libertad absoluta a su interlocutor para plantear aquello que deseara.

Lorkun descendió de las montañas también deseando visitar Venteria por otros motivos. Tena Múfler podría darle noticias sobre Remo y Sala, a los que pensaba visitar por el mero deleite de la amistad. Sonrió en el recuerdo del rostro ilusionado de la mujer cuando supo que, por fin, Remo el testarudo, había consentido en seguir los impulsos del sentimiento que nacía entre ambos. Lorkun deseaba contemplar su felicidad.

Siempre que estaba al borde de la sinrazón pensaba en Remo. Admiraba la forma de simplificar los conflictos que tenía su amigo. Sí, para Remo lo blanco era blanco y lo negro más oscuro que la noche, ni grises ni colores intermedios. Siempre lo había criticado precisamente por eso y, ahora, se habría cambiado por él.

—Remo no dudaría… aprovecharía lo bueno que he aprendido y no pensaría en nada más.