CAPÍTULO 18

La tiradora nocturna

Sala caminaba muy despacio por la cornisa de un tejado. Llovía y esto complicaba sus pasos. La capa pesaba soportando el chaparrón, y temía resbalar si no afirmaba bien sus pies.

Cóster no había encontrado mejor presa que Felciro… un asesino. Felciro era conocido en todo el barrio de las tabernas y le temían por sus devastadoras venganzas. El precio de su cabeza era alto, y Cóster parecía aprovechar la circunstancia eventual de que Sala regresara al viejo oficio para lucrarse.

—Si va a ser tu último trabajo… mejor que merezca la pena.

Sala no podía contarle toda la verdad a Cóster. Lord Cóster sabía que ella había ganado mucho dinero después del secuestro de Patrio así que la excusa no podía ser el dinero. Para que su plan funcionase necesitaba dar luz a la piedra de poder. Sí, para librar a Remo de aquella confabulación, con el plan que habían tramado, era vital que lograse una vida. Sala no dio muchas explicaciones a Cóster…

—Quiero hacer un último trabajo, no me preguntes por qué…

Cóster la miró extrañado, asintió y a media tarde se presentó en la pensión de Múfler con un pequeño plano dibujado en una tela. Le explicó cómo Felciro todas las noches acudía a cierta taberna en el barrio; era un tipo descuidado en su rutina, precisamente porque casi todo el mundo le tenía miedo. Su cabeza tenía precio…

Cóster le dijo que no iría solo, que siempre iba acompañado de un guardaespaldas.

—Eso no es problema para ti, preciosa… tu flecha desde la oscuridad y a huir… como siempre has hecho…

Lo malo es que Sala, en esta ocasión, no podía utilizar el método de siempre, ni mucho menos. Debía acercarse en la agonía de muerte de Felciro y colocar la piedra cerca de él cuando se le escapase el último aliento, así que no iba a ser nada fácil si iba acompañado.

Se apostó en el tejado de una vivienda en sombras. Esperó a que Felciro saliera de la taberna. Hacía frío. Realizó ejercicios con sus manos para no entumecer los dedos en la espera. Su capa negra la hacía invisible en aquella noche sin luna.

Felciro no estaba a solas cuando lo vio aparecer por la puerta de la taberna. Tenía dos mujeres colgadas al cuello. Borrachas y vociferantes, le daban besos en la mejilla, en las orejas y hasta la nuca. Detrás de él, uno de sus escoltas discutía con uno de los gerentes del local sobre el pago de la cuenta que habían dejado pendiente. Estuvo a punto de soltarle un bofetón. Si le disparaba la flecha con el veneno que había preparado Felciro caería, pero confiaba en no matarlo. Parecería muerto… su plan radicaba en acercarse como un curioso y poner cerca su colgante para, en el momento de la muerte, lograr trasladar la energía a la joya.

Tensó el arco. Respiró hondo. La lluvia, la posición de las mujeres tambaleantes… era uno de esos disparos que, si se lo pensaba demasiado, no lo acabaría realizando. Soltó la vela de la flecha y el proyectil realizó una línea de agua en el espacio turbio de la noche, a la altura del tejado de las casas, descendiendo hasta encontrar su víctima.

—¡Asesino! —gritó una de las muchachas cuando vio que, después de un movimiento brusco, a Felciro le asomaba la punta de una flecha en el pecho y su rostro comenzaba a extraviarse.

Sala corría por la cornisa. Abandonó su arco y la capa en una canaleta. Logró encontrar una balconada suficientemente amplia para poder plantearse saltar desde el tejado. Así lo hizo.

—¡Aquí, el asesino!

Se alarmó. Tardó en detectar quién la había visto. Frente a la fachada donde se encontraba un vecino que probablemente padecía insomnio se había asomado a la ventana y, pese a las sombras, la divisaba en la distancia.

—¡Está intentando huir! —insistió el tipo que no dejaba de señalarla. El guardaespaldas de Felciro no tardó en acudir a aquella llamada.

Sala temía que, si saltaba a la calle, el tipo la atrapase. Se apoyó en la barandilla y saltó hacia la cornisa.

—¡Allí en aquel balcón!

Sala escuchó como algo chocaba contra un cristal. Le habían lanzado un cuchillo con poca fortuna y se había estrellado contra el ventanal de la vivienda en cuyo tejado logró encaramarse de nuevo. Caminó con el equilibrio trastocado, pero logró ocultarse en la otra vertiente de tejas. Allí improvisó una idea un poco simple. Lanzó una teja hacia su derecha, y ella se dirigió a la izquierda. Si tenía un poco de suerte lograría despistar a su perseguidor. Cuando estuvo bastante lejos, descendió del tejado y cortó una cuerda que usaban para secar la ropa. Logró descender a pie de calle. Con rapidez se soltó el pelo y trató de serenar su respiración. Robó una cesta del porche donde había aterrizado y pensó improvisar.

Se acercó a la calle del suceso.

—¡Eh, tú!

Le gritó en la distancia el guardaespaldas, que había regresado donde estaba su señor. Las muchachas lloraban apoyadas en la pared de una casa adyacente. Sala se detuvo, no sabía cómo interpretar al hombre de Felciro. ¿La había reconocido? Estaba a tiempo de echar a correr. El hombre se acercaba a grandes zancadas. Pensó que no era posible que la hubiera reconocido. Intentó disimular caminando sin más.

El tipo se le echó encima. Antes lo había visto desde las alturas y lo suponía corpulento, ahora sencillamente lo veía enorme. La zarandeó por los hombros.

—¿Has visto a alguien corriendo por esas calles?

—No… ¿Qué sucede?

—¿Estás segura? ¡Mira que si me mientes te cruzo la cara!

Levantó el brazo y Sala pensó que si le pegaba con esa manaza la podía matar.

—Escuché varios susurros en un callejón, pero este barrio está lleno de borrachos…

La apartó y persiguió sombras callejón abajo. Sala se alegró de la actitud del orangután y se fue hacia Felciro. Tirado en la calle parecía muerto. Sala esperaba que fuera solo en apariencia.

—¿Qué ha sucedido?

—Lo han matado desde aquel tejado —respondió una de las mujeres, arropándose con una bufanda hecha de lana.

Sala extrajo el colgante que contenía la piedra de poder. Se puso de rodillas junto a él. Las chicas, preocupadas por sostenerse sus propias cabezas no le hicieron mucho caso. Comenzaba a llegar más gente. Curiosos que eran alertados por los vecinos. Incluso vio aparecer al tabernero que discutiera con el guardaespaldas. Sala sabía que no tenía mucho tiempo y que su conducta a los ojos de los demás podía ser muy sospechosa. Colocó la cabeza de Felciro sobre una de sus rodillas le tomó el pulso. Vivía.

—¿Está muerto? —preguntó el empleado de la cantina que parecía tener más sangre que los demás mirones y se acercó empujando a los demás.

—Parece que tiene pulso —disimuló ella.

Era cuestión de tiempo. Moriría. Sala estaba segura de que el veneno era fulminante. La flor del sueño provocaba un aletargamiento inicial y luego detenía el corazón. Lo único que debía lograr era mantener el colgante cerca mientras eso sucedía.

—Aparta. Deja su cabeza en el suelo.

Sala bajó la cabeza de sus rodillas pero se mantuvo encima de él fingiendo un interés desmedido por su salud. Miraba de reojo el color de la piedra esperando por fin que adoptase la tonalidad roja.

—¿Qué ha pasado aquí?

Tres centinelas nocturnos del barrio acudieron. Habían sido alertados por los vecinos. Había más de veinte personas ya rodeando a Felciro. Si era descubierta… no podría escapar.

La piedra comenzó a tintarse levemente. Sala comprendió que había llegado el final de aquel canalla y el momento para largarse.

—Dicen que ha sido una mujer. El hombre de ese edificio dijo que tenía el cuerpo menudo y esbelto de una mujer de estatura media.

Sala se levantó sintiendo que la acusarían a ella.

—¿Quién eres tú? ¿Qué hacías a estas horas en esta calle? —le preguntó uno de los guardias de la barriada.

A Sala se le veía la mentira pintada en el rostro.

—Tú no eres una ramera borracha como esas de ahí. ¿Vives cerca?

—No, no vive por aquí… a mí no me suena su cara… —dijo uno de los vecinos.

—He de irme o mi marido se preocupará…

Sala agarró el colgante con la mano y trató de marcharse. La rodearon de inmediato.

—Espera, no vayas tan rápido… ¿quién es tu marido? Contesta a mis preguntas.

Estaba nerviosa. Cansada. No sabía cómo reaccionar. Tuvo una idea, como fuego provocado por el chispazo de la supervivencia, miró la piedra. La energía hizo llamear sus ojos durante un instante.

—Dejadme pasar —ordenó a uno de los guardias.

—Hasta que no venga el alguacil no te vas de aquí. Siéntate con esas perras, ese es tu lugar.

Sala pensó que el tipo se lo había puesto fácil. Del tortazo que le soltó, el soldado perdió el tabaco que estaba mascando y chocó contra otros que cerraban el cerco. Sala pateó el pecho del que la interrogaba y fue proyectado hasta una pared. Salió corriendo calle abajo a tal velocidad que sus perseguidores no tuvieron oportunidad de seguirla.

Sala acababa de gastar la energía que tanto le había costado adquirir. Pero tenía una idea de cómo conseguir más. El guardaespaldas de Felciro caminaba de regreso después de haber estado registrando el barrio. Se lo topó en un callejón. Sala no dijo ni una palabra, lo golpeó con sus puños hasta dejarlo inconsciente. Ahora parecía un muñeco grande, ni le pesaba cuando lo arrastró hacia una estrechez entre dos casas. Allí le trabó la nariz y la boca hasta que se le escapó la vida. De este modo logró cargar de nuevo la piedra de poder.

Sala se sintió extraña. Había matado a dos personas y, aunque la propia fama de los individuos les precedía y podía afirmarse que se lo tenían bien merecido, llevaba mucho tiempo sin matar. Cuando regresó a los tejados de la posada recordó tantas y tantas noches frías como aquella. Sintió que sobre sus hombros caía el peso de una vida extraña. Siempre pensaba que habitaban dos mujeres dentro de su cuerpo. Una era fría y capaz del acto más atroz. La otra era una mujer cálida, que rechazaría los actos de la primera, que deseaba vivir una vida tranquila y no recordar ciertas cosas… Ambas tenían una raíz común, un pasado horrible, un pasado que ella normalmente lograba olvidar, pero que, en días como aquel, cuando volvía a cometer un crimen, le recordaba que no era la mujer que ella deseaba ser, que había tenido una vida muy dura.

Cuando recibió un cubo de agua caliente en el baño pudo sentirse de nuevo civilizada. Se concentró en su nueva misión: entregarle a Remo la piedra de poder antes de que el juicio comenzara. Ya había pasado a Cóster el dinero para pagar a los guardias. Lo habían maquillado como el último deseo de la prometida de Remo. Les dirían a los guardias que en el trayecto desde la prisión de Ultemar hasta el castillo detuvieran el carruaje en una plaza y que dejasen a la mujer subir durante un instante al carromato para despedirse de su amado. Haría algo más que eso, les brindaría una oportunidad para que Remo obtuviera el colgante y pudiera usarlo cuando fuese necesario.