CAPÍTULO 44

Los dos flancos

A pie de batalla, en una de las falanges de vanguardia, dos vecinos de la ciudad de Venteria apostaron cuál de ambos moriría antes. Andaban medio borrachos. El alcohol estaba prohibido para la guerra y era requisado antes de las batallas, pero cada cual mataba los nervios como podía, y ellos lograron colarse en los almacenes de la fortificación donde, si había victoria, se prodigaría una fiesta de antología. Bernú y Dosién fueron los primeros, pese a estar borrachos, en percatarse de un detalle.

—Fíjate, no avanzan.

Ellos iban a buen paso, reservando sus fuerzas, corriendo con intensidad baja, pero sus enemigos ya se posicionaban de forma fija, les esperaban. Su capitán, Asferio, montado en un caballo negro muy nervioso, experimentado espadero, contenía su avance después de colocar a los honderos y demás hostigadores cerca de la primera línea. ¿Para qué correr como leones y llegar cansados como jamelgos dóciles?

—Capitán —gritó Dosién—. ¿Por qué no avanzan?

—Calla, ya hablaremos del vino de campaña y de vuestro castigo. No desean fatigarse… ¡Caminando!

Se escucharon risas a ciento cincuenta metros de sus enemigos. A cien metros todos comenzaron a gritar, aullaban, escupían toda suerte de insultos feroces, cualquier cosa que pudiera ofrecer agresividad. El miedo a morir transformaba a las gentes armadas. Un destello de las corazas enemigas podía desencadenar pánico, cualquier cosa que tocase el cuerpo podía ser la muerte. Un golpe o una herida hacía que el miedo de un hombre pudiera anularlo, así como lograr que la sangre de un adversario salpicase su peto podía hacerlo creer en los dioses.

—¡Preparados! ¡Al cielo con todo! —gritó el capitán Asferio.

Comenzó la primera lluvia antes del choque a escasos veinte metros. Cuchillos, jabalinas, piedras, machetes eran arrojados normalmente por las primeras y segundas filas de soldados de ambos lados para dañar a las primeras del bando contrario y tratar de ganar ventaja. El sonido era estruendoso. Golpes, sobre todo los campanazos de los escudos soportando el aluvión de armas arrojadas, gritos, sin poderse distinguir si eran de dolor o de furia, miedo o desconcierto; todo componía una confusión notable. Comenzaba a levantarse la primera nube de polvo, aunque gracias a la lluvia fina del amanecer no molestaba en demasía.

Los ejércitos se frenaron con la tarea de los hostigadores. Descargar y retroceder por los huecos para dejar a los siguientes hacer sus lanzamientos. Usar los escudos para aguantar la lluvia contraria. Ese baile sucedía sin cesar hasta que escaseaban los proyectiles, o uno de los bandos se decidía al choque. Siempre sucedía así. Las huestes de Vestigia componían un avance muy homogéneo y sus enemigos no se coordinaban tan bien para que la lluvia hostigadora fuese realmente efectiva. Sin embargo, las huestes de Rosellón contaban con unos escudos en las primeras líneas bastante más grandes que los de los hombres de Tendón, y de esta forma, compensaban en parte la poca certeza de su hostigamiento sobre los escudos enemigos.

En la parte derecha del frente el choque sucedió antes que en el centro. Allí la primera fila de las tropas rebeldes usó esos escudos de forma extraña. Eran muy largos, casi tan altos como un hombre, con el extremo inferior afilado, y cuando estuvieron a unos diez metros de los enemigos, clavaron los escudos en la tierra.

—Fijaos, tienen anclajes.

Sí, de eso se percataron en la parte izquierda del frente de la batalla, puesto que los de ese extremo hicieron exactamente lo mismo que los del derecho, con aquellos escudos enormes. Los hincaron en la tierra húmeda y los enlazaban unos a otros trabándolos con correas. Era imposible tumbar uno siquiera, pues la hilera soportaba el peso de los encontronazos sin debilitarse.

A todo lo largo del frente que quedaba en el centro, las primeras líneas de Rosellón eran menos compactas que la del ejército de Vestigia, así que pronto el choque de tropas provocó que los vestigianos encontrasen huecos y dominaran la batalla en el centro, porque los hombres de armadura negra comenzaron a retroceder, tratando de no perder demasiados efectivos ante la apabullante superioridad que se les venía encima. Integrarse entre las filas enemigas solía ser sinónimo de muerte, pues si no se tenía suficiente apoyo, te encontrabas peleando contra cinco o seis, de modo que los maestres se desgañitaban ordenando a sus hombres no avanzar demasiado en las líneas enemigas, sin tener cobertura eficaz.

Fue el capitán Harmón quien levantó su lanza, subido a lomos de su caballo y ordenó cargar a todos sus maestres hacia uno de esos huecos del centro. Sí, vio la oportunidad de intentar llegar a las filas de retaguardia. Pensó acertadamente que podrían romper el frente en dos y, como eran superiores en número, los apabullarían en poco tiempo. Cargó con sus lanceros y los de las armaduras negras debieron verlo como una seria amenaza, pues rápidamente salieron a su encuentro desde varias posiciones dos o tres regimientos de la retaguardia, que se compactaron y copiaron la maniobra de los escudos en tierra frenando así su avance. Sin embargo, al poco de tenerlos ya contenidos, como siguiendo el perfil de la batalla, los soldados del ejército negro volvieron a retroceder sacando los escudos de la tierra. Harmón comprendió algo desde su caballo, siendo el capitán más adelantado de todo el ejército del rey, sí, en un momento de lucidez logró adivinar las intenciones de sus adversarios.

—¡Esos malnacidos pretenden…!

Pero murió antes de poder comunicárselo a los voceros que propagaban los mensajes en la batalla. No pudo decir más, pues en alto, subido al caballo, fue un blanco perfecto para los cuchilleros y demás hostigadores. Una jabalina le atravesó el peto y varios cuchillos desfiguraron su cara con puntas afiladas.

Mientras todo eso sucedía en el centro, en los extremos la armonía de esos escudos pesados era tan perfecta que no había un resquicio, era una muralla de metal clavada al suelo. Los lanceros del ejército del rey trataban de tumbar los escudos y no tenían éxito empujándolos con las lanzas. Bien apuntalados por los soldados, parecían una sola pieza muy sólida. Se acercaban para tratar de sacarlos de la tierra y sucedía que sus enemigos enarbolaban por encima de los escudos pesadas cadenas finalizadas en bolas de acero plagadas de pinchos o los hostigaban con cuchillos voladores o jalonaban lanzas por entre varios huecos que dejaba para ese uso el perfil estudiado del diseño de los escudos. Las bolas de acero lanzadas sobre la barrera metálica superaban a los primeros soldados, y después, cuando la cadena se tensaba, el retroceso era fatal y los pinchos encontraban las nucas, los yelmos, el rostro aterrado de los soldados que veían irremediable el ser trinchados por esas puntas crueles. Esos escudos hicieron muy penosa la batalla, puesto que para poder avanzar no había otra forma que derribarlos.

Sucedía también otra estrategia defensiva distinta, muy atroz para los hombres del rey. Cuando se lograba tumbar algún escudo, el soldado que lo hiciera, esquivando los bolardos pinchudos y demás, encontraba la sorpresa de que unas alabardas enormes lo ensartaban. Toda una compañía de lanceros enemigos se había colocado junto a los hombres de los bolardos y aguardaban sencillamente a que cualquier escudo se torciese para proyectar sus alabardas. Murieron muchos sin casi saber cómo fue su muerte, cercenados por las aquellas lanzas temibles, nada más superar los escudos.

La primera norma de todo soldado era no pensar como individuo, sentirse parte de un grupo; el miedo, la muerte, el sentir las primeras heridas desechaba días, meses de adiestramiento, pues los soldados no muy expertos en ese momento pensaban en sobrevivir y ese instinto los inducía a realizar actos tan poco útiles para el grupo como estruendosas retiradas, agacharse y fingir una herida, apartarse del ataque con la lanza en ristre provocando heridas en los compañeros… en fin, una serie de torpezas propias de los novatos que se daba mucho en las primeras líneas.

—¡Hacheros, al frente! —gritaron varios hombres, y el capitán de lanceros del flanco derecho ordenó a lo que quedaba de sus soldados dar paso a la compañía de hacheros que, rápidamente, pusieron en ristre sus armas y corrieron. Pero la mayoría de aquellos escudos parapeto los molestaron. No era mala la idea, puesto que los hacheros eran con diferencia los hombres más corpulentos y necesitaban titanes para tumbar aquella muralla de metal. Los hacheros lograron desencajar muchas de aquellas escamas de la serpiente metálica y consiguieron un combate cruento donde las víctimas se repartían por igual en los dos bandos.

El resultado de todo esto fue que los dos flancos de las tropas de Rosellón, que, sorprendentemente había usado lanceros expertos junto a los «escuderos», quizá lo mejor que tenía en las primeras líneas, aguantaron el choque sin fisuras, perdiendo hombres, pero manteniendo la posición, mientras que el centro de sus tropas retrocedía sin proceder con la misma estrategia de clavar los escudos. Ese retroceso fue rápidamente interpretado como un signo de debilidad.

—Nada de formaciones en flecha. Creo que se han visto sorprendidos en una batalla que no esperaban, si seguimos avanzando por el centro, lograremos romper el frente. Envía este mensaje al general: no ataquemos con incisión en los flancos, empujemos por el centro —comentó el rey Tendón, que aguantaba el calor en su corcel gracias a varios esclavos con largos abanicos. A duras penas veía entre la confusión lo que estaba sucediendo, pero se lo narraban otros subidos a postes de vigía.

Como los soldados de las compañías de vanguardia en el extremo izquierdo eran poco experimentados chocaban con las columnas bien formadas de lanceros, y viendo que no podían con aquellos escudos incordiando, tomaban la solución fácil de esquivarlos hacia el centro del frente, y dado que por el centro parecía haber hueco, las tropas fueron desdibujando la línea y al poco de empezar la batalla podía verse perfectamente una media luna, donde las tropas de Tendón avanzaban combando el frente enemigo.

Comenzó a soplar el viento que, aunque no debiera calificarse como vendaval, atirantaba los pendones con más gallardía que el remanso cálido que podría considerarse agradable. Aquel aire removido logró levantar las nubes de polvo que los soldados provocaban y las hizo viajar repasando los campos de Lamonien. Como un velo acarició toda la llanura y provocó que los vigías tuvieran más dificultades para ver el campo de batalla, el polvo significó una desventaja enorme. Los soldados que mandaba el rey, por bastante tiempo estuvieron ciegos. Los capitanes a caballo a duras penas se apartaban el polvo de los ojos y podían intuir poco más que un inmenso tumulto.

Jores y Percades se mataron en mitad de una ventolera pensándose enemigos. Eran hermanos y su historia fue una de las más tristes aquel día.

Habían decidido acudir juntos a la batalla. Chocaron en el centro con varios enemigos mientras los envolvía aquella gran nube de polvo. No esperaban entrar en combate en esos instantes, pues creían que eran relevo de otros. Nadie gritó el aviso para relevar, sencillamente porque sus compañeros yacían muertos en el suelo y ellos en su avance los pisaron. Dores llamó a su hermano, muerto de miedo, mientras notaba cómo lo golpeaban con una espada en el escudo y una lanza lamía uno de sus hombros. Percades fue a ayudarlo, pero el polvo se levantó como si se izara un cortinaje de niebla espesa y, sin más intención que la de salvar a su hermano, acuchilló todo lo que tuvo delante, sin ver siquiera que la espalda de su hermano estaba en medio. Sí, porque nuevamente las tropas enemigas después de empujar, volvían a retroceder. Su hermano herido de muerte y gritando su nombre lo acuchilló sin piedad pensándolo enemigo. Los compañeros que los atendieron vieron con horror cómo los dos hermanos se habían dado muerte y sollozaban agotando la poca vida que les quedaba.

El destacamento de Remo estaba colocado cerca del centro del grueso del ejército, y veía el desarrollo de todo esto a duras penas, pues la polvareda levantada y la cantidad de soldadesca que los separaba del frente hacían muy complicada la visión. Les llegaba el sonido, los coros de griterío, la hedionda fragancia de la muerte, el atolladero sonoro de los golpes y alaridos y los millares de botas refregándose contra la tierra y frotando la hierba.

Su destacamento de espaderos se colocó junto con las tropas experimentadas, los soldados de primera. Había comentarios, rumores parecidos a estos: «Parece que el capitán Harmón ha llegado hasta la retaguardia y se puede romper la línea enemiga», «Harmón está muerto ya, nada de ruptura», «tienen armas extrañas, esas armaduras son muy resistentes y los escudos parecen impenetrables», «si vence nuestra caballería, pronto atacarán su retaguardia y esto se habrá terminado», «parece que han logrado detener nuestro avance por el centro»…

Un buen síntoma para Remo y sus compañeros era que poco a poco avanzaban, daban pasos detrás de otros hombres. Los capitanes a caballo miraban el frente y a veces hacían comentarios. Remo no tenía corcel por decisión propia. Creía que en mitad de la batalla no sabría manejarse bien con un caballo, porque nunca había entrenado con uno, así que rechazó la dádiva del general Górcebal cuando se lo propuso. Dejó el caballo que le habían regalado bien amarrado en la tienda. Sie era la encargada de cepillarlo y darle alimento. Había resultado una chica muy eficaz para tareas sencillas.

Así pues, Remo percibió que avanzaban cada vez más despacio y veía que sus filas cada vez estaban más juntas. Los maestres solían controlar las distancias con los de delante. Los espacios eran importantes, Remo lo sabía, pero la incertidumbre de no estar en el meollo, de sentir mejor el pulso de la contienda, hacía que deseara acercarse más para desvelar la marcha de la batalla. Varios aguadores volvieron sangrando hacia la retaguardia. Remo los miró fascinado por su labor de abastecimiento. Con una armadura bastante cerrada, sin armas, paseaban una y otra vez por los estrechos pasos arriesgando sus vidas para ofrecer agua a los soldados relevados. El calor era un enemigo que, conforme fueran pasando las horas, conseguiría evaporar las fuerzas de muchos.

—¿Qué pasa, mi capitán? —preguntó el joven Gaelio—. ¿Vamos ganando?

—No veo bien… —susurró mientras la jauría envolvía por doquier. Se arrepentía de haber rechazado el caballo—. ¡Elevadme!

Dos de sus hombres lo subieron a hombros y acabó pisando un escudo que usaron como plataforma elevada sostenida por cuatro hombres, para que pudiera estar cómodo. Remo al principio se protegió con su escudo por si le alcanzaba algún proyectil. Todavía estaban lejos del frente, así que no había nada que temer. Entonces vio cómo las tropas de Vestigia habían entrado en la línea a su favor. Veía más cerca los flancos que el final del frente. El centro cedía. Incluso estando lejos, pudo ver la sangre, salpicando como si la masa de las huestes fuese agua, un mar plateado estrellándose en rocas negras y pudiera ver retazos de espumas, salpicaduras del contacto.

—Parece que en el centro vamos ganando…

Veía las tropas de Rosellón aguantar sin protagonizar ataques en esa zona y poco a poco cedían cada vez más espacio. Quedó fascinado viendo a los hombres así en la media distancia atacar, asestar golpetazos a los escudos, soportar embestidas. Vio caras diminutas por la lejanía, de odio, pánico, hilaridad, rostros febriles y ansia de dañar. Sintió una familiaridad un poco desagradable de haber vivido ya momentos como ese en otros campos de batalla. Miles de pequeños objetos a los ojos de Remo, como piedras, se intercambiaban por los aires mientras todo chocaba y se contenía. Podía ver cómo los heridos eran empujados hacia atrás por sus compañeros. En ambos bandos los había. Entones apreció un movimiento extraño…

La retaguardia de Rosellón se dividía y comenzaban a fortalecer precisamente las zonas donde menos falta hacía, las que estaban soportando bien el envite de las tropas del rey, los flancos. Regueros de armaduras negras se aglutinaban en los extremos. ¿Por qué se dirigían hacia los extremos si estaban cediendo espacio por el centro? Trató de ver en la lejanía lo que sucedía con las caballerías pero era como cuando desde un altozano se contempla una tormenta de arena, una nube de polvo en movimiento. Remo miró hacia atrás, hacia su propia retaguardia. Vio que las tropas, por la misma curiosidad, por el deseo de avanzar, estaban juntándose demasiado, ya había algunos atascos. Siguió escrutando el frente y vio movimiento de pendones por detrás de las últimas filas. Iban a engrosar aún más los extremos que comenzaban a hacerse más grandes gracias al apoyo de los de la retaguardia… ¿Estaban asumiendo que el frente se dividiría?

—Bajadme.

Esperaría a que le llegara información del general Górcebal que disfrutaba de informadores mejor posicionados.

—Mi señor… —susurró Gaelio—. ¿Vamos ganando?

—Va bien… pero creo que ese loco de Rosellón no parece ser consciente de su inferioridad…

El chico, que estaba bajo la supervisión del maestre Pese, desde que habían construido la formación, se pegó a la espalda de Remo. Así se moviera un metro, él daba un paso para estar más cerca del capitán.