CAPÍTULO 26

La muerte en las sombras

La cara del emisario real que acudió a la posada de Tena Múfler con el encargo de llevar a Remo a palacio fue muy elocuente cuando la posadera le explicó con sencillez:

—Remo no acudirá a la cena de su majestad.

—Creo no haber entendido bien… ¿Está usted por casualidad sugiriendo que ese caballero, Remo, está indispuesto, que tiene un impedimento suficiente como para no acudir a la cena que debía presidir junto al rey Tendón?

—En efecto. Las palabras de Remo han sido: «Cuando venga el emisario, dile que no iré a la cena. Rechazo la invitación de su majestad. Necesito recuperarme de los acontecimientos recientes».

El emisario abriendo mucho las aletas de su nariz respingona, parpadeó hasta siete veces seguidas. Fuera, los soldados a empujones habían tenido que hacer hueco para que el carruaje donde Remo iba a ser trasladado avanzase hasta la puerta del establecimiento. Se había personado el alguacil de ese distrito y gran parte de sus hombres.

—Exijo ver a ese Remo de inmediato —sentenció el emisario real mientras tomaba asiento en una banqueta alta, junto al mostrador donde la casera atendía.

Tena, abochornada, con colores de pimiento esparciéndose por sus mejillas, subió las escaleras.

—Sala, el emisario está aquí y dice que desea ver a Remo. ¡Ya dije yo que no podía rechazarse algo así! ¡Niña, haz el favor de hacer entrar en razón a ese hombre! ¡Es el rey, por el amor de los dioses!

Sala cerró la puerta en las narices a Tena.

—Primero secuestra a Patrio Véleron, prometiéndole a Blecsáder una gran recompensa. Después —Remo parecía ajeno a la urgencia de Tena y analizaba en voz alta con Sala los acontecimientos—, Blecsáder pudo hacer entrar a sus hombres en Vestigia sin salvoconducto gracias a la influencia de Rosellón… ¿Para qué secuestrar a Patrio? No lo entiendo.

—Quizá la recompensa…

—No, no se trata de dinero. Rosellón en mi celda no insistió en el dinero. Me chantajeó con los secretos de mi transformación. Le fascinaban las historias que seguro le ha contado Blecsáder sobre la criatura fabulosa en la que me acabé convirtiendo.

Sala recordaba a aquella bestia y se estremecía.

—Eras bastante feo, sí…

Se escucharon voces y maldiciones venir desde el piso de abajo. El emisario parecía haber perdido la paciencia. «¡No se puede rechazar una invitación real sin previo aviso!». Por fin el carruaje se marchó. Los que abajo esperaban pacientemente ver a Remo comenzaron a abandonar el local suponiendo que, si había rechazado una invitación real, muy probablemente no tendrían ocasión de verlo.

—Parece que la noche se calmará.

Remo, a través de la ventana de la habitación de Sala contempló los cielos oscureciéndose, recortados por las techumbres de los edificios vecinos. Escrutaba las vistas con una brisa agradable acariciándole la cara. Le gustaba la visión de los palacios que aparecían aguados por la lejanía que convertía en gris mate la piedra blanca de los templos, como si fueran pinturas y no distancia. Se giró y se fue a buscar entre los estantes de la mujer, allí dio con una pipa y algo de tabaco perfumado.

Sala preparó un baño. Lo necesitaba. Llenó la tinaja de agua caliente y recogió su melena con una pinza de madera. Se le ocurrió la idea de que tal vez a Remo le apeteciera también disfrutar de un baño. En realidad, después del tiempo en que Remo había estado preso, deseaba volver a tenerlo cerca. Ella tenía la sensación de que les quedaba una conversación pendiente. Sentía una angustia interna que sería imposible de calmar sino hablaba con él. En el tiempo de su cautiverio, Sala no lo había echado de menos. No se trataba de nostalgia, pues más bien ella deseó olvidar la convivencia que habían tenido en Belgarén. Sin embargo, los pocos momentos en los que sí habían disfrutado, algunos besos que tenía sellados la memoria de sus labios, caricias, las risas de Remo en el estanque en aquellos últimos días antes de que lo apresaran, sí que la impulsaban irremediablemente a desearlo, alimentando además la necesidad de que Remo se pronunciase de una vez, y un baño sería una oportunidad muy grata para un acercamiento.

—¿Quieres compartir mi baño? —le preguntó asomándose desnuda a la estancia alumbrada por velas. Seda invisible penetraba por la ventana y le erizó la piel por el fresco. Remo miraba por esa ventana. Giró la cabeza y paseó sus ojos verdes por la desnudez canela de Sala.

—Perdona, pero no deseo más agua caliente. ¿Puedo fumar con esa pipa que tienes en la estantería?

—Sí, claro, estás en tu casa, Remo.

Sala sonrió algo forzada y se dio la vuelta. Justo cuando se quitó de la vista del hombre susurró casi de forma inaudible.

—Tú te lo pierdes…

Remo fumaba ya la pipa en el dormitorio mientras ella se disponía a entrar en la bañera. Cuando sintió el calor, primero en una pierna después en la otra, pensó en el milagro que había salvado al hombre de morir abrasado por agua mucho más caliente que la que ahora la relajaba a ella. Miró la superficie espejada por si se le aparecía algún ser extraordinario, y rio ante esa idea loca. Sentó su cuerpo en la bañera propagando la sensación calórica, ahora en toda su piel Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás para sentir mejor el incendio que percibía a su alrededor, un incendio grato, esa temperatura justa que no llegaba a herirla. Se imaginó por un instante que Remo entrase en el cuarto de baño mientras ella se bañaba. No pudo evitar acomodar la postura para ofrecer una imagen atractiva si eso pasaba. ¿Por qué demonios se esforzaba todavía en esa locura absurda de detalles? Sonrió, no sin cierta amargura. Remo no iba a entrar, no la iba a sorprender, ni protagonizaría jamás cualquiera de las escenas que siempre poblaban su imaginación. Cuando Remo actuaba, siempre la pillaba totalmente desprevenida.

¿Qué iba a suceder con ellos dos? Sala, disfrutando de aquel baño merecido después de los acontecimientos de la noche anterior y todo el día ajetreado, pensaba que una vuelta al campo sería imposible. Remo además no sacaría el tema, seguro, él siempre guardaba silencio y esperaba las reacciones de la mujer. Sentía que Remo no deseaba quedarse solo, pero casi la instaba a separarse de él, como si prefiriese vivir su maldición.

Los vapores del agua soplándole en el rostro le eran muy agradables.

Abrió mucho los ojos sin saber porqué. Se había quedado dormida. Reparó enseguida en que el agua estaba más tibia que antes. En ese momento Sala percibió que no estaba sola en el cuarto de baño. No tuvo tiempo de reacción.

—No te muevas —le susurró una sombra amenazadora a su espalda. Las velas del baño proyectaban una silueta en cuatro planos distintos. Era una sombra agazapada y ágil, y su voz viperina apenas fue audible a la propia mujer.

Una mano poderosa, enguantada, le tapó la nariz y la boca. Sala echó su cabeza hacia atrás levemente hasta tocar la tina para proteger su nuca. Entendió rápidamente que aquel intruso no deseaba robar, ni venía por información, era un asesino, y muy hábil. Se había colado en sus dependencias por el ventanuco estrecho de su baño sin miedo a ser descubierto. Sin un estruendo.

Trató de pensar con frialdad mientras el miedo parecía aislarla, como si la volviera sorda. De pronto el cuerpo se le helaba y, del susto, no se sentía inmersa en agua. El intruso parecía estar pensando. Sala supo que debía luchar por sobrevivir porque tuvo una intuición clara de que ese individuo deseaba matarla y, sencillamente, estaba eligiendo la forma más silenciosa de hacerlo. Gritó y pateó el agua y fue el sonido de las salpicaduras mucho más escandaloso que su grito, pues la presión de aquella mano se incrementó.

Sintió un arañazo en el cuello, no excesivamente doloroso, pero sus ojos pronto detectaron un caño de sangre. La piel, fría por el baño, fue lamida por la sangre cálida que se derramaba sobre sus pechos y tintaba el agua de la bañera. Sus piernas y sus brazos, en la lucha por conseguir movimiento en aquel cubículo lleno de agua pronto aparecieron pintadas por una rojez líquida. El dolor aumentó mientras comprendía que la estaban degollando de parte a parte del cuello. El aire que no penetraba por su nariz bloqueada por aquella mano firme, como de plomo; comenzó a entrarle de repente por la garganta, emitiendo un sonido áspero de acidez, de aire que se abría paso a través de algo similar a una cordada. Notó que no podía toser, pero que la sangre también se colaba dentro, como atragantándola.

Remo, asomado a la ventana del dormitorio, escuchó el agua pero no dio importancia al hecho. Pensó que la mujer simplemente salía de la tina de baños, sin más… Una flecha le atravesó el hombro. Desde luego Remo después se arrepentiría de su exceso de confianza, pero no tuvo en cuenta que entrañase riesgo alguno pernoctar allí, puesto que sus enemigos supondrían que sería en palacio donde pasaría la noche, como manda el protocolo para un invitado especial del monarca. Creyó que, precisamente rehusar la invitación del rey convertía en un lugar seguro la posada de Tena.

El dolor era intenso y supuso que la flecha podía estar envenenada. Sabía que el dueño de aquel proyectil pronto se colaría por la ventana, así que cometió la temeridad de cerrarla y, antes de lograrlo, otra saeta silbó desde la oscuridad de una fachada que jalonaba la calle, resguardada de la luz crepuscular. Esta flecha se le clavó en el pecho. Cerró la ventana pese a todo y la atrancó.

—¡Sala, ayúdame…! —gritó cuando sintió que el veneno comenzaba a paralizarlo. Tropezó y clavó las rodillas en el suelo. En ese momento vio por la puerta abierta del baño cómo los pies de Sala pateaban el aire agonizando. Sintió que los nervios se le estiraban, una extraña lucidez, esa que siempre lo abofeteaba cuando el peligro estaba rondándolo como ahora, le permitió llegar hasta la canasta donde la mujer había dejado el medallón con la piedra de poder. La luz roja penetró por sus cuencas, despejó su cabeza y le otorgó aquella energía demoledora… sacó las flechas sin esfuerzo. Entró en el baño y vio con horror cómo Sala agonizaba degollada, con el cuerpo emitiendo espasmos y la cabeza desmayada hacia un lado.

La pobre intentaba hablar, pero no podía. Remo gritó de rabia. Había consumido toda la energía de la piedra. Estaba sola. ¿Dónde se había metido el agresor? Vio la ventana estrecha. Pensó que era demasiado estrecha y miró el suelo comprobando que había restos de la pequeña vidriera que antes tapaba la abertura. Pasó el colgante por su cabeza y, como una fiera saltó hacia la estrechez. Su corpulencia lo hizo atascarse pero, catapultado con la fuerza de la piedra, destrozó parte del techo sin problemas para pasar. En los tejados agudizó su vista. ¡No conseguía ver a nadie!

—Cálmate justo cuando más necesites de tus sentidos —dijo sosegadamente recordando un consejo de su instrucción. Respiró hondo y aguantó la respiración. Cerró los ojos. Escuchó por fin un sonido extraño, como de teja partida. Corrió a grandes zancadas hacia ese lugar. El tejado estaba vacío pero confió en su instinto, se agachó para mirar por la cornisa y vio en la calle una sombra desplazándose con frenesí.

Remo saltó varios tejados hasta acercarse, ayudado por la velocidad sobrenatural que siempre le prestaba la energía roja. Las formas de las techumbres de los edificios pasaban ráudas bajo sus piernas, mientras saltaba una y otra vez encontrando apoyos ocasionales. No perdía de vista, pese a lo precipitado de su avance, aquella silueta que se proyectaba sobre las fachadas de la callejuela. Por fin se dejó caer cortándole el paso.

Agarró al asesino justo cuando iba a perderse por un callejón. Sorprendido por ser atrapado gritó, era una mujer. Por un instante sintió miedo, descubrió su cara entre las sombras de la noche y creyó ver un parecido horrible con Lania. Siempre se preguntaba con temor si reconocería a Lania, si después de que pasaran los años y la tuviera en frente lograría diferenciarla de otra mujer parecida al recuerdo que tenía de ella. Desde luego no creía que Lania se hubiera convertido en una asesina como él. Quebró el espejismo y la mató sin vacilar, teniendo cuidado de poner cerca la piedra mientras la inmovilizó girándole la cabeza de un tirón de su mandíbula. La desnucó en su último estertor. Cuando la luz volvió a colorear la joya, salió corriendo como una exhalación hacia los tejados. Saltó como si pudiera volar y logró llegar a la altura deseada equilibrándose con los brazos. Sala podía estar ya muerta…

Gritó para insuflarse esa rabia que necesitaba para ir más rápido. Destruyó varios tablones que le sirvieron de apoyo. Algunos balcones se abrieron tiempo después de que él pasara como un fantasma ruidoso. Remo se destrozó la camisa al penetrar por el agujero astillado que había abierto en el baño de Sala. Se lanzó de cabeza al interior.

La encontró inmóvil, quieta como un muñeco. La bañera, completamente roja, inundada de sangre… su piel resplandecía cetrina y pálida.