CAPÍTULO 1

La peste de piedra

Sucedió en tiempos voraces para los habitantes de Vestigia. Apagados los fuegos de la Gran Guerra, cuando todavía se podían ver las humaredas de pueblos arrasados y las piras funerarias lamían las pupilas de huérfanos y viudas, muchos perecieron a causa de una enfermedad cruel que asoló numerosas poblaciones en todo el reino: la peste de piedra.

Fue una época de contrastes. La firma de los tratados de paz con Nuralia contagió de alegría a vestigianos y nurales. Se prodigaban festejos y ceremonias de ciudad en ciudad al regreso de los combatientes. Esposas recuperaban padres para sus hijos y los juglares componían versos al abrigo de relatos veraces, mientras otras buenas gentes enterraban a sus muertos envueltos en sacos de seda, o peregrinaban a los campos de batalla donde las fosas comunes se colmaban de flores. En el trasiego de unos y otros, la enfermedad se propagó con facilidad.

Tomei, un arquitecto muy loado en la capital, observó una mañana a su esposa Miabel, de espaldas, desnuda frente a uno de los arcones de roble donde guardaba sus vestidos. La iluminaba un tragaluz que hacía que su carne pareciese de alabastro. Una mancha oscura en su piel nívea, que le tapaba medio omoplato derecho, fue lo que desencadenó su preocupación. Tomei apretó las mandíbulas, se acercó silencioso, mientras un frío repentino recorría su cara, al tiempo que crecían las sospechas de que su mujer estuviese enferma.

—No te muevas —le susurró con la voz partida de sufrimiento. Pero Miabel se giró al instante, con una de sus sonrisas de leyenda, nublando en su rostro cualquier síntoma…

—Date la vuelta, Miabel…

Comenzaron las fiebres y las noches en vela. La tos sangrienta. La delgadez. La piel granulosa, cetrina, maloliente… la pérdida de visión, la pérdida de apetito, la pérdida de cabello. No podía casi ni moverse de la dureza que habían adquirido sus músculos, y sobre todas esas pérdidas… se le fue la esperanza.

La mujer de Tomei enfermó de peste de piedra. También llamada fiebre negra. Ni los médicos, los curanderos, los brujos más afamados en sanación, las ofrendas cuantiosas, ni tampoco su férrea contemplación de rituales y la oración a los dioses habían podido evitar que Miabel enfermara. Se mantenía en el límite del viaje final…

Arruinado por los intentos de salvarla, con una hija de siete años que no podía dejar de llorar, Tomei estaba desesperado. Miabel no había sido una mujer al uso… Fue poesía, y verla así, en sus últimos versos, destrozaba el corazón de Tomei.

En aquel momento crítico, al borde de la locura, bregando por combatir la pena más honda que jamás hubiera sentido, se encontraba sin inspiración, sin trabajo. Tomei de Venteria…

De todos los escultores y arquitectos de Vestigia, no había un talento que se pudiera parecer o asimilar siquiera al de Tomei. De entre todas las grandes personalidades que elevaron templos a los dioses, en los últimos doscientos años, los más dignos que se hacían en la actualidad eran siempre diseñados por él, apodado «el arquitecto de los dioses». Suyas habían sido las últimas reformas del palacio del rey, y suyas eran también las obras escultóricas más veneradas en el mausoleo y los templos de la acrópolis de Venteria. Su prestigio no se le suponía en el rostro y la sombra de la peste hizo que, durante un tiempo, no quisieran requerir sus servicios quienes siempre habían peleado por él.

Tomei conoció a Rosellón por casualidad. En un banquete al que no pensaba asistir. Fue su hija Zubilda quien le insistió para que fuera. «Madre no quiere que te encierres en casa». Tomei lloraba mientras iba de camino hacia el lugar de la cena, repitiendo la frase de su hija. Pensó que esa niña jamás debería pasar dificultades y se conjuró a luchar por salir adelante.

En mitad del banquete, se le acercó Lord Rosellón Corvian. El general era muy respetado porque su destacamento había tenido una meritoria actuación en la gran batalla del Ojo de la Serpiente, así que el rey no dejaba de brindarle regalos y méritos. Rosellón le habló de forma muy directa.

—Me han dicho que estás pasando dificultades, Tomei. Yo puedo ofrecerte varios trabajos en mi casa aquí en Venteria. La he abandonado demasiado; mi residencia está en Agarión, pero últimamente el rey solicita mi presencia con bastante frecuencia. Me ha concedido aposentos en su palacio, y mi casa, mientras tanto, es devorada por las enredaderas y el tiempo, con la guerra no he tenido ocasión de reformarla. Sé que eres el mejor de los mejores, yo siempre trabajo con los mejores.

—Lo siento, mi general, pero debo estar al cuidado de mi esposa. Ni siquiera debería estar hoy aquí.

—¿Qué le sucede a… cuál es su nombre?

—Miabel. Se llama Miabel. Tiene… fiebre negra.

Rosellón insistió. El general le ofreció una fortuna por la restauración de su mansión. Un dinero que le iba a venir muy bien. Lamentablemente, poco se podía hacer ya por Miabel que no fuera esperar. Tomei aceptó.

La tormenta más tenebrosa que se recuerda en aquel año impidió que Tomei acudiera al trabajo en la mansión de Lord Corvian, dos semanas después de ser contratado. La lluvia era un látigo de miles de colas que restallaba sobre los tejados de su casa. Los caminos eran barro, una calamidad para los transportes. El aguacero no daba tregua y Tomei tenía la sensación espeluznante de que Miabel moriría cuando cesara la tormenta… Había empeorado mucho en las últimas jornadas, y cuando comenzó a llover, le entró una tiritera imposible de calmar. Tomei rezó mientras contemplaba impotente el sufrimiento de su mujer.

La oscuridad de la noche no hizo disminuir aquellas aguas arrojadas por el viento. Fue Zubilda, que tenía prohibida la entrada en los aposentos de su madre, quien lo llamó a gritos interrumpiendo sus plegarias.

—¡Padre, un carruaje! —gritó la niña.

Tomei creía imposible que nadie se tomara la molestia de visitarlo en medio de aquella tormenta. Cuatro soldados sostenían tres paneles que trataban de resguardar de la lluvia a un encapuchado que, con paso decidido, penetró en el porche de la casa de Tomei hasta el resguardo de su patio interior. Era Rosellón Corvian quien retiró la capucha.

—Mi general, ¿a qué se debe esta visita? Lamento no haber podido acudir hoy a su hacienda pero…

—Llévame con tu mujer.

Tomei vio en los ojos del general un secreto y un destello de esperanza. Condujo al general por los salones vacíos de su casa; cruzaron el patio de la fuente de mármol y penetraron en las estancias privadas, donde Miabel se sumergía cada vez más hondo en las arenas movedizas de la muerte. Gritaba de dolor entre estertores que hacían vibrar las sábanas ocres por el sudor oscuro que rezumaba su piel. Emitía un gemido muy bajo constante, que ya hacía días que no se convertía en grito.

Un relámpago calcó la silueta del general contra la pared de madera, mientras se despojaba de su capa. Abrió una bolsa de cuero y de ella extrajo un frasco, que al acercarse a los cirios reveló su color esmeralda.

—Abre su boca.

—Mi señor, puede que sea la mejor opción, pero… no deseo que termine así.

Tomei había pensado muchas veces en la posibilidad de envenenarla para terminar con su agonía… pero ese pensamiento era sombrío y no lograba tener valor suficiente para afrontarlo. Un militar como Rosellón seguramente sí que poseía la firmeza para hacerlo, pero Tomei no lo consentiría. No mientras la sonrisa de su mujer permaneciese en su memoria.

Rosellón se acercó a la cama y descorchó la damajuana.

—Tomei, levanta su cabeza… este será nuestro secreto. Con el brebaje que contiene este frasco tu mujer vivirá…

No se trataba de fe o escepticismo. Se trataba de la afirmación del mayor de los deseos de Tomei. El arquitecto introdujo su mano derecha en la blandura de la almohada, rodeando la curva de la cabeza de Miabel y mientras ella gemía la aupó. Después, con lentitud dolorosa, apoyó la palma de su mano izquierda en el ángulo de la barbilla de su esposa. Tiró con fuerza para abrirle la mandíbula. Ella lo ayudó como pudo, presa de la tensión tramposa que le imponía la enfermedad y que no la dejaba responder.

Pensó que el brebaje la había matado. Lloraba viendo cómo su esposa tenía los ojos cerrados, inmóvil, sin temblores, su cuerpo parecía petrificado, oscuro, como de granito. Parecía que no respiraba. No despertó en tres días. Tomei no se separó de ella. Lord Corvian vino a visitarlo todas las tardes. La mejoría se acentuaba cada jornada. En la mañana del cuarto día su esposa abrió los ojos.

—Miabel ha regresado —dijo Tomei abrazado al general, incapaz de mantener el equilibrio por la emoción.

Desde entonces, Rosellón siempre mantuvo con él una relación de confianza. Era un hombre extraño, pero muy cortés. Tomei se sentía en deuda con él, tanto como para arrancarse el corazón si Rosellón lo estimase conveniente. Jamás le dijo la procedencia de ese brebaje, y él dejó de preguntárselo cuando vio que el general no deseaba revelarlo. Frente a la sociedad la mujer experimentó una curación milagrosa porque Tomei afirmaba que realmente no había llegado a desarrollar la enfermedad completamente. Era mentira, pero jamás uno de esos estirados de la corte se había dignado siquiera a visitar a Miabel…

La amistad entre Tomei y Rosellón se cimentó con el tiempo y la salud floreciente de Miabel. Compartían charlas variadas a propósito de arte, política y economía, incluso sobre temas antropológicos. Rosellón poseía un espíritu muy joven encerrado en un cuerpo ya viejo. Sus ojos devoraban el tiempo. Se veían cuando el general regresaba de Agarión y siempre lo sentaba a cenar junto a él, en cualquier festejo o invitación.

Cayeron soles por el horizonte, estaciones enteras y años. Tomei solía tener siempre una predisposición positiva sobre cualquier idea que el general expresaba. Se decía a sí mismo que no tenía nada que ver el gran favor que le había hecho con el asunto de la curación de Miabel, pero lo cierto era que no podía negarle nada al general.

Sin darse cuenta, había vendido su alma.