CAPÍTULO 14

El incendio

Al castillo de la montaña de Agar llegó otro aliado de Rosellón.

Bramán dijo simplemente que se llamaba Blecsáder, y pocas palabras dedicó hacia los artistas que explicaran su procedencia o sus intenciones. Los aposentos que le adjudicaron estaban cercanos al despacho de Rosellón, pero pasaba la mayor parte del tiempo fuera del castillo. Era un hombre grande, muy alto y de cabello hermoso. Parecía curtido en batalla, y Tomei comprendió instintivamente que se acercaba poco a poco el momento en que todo comenzaría: la rebelión era inminente.

Habían cambiado mucho las cosas desde el inicio del proyecto. El propio Rosellón había sido nombrado Consejero Real y apenas residía en Agarión. Trescalio administraba la ciudad en su ausencia y Bramán parecía ocuparse de los asuntos de la fortaleza y el buen fin de la producción de armas. El paso de los inviernos había hecho mella en las primeras ilusiones.

Las fraguas iban a buen ritmo. Tomei se esforzaba por mejorar los diseños y por garantizar menos peso y más durabilidad en espadas, cuchillos y armaduras. Se abstraía del fin que perseguían las armas, pensaba con la mentalidad de un hombre contratado para realizar un trabajo. Y él, desde que tuvo sentido y razón, siempre hacía su trabajo lo mejor posible. A su lado, Fenerbel y Loebles se dividían las tareas de control y diseño de nuevas armas, organización del trabajo, turnos para las fraguas y demás. Evitaban hablar de aquella reunión… Tondrián había sido recluido por negarse a participar y tan solo podían visitarlo una vez al día.

Tomei comprobaba mes a mes que la voluntad de Tondrián no flaqueaba. No le dejaban salir de una de las torres del castillo y él decía que le sobraba espacio. Era admirable su entereza y muchas noches, cuando terminaba la jornada y Tomei veía las armaduras y las espadas con las que se entablaría aquella rebelión, no podía por menos que sentir una duda admirando la voluntad de Tondrián fija e inquebrantable.

En un patio abierto junto a las fraguas se probaban todos los días las espadas, los escudos y las armaduras, vistiendo maniquíes de madera y sometiéndolos a un asedio de golpes constante. Blecsáder acudió a uno de esos ensayos. Lo observaba todo con bastante detenimiento.

—¿Por qué unos escudos tan pesados? —preguntó cuando vio el tamaño de algunos diseños.

—Alcanza uno. Es una aleación interesante. No pesa tanto como parece —sugirió Tomei.

Blecsáder agarró el escudo y se sorprendió del peso. En efecto no parecía estar sujetando un escudo de metal.

—Aun así es enorme, es pesado. Si se hicieran más cortos estoy seguro que aún pesarían menos y eso sí que sería un avance, te felicito por el material. Los escudos de madera rematados en hierro no soportarán tantas descargas como estos.

—La finalidad de estos escudos es esta: —Tomei hizo un gesto con la mano y un esclavo liberto enorme, llamado Gorán asió uno de aquellos escudos y lo clavó en el suelo aprovechando la punta afilada que tenía— para defender una posición, podrán clavarse al suelo y… —e hizo otro gesto para que Gorán continuara la exhibición. Ahora alcanzó otro escudo y lo clavó junto al primero. Con una clavija y anudando una correa delgada quedaban sujetos el uno al otro.

—Es interesante… Detendrá el avance enemigo cuando convenga.

Blecsáder resultó ser un entendido en armas. Le sirvió mucho a Tomei su compañía en los días que siguieron a su llegada. Sin embargo una sombra se cernía en él. Algo misterioso que Tomei no sabía concretar en palabras. Tenía un aura complicada y siniestra. Jamás demostraba sus emociones, era bastante sonriente y trataba bien a la gente que lo servía, y sin embargo, era de esas personas que cuando uno se las imagina enfadadas dan la sensación de poder desencadenar tempestades.

—Hablemos, Tomei —sugirió una tarde Blecsáder.

Pasearon cerca de los fosos adyacentes al castillo. El viento mecía las copas de los árboles y las nubes adquirían un tono similar al de las piedras de los muros.

—Parece que habrá tormenta.

—La habrá… —sentenció Blecsáder—. Desearía conocer tu opinión sobre un asunto referido al encierro de Tondrián.

—Es lamentable, yo he intentado muchas veces que cambie su opinión. Pero con él no hay forma.

—Creo…, siempre te hablo desde un punto de vista personal, no he tratado este tema con Rosellón, pero pienso que su encierro es demasiado cómodo como para que se le plantee realmente la necesidad de cambiar.

Tomei se sorprendió de la sugerencia de Blecsáder.

—¿Cómodo? No me imagino yo pasar tres años, encerrado sin poder pasear por estos jardines.

—Sí, pero sus aposentos son inmensos, puede descender a varios salones y posee esclavos que lo bañan y le preparan cuando se le antoja. En ese estado un hombre conspira, no se rinde a evidencias. ¿No crees que el resultado sería bien distinto si estuviera en una mazmorra? No te hablo de tratarlo mal, ni de castigarlo.

—¡Tondrián es un artista, un genio! Es muy duro para mí verlo donde está, no es una buena idea.

Blecsáder lo miró de forma extraña. Después cambió de tema.

Tondrián llamaba al plan de Rosellón: «una traición bajuna y mal resuelta». Tomei sentía dolor por él. Se consolaba pensando que había sido el único en mostrarse inflexible. Por fortuna tenía a Fenerbel, que le había demostrado amistad y, pese a sus dudas, al inicio, comandaba los trabajos mejorando los aceros de las primeras partidas. Loebles al principio también se mostró taciturno y no participaba cuando se les pidió mejorar las armas que habitualmente se usaban en la infantería de Vestigia. Pero en él sí que fructificaron las charlas del atardecer. Logró hacerle ver que las pretensiones de Rosellón eran legítimas, que Vestigia necesitaba un cambio de rumbo.

No solo tuvo que hacérselo ver a sus compañeros. También tuvo que convencer a Miabel y su hija. La niña, que ya no lo era tanto, adoraba a Rosellón y le parecía algo emocionante, no parecía inquietarse por los peligros que podía acarrear. Miabel sí que se preocupó.

—Tomei, no te sientas en deuda con él, ya sabes, por lo de mi curación. Los actos buenos no deben ser motivo para realizar actos horribles.

—¿Crees que rebelarse contra un tirano es un acto horrible, Miabel?

—Mi querido Tomei, solo quiero estar segura de que sabes lo que haces. Yo siempre te apoyaré.

Esa frase fue bastante explícita. Miabel en realidad deseaba que su esposo emprendiese el camino que su corazón le dictase, y Tomei se encontraba a sí mismo defendiendo las ideas de Rosellón por doquier, fuera y dentro de sus aposentos, como si desde el principio no albergase ninguna duda sobre el éxito y las bondades que supondrían para Vestigia. Realmente era una apuesta. Tomei no podía estar seguro de cómo funcionaría todo tras la rebelión, pero se encontraba andando el camino antes de pensar hacia dónde se dirigía. Lealtad y convicción se mezclaban. Razonaba en frío y sentía que estaba siendo fundador de algo nuevo y que lucharía por hacer que mereciese la pena en todo aquello que dependiera de él. Trataría de guiar a Lord Corvian si se perdía en la tormenta del poder.

—¡Incendio! ¡Fuego!

Tomei corrió por los pasillos hasta las escaleras. El humo en la fragua salía a borbotones y desde la fortaleza de Agar podía divisarse negro, enhiesto, subiendo en una columna gruesa ligeramente vencida por el viento. Blecsáder organizaba en el patio central del castillo una partida de hombres para acudir a paliar el fuego. Tomei se sumó a ellos inmediatamente.

La mayoría serían transportados en varios carruajes que estaban a punto de llegar. El arquitecto no tuvo tanta paciencia. Agarró un caballo y se lanzó ladera abajo por varios caminos que atajaban cortando por laderas escarpadas.

Había ordenado varias veces que alejaran el almacén de la leña, pero Loebles se empeñaba en ganar tiempo teniendo la madera cerca. El incendio había sido provocado precisamente en el almacén y se había contagiado a la pared de la fragua.

Conforme su caballo se iba acercando a las inmediaciones del desastre, el aire se recalentó y se vio inmerso en un otoño blanco de cenizas que volaban con la sensación onírica de navegar en el viento…, detrás, un muro de oscuridad que se agitaba, una turbulencia negra de humo, y el rugido de las llamas, debajo, que emanaba de la planicie excavada entre montes donde se situaban las fraguas.

Lo penoso de apagarlo, las vidas que se perdieron, el coste real en materiales, esfuerzo y moral no le fue posible considerarlo cuando se enteró de que, en esas llamas, había ardido el propio Loebles.

—Señor, no cabe duda. Loebles ha muerto en el incendio. Trataba de indicar a los obreros dónde aplicar el agua para conseguir enfriar el muro de la fragua. Hubo un derrumbamiento y la pared cedió.

Murieron más de cincuenta hombres que estaban atareados en la extinción del incendio.

Con la cara manchada de hollín después de revisar las instalaciones todavía ardientes en algunas partes, Tomei no podía contener las lágrimas. Loebles era un idealista, un hombre versado en artes y poco amigo de la política. Loebles era sin duda de los cuatro el más íntegro y filántropo. Su muerte era una carga, un peso en algún lugar de su cabeza que, si en un futuro aquella rebelión terminaba confinada en una derrota, arrasaría de amargura y culpabilidad a Tomei.

Triste y apenado evitó la visita que solía hacerle a Tondrián. Durante dos días faltó a su cita, pero al tercero sintió responsabilidad, no pudo acallar su conciencia y decidió ir a contarle lo de la muerte de su querido colega. Estaba seguro de que, desde sus dependencias habría podido contemplar la humareda oscura que estuvo alimentando los cielos de oscuridad durante dos días y medio.

Tomei había intercedido por él en numerosas ocasiones y Rosellón había incluso aceptado, confiando en Tomei, que si Tondrián declaraba su apoyo incondicional a la causa, lo dejaría continuar en libertad en los trabajos ordinarios, sin la más mínima represalia. Tomei se lo comunicó a Tondrián, y este, haciendo gala de orgullo y una aplastante sonrisa, le respondió: «Las ideas de un hombre no están en venta, ni se pueden cambiar por acomodos, al menos no, siendo un hombre como yo».

La muerte de Loebles hundió al arquitecto de Venteria, y temía la reacción de Tondrián.

—Loebles ha muerto… ha sido horrible, en un incendio atroz que…

—Ya lo sé.

No se sorprendió mucho con la respuesta de Tondrián. Quizá alguno de los que lo atendían le había comentado la noticia del incendio, lo que sí le desagradó fue el tono altivo y la sonrisa que vino después de admitir que conocía el hecho.

—Vino a verme hace cuatro días. Me dijo que admiraba mi fortaleza, que él no era tan fuerte ni tan valiente, pero que había encontrado una salida digna.

—¿De qué estás hablando Tondrián?

—Me contó que iba a provocar un incendio y que allí acabarían sus días de traidor. Porque así se sentía, Tomei. Me lo dijo textualmente con estas palabras: «Soy un traidor. Me doy cuenta cada día que voy a las fraguas y veo las espadas que matarán a mis hermanos de Nurín o a mis vecinos de Venteria. Veo la destrucción que provocaré y no puedo cegar mis ojos como hace Tomei».

Las manos de Tomei fueron poseídas por un temblor. La sensación atroz de no poder detenerlas, de no ser capaz de parar esa vibración, mientras la cara se le volvía a llenar de lágrimas.

—Tondrián, si acaso estás pensando en que urdir una mentira semejante podría mejorar las cosas, si acaso alguna vez me has tenido consideración o deferencia, respeto o amistad. ¡Tondrián, por los dioses, dime que eso no es cierto…! ¡Ha sido un accidente!

—Me dijo que lo tenía todo calculado, que iniciaría el fuego en el almacén y que, sin que nadie se diera cuenta, lograría conectarlo con la fragua.

Las lágrimas volvían a sus ojos y Tondrián, impasible y cruel, continuó diciendo:

—Tomei, el camino que has elegido, ese camino que pisas a tientas acabará por destruirte. Loebles se suicidó porque entendió lo que va a suceder. Lo comprendió perfectamente.

—¡Acaso podrías iluminarme, acaso podrías hacerme ver lo que no acierto a ver!

—¡No conspires contra tu rey! Es así de sencillo.

—Mi rey, mi rey es miseria, mi rey es muerte, mi rey es esclavitud, mi rey es pánico en los débiles y orgullo en los ricos. Mi rey no merece seguir siendo rey, porque mi rey envió a la muerte a muchos en aquella guerra. Mi rey esclaviza a los que no pueden pagar sus impuestos, destruye la prosperidad de esta tierra amasando una fortuna que no retorna al pueblo. Mi rey está enfermo. Su dictadura cada vez es más ciega y su senectud exige una abdicación. Pero mi rey jamás se bajará del trono a no ser que lo echen, que lo expulsen. ¡Eso es lo que haremos, expulsarlo!

Tondrián guardó silencio.

—Si así piensas no vuelvas por aquí. Somos enemigos.

Tomei descendió los peldaños hacia las zonas comunes. No sentía las piernas ni los brazos, no olía o siquiera podía ver sombras pasando cerca. Sencillamente la ira lo consumía. Allí se encontró a Blecsáder que miraba las llamas de una de las chimeneas del palacio.

—Creo que tenías razón, que lo pasen a una celda.

Así fue como Tomei dejó de visitar a Tondrián.