CAPÍTULO 54

Cuando los lobos se alejan

La procesión derrotada de supervivientes a la gran batalla de Lamonien avanzaba despacio. Tras desmantelar el campamento en cuatro días, viendo que la intención de las tropas negras no era la de perseguirlos, se había ordenado regresar a Venteria y seguir el rastro polvoriento del carro lujoso del monarca que había abandonado Lamonien de inmediato, llevándose toda su guardia para escoltarlo hasta la capital.

Cuatro días tristes, buscando soluciones para cargar todo el material sin dueño. Las bajas habían sido tan numerosas que, en esas jornadas interminables, en los amaneceres poblados de nieblas, el punto de reunión de las tropas parecía una ciudad fantasma. No podrían retirar todas las tiendas, el pillaje fue un problema difícil de atajar entre los lugareños que se acercaban supuestamente para ayudarlos organizar el desaguisado.

Las deserciones también frecuentaron. Hubo peleas intentando evitarlas, esclavos que se rebelaron contra sus oficiales… cuatro días nauseabundos.

La orden inequívoca era ir a Venteria. Los supervivientes no comprendían muy bien por qué no se les dejaba regresar a sus ciudades de origen. La sensación de peligro agobiaba a los hombres, que deseaban volver con sus familias, sanar las heridas de aquella batalla con los suyos y, de paso, apaciguar el miedo que seguramente se había extendido sobre si habrían sobrevivido a la masacre.

Remo encontró a Górcebal en su tienda de campaña, mientras lo curaban de algunos rasguños.

—Mi general, ¿qué suerte nos espera ahora? ¿Qué planea el rey?

—Tenemos noticias de Rosellón. Nuestros vigías de retaguardia afirman que no viene hacia Venteria. Ha virado hacia los bosques del norte. Creo que quiere darse un baño de multitudes en Agarión. Campa a sus anchas sumando adeptos en todas las aldeas del Lamonien. Lo que está claro es que no viaja hacia Venteria, nuestros informadores afirman que su objetivo será Debindel.

—Sabe lo que hace…

—Es suficientemente fuerte como para avanzar sobre Debindel, pero no sobre Venteria. Tendremos tiempo de reunir fuerzas y volver a plantarle cara, eso es lo que el rey se ha propuesto a hacer. Creo que no saldrá de Venteria en ayuda de otras ciudades. Está…

—Asustado —completó Remo.

—No imaginábamos ni en el peor de nuestros sueños el resultado de la batalla. Remo tú, tú lo viste venir. Lamento… ya sabes.

Remo admitió que Tendón había calculado bien las intenciones de Rosellón. Sentía que la moral de la tropa estaba afectada.

—Lo que quieres decir es que va a dejar a su suerte a Debindel.

—Debindel minará un poco más a Rosellón, tiene murallas fuertes, resistirán bien sus ataques. Rosellón la usará como ensayo para el asedio de Venteria. Tú sabes que para entrar en una ciudad amurallada se necesita maquinaria de guerra y, aunque tus tropas sean numerosas, se tarda bastante en construir algo así. Rosellón espera conseguir prisioneros, víveres y, de paso, más traidores que se unan a él en Debindel, pero puede salirle caro ese asedio.

—¿Qué desea Tendón, esperar a que marche también sobre las ciudades del norte? Si Rosellón ve que no acudimos en ayuda de Debindel tomará toda Vestigia antes de ir a Venteria, y eso puede engrosar sus tropas hasta el infinito. El rey no puede plantearse en serio encerrar su ejército en Venteria y esperarlo allí.

—También puede debilitarlas. Cada asedio, cada batalla…

—Los hará más expertos, más audaces, la victoria que han obtenido debe de haberlos vuelto osados como héroes.

—Sí, Remo, pero la guerra desgasta. Tendón no está dispuesto a ayudar a Debindel. No ayudará a nadie hasta que recupere la seguridad en sí mismo, Remo. Esa batalla nos ha condenado.

—¡Debemos ayudar a Debindel!, les estamos dejando a su suerte. Esperarán una ayuda que nunca les llegará…

—Debindel caerá cuando Rosellón se haya recompuesto en Agarión. No creo que podamos hacer nada para impedirlo. Si gastamos energías en protegerla, estoy seguro que nos debilitará. Tal y como están las cosas, el rey no deseará otra batalla en campo abierto… así que…

Remo dejó de escuchar los razonamientos de Górcebal. Emitió una sentencia muy clara, algo desafiante para decirla frente a un superior:

—Ni yo ni mis hombres nos quedaremos quietos sabiendo que Debindel combatirá sin esperanza.

—La orden del rey es expresa.

Remo había visto demasiada muerte como para respetar las reglas y las normas, las leyes que, finalmente, parecían trampas y no pilares de apoyo.

—Si el rey no quiere que desertemos, mejor será que nos deje marchar a Debindel.

—¿Cómo te atreves? Remo, diriges un puñado de hombres. ¿Deseas ser perseguido en los dos lados del frente?

—General, con todos mis respetos. Soy Remo, hijo de Reco, Arkane fue mi maestro, luché en la Gran Guerra, estuve en la invasión de Aligua, en la caída de Nirtenia, participé en la batalla del Ojo, que tantos y tan caros hombres costó…, si estoy aquí dispuesto a pelear contra Rosellón es porque precisamente no deseo que se haga algo como lo que Tendón está pensando, dejar morir a gente en la esperanza de tener ayuda. Mis hombres y yo iremos sobre Debindel lo quiera o no el rey. Mis hombres me son fieles a mí, no al rey, ni a ningún noble, lo veréis con vuestros ojos. No fue el rey quien los sacó de la muerte en la batalla.

Górcebal guardó silencio. Precisamente él seguía vivo gracias al pasillo que los hombres de Remo habían logrado construir en mitad de la pesadilla. Remo continuó con sus afirmaciones lapidarias.

—Dile al rey que no volveremos a sumarnos a su ejército. Si los hombres no podemos tener la inspiración de quien nos manda, nos vale cualquier tirano. Esta guerra se complica, y creo que cada vez se complicará más. La única oportunidad de ganarla es la de convencer al pueblo de que merecemos más que Rosellón controlar Vestigia. ¿Qué hemos hecho por ahora? Fanfarronear y suponer que la rebelión es el mal. Los que desertan y pretenden Vestigia lo hacen por algo. Los hijos de los hombres no deberían ser esclavos unos de otros, está escrito en los templos. ¿Somos temerosos de los dioses? Rosellón ha encontrado piedras preciosas en su planteamiento de liberar a los esclavos.

—Remo, no puedes hacer lo que te venga en gana. Aquí nadie te lo podrá impedir. Ni yo, ni ningún otro mando va a salir a tu encuentro cuando abandones la formación. Pero la política no olvida estos gestos. El rey puede ordenar que te maten justo cuando regreses a Venteria y no habrá quien mueva un dedo por ti entonces. Debindel está condenada con o sin tu ayuda. ¿Para qué gastar esas energías que tan preciosas son en estos momentos?

—¡Es que estáis equivocados! No debemos plantear la estrategia asumiendo que Debindel caerá sin más, sino yendo allí y provocando que su caída le salga muy cara a nuestros enemigos. Debemos salvar el mayor número posible de hombres que puedan acudir a Venteria debiéndole al rey un gran favor. Que la gente opine que nos defendimos, que no dejamos a su suerte a hombres, mujeres y niños. Debemos merecer la victoria en esta guerra si deseamos vencer.

—Son palabras hermosas, Remo. Acaso podría haberlas dicho el propio Arkane. Finalmente has demostrado ser un buen capitán, pero adoleces precisamente del mismo defecto que tuvo siempre Arkane: sus principios y la política no casaban.

—Por eso lo admiraba.

—Pues, Remo, ni siquiera el mismísimo Arkane el felino desobedecía una orden tan importante como la que se acaba de emitir. Si quieres seguir sus pasos harás bien en rectificar.

—Yo no me puedo comparar con alguien tan sabio. Sigo mi propio camino.

Remo reunió a sus hombres. Se extendió el rumor de que su destacamento abandonaría la formación para ir a Debindel y varios voluntarios, oriundos de la ciudad amenazada presentaron sus respetos a Remo contrariados por sus intenciones.

—Mi señor, ¿es cierto eso que dicen? ¿Iréis a Debindel pese a que el rey ordenó ir a Venteria?

Remo asintió con la cabeza. Había allí no menos de veinte soldados y al menos diez caballeros y tres maestres. No eran hombres corrientes. Habían sobrevivido. Sí, sin ayuda de ninguna piedra, sin la gracia de dones sobrenaturales, aquellos hombres ahora sucios, algunos heridos, que tenían el sufrimiento pintado en la mirada y andares dolientes, molidos por una batalla abrupta que no les había otorgado la gloria que esperaban, habían sobrevivido por sus propios méritos.

Quien le hablaba, sin ir más lejos, poseía tantas mellas en su espada que parecía a punto de quebrarse. Sus ojos intensos despedían fuego azul, un fuego que solo se siente cuando admiras a alguien. Remo los admiraba en silencio y esperaba que ellos lo comprendieran por el brillo que debían tener sus propios ojos.

—Perdimos a la mayoría de nuestro destacamento en la batalla, no tenemos mandos directos. Nuestros capitanes murieron. Somos de distintas facciones; los hay lanceros y espaderos. Debemos pleitesía a distintos nobles. Sobre todos nos mantenía Lord Decorio, pero, Remo, somos hijos de Debindel y deseamos unirnos a vosotros. Somos ochenta supervivientes, aquí no están todos. Te serviremos lealmente, capitán, por un trozo de pan diario, no te costaremos más.

—Os advierto que seréis lobos, como yo. No esperéis reconocimiento ni lamentéis después el haberos separado de la manada. Porque cuando el rey se entere puede que nos quedemos sin patria.

—¡Pues seremos lobos al servicio de Remo, el que sobrevivió al agua hirviendo!

Así fue como, después de la derrota en la batalla de Lamonien, Remo había engrosado su guarnición de combate y ya mandaba doscientos cincuenta hombres. Al amanecer del tercer día de regreso hacia Venteria esos hombres abandonaron el rumbo y se encaminaron al norte. Cuando el general Górcebal fue interpelado por el general Feslón dijo esto:

—Ese hombre no ha desertado. Ha hecho lo que el rey desea.

—¿Qué demonios estás diciendo Górcebal? No conozco más que una orden del rey y es muy clara: ir a Venteria.

—El rey ha dictado esa orden. Es cierto. Lo que sucede es que el rey no es capaz de darse cuenta de que, en realidad, desea ayudar a Debindel… Remo sí.

El general Feslón miró a Górcebal como si fuera un loco. Después viró su cabeza hacia donde se alejaba el rastro polvoriento de la división que desertaba.

—Que los dioses los protejan, van a una muerte segura.