CAPÍTULO 46
La táctica del rebaño muerto
Remo continuó caminando detrás de las compañías de vanguardia. No era consciente del resultado de la batalla que mantenían los jinetes, ni tampoco lo temía, puesto que la gran cantidad de tropas de infantería reunidas hacía mucho más importante cualquier suceso en la batalla que se mantenía a pie. Pensó que Rosellón estaba perdiendo. Sí, el contingente principal estaba a punto de romper en dos el frente de sus enemigos que serían aniquilados.
En mitad de esos pensamientos Remo y sus hombres tuvieron que detener su avance, había un atasco de soldados. No se podía avanzar más. Recibieron un par de empujones. Les venían encima muchos compañeros que no estaban respetando distancia alguna. Remo comprendió de pronto lo que estaba a punto de suceder. Sin pedirlo se subió a hombros de los hermanos Glanner que se habían acercado para quejarse también del atolladero.
Se puso una mano delante de los ojos para tapar el sol y vio pendones acumulados en los dos puntos fuertes de sus enemigos y calculó distancias. Había un movimiento estratégico con el que no habían contado…
—¡Atrás! —gritó.
—No podemos… nos empujan a nosotros.
Remo no pudo apreciarlo pero la realidad era que trescientos caballos enemigos, estaban atacando la retaguardia y esta, tratando de escapar a sus cargas letales, empujaba el avance y rompía el orden de las filas.
—¡Dárrel, Uro, guiad a los hombres hacia el flanco izquierdo! Yo tengo que hablar con el general. ¡Pese, ven conmigo, ábreme paso!
Remo, a empujones, se hizo hueco entre las filas de soldados hacia la retaguardia. Górcebal estaba justo antes de los arqueros. Vio a Remo y el movimiento extraño de la división de espaderos que él mandaba.
—¿Qué demonios haces, Remo?
—Mi señor, ¿encima de ese caballo no veis lo que sucede?
—¿Te estás dirigiendo al flanco cuando el centro cede? La orden directa viene del rey y es ATACAR POR EL CENTRO.
Remo era en ese momento centro de atención de casi todo el grueso de los hacheros y espaderos más experimentados del ejército, que esperaban su momento en esa posición más retrasada.
—¡Górcebal, escúchame! Rosellón hace fuertes los flancos y nos deja pasar por el centro… ¡porque pretende rodearnos! Su retaguardia está apoyando los flancos. ¿Cómo es eso posible? Está dato, es como una boca de serpiente, que se estira hasta tragarnos. Tenéis que lograr que se mantengan los espacios, mi señor. Estamos desorganizándonos nosotros solos al pasar dentro de los dos extremos que ha puesto Rosellón.
—¿Estás loco?
Górcebal desde su caballo miraba el frente analizándolo todo.
—Con inferioridad numérica no podrá rodearnos, ¿cómo un ejército inferior va a rodear a otro más amplio? Eso es una locura Remo. ¡Que tus hombres vuelvan a formar donde les corresponde!
—Señor, está sucediendo, si nos rodea evitará la ventaja numérica. Solo peleará con las tropas del perímetro. Miles de soldados quedarán en el centro sin poder luchar. Dentro del cerco son soldados paralizados. ¿Es que no lo comprendes Górcebal? —Remo dejándose llevar por la ira, habló al general como lo hubiera hecho con un igual. Esto sumado al episodio con las esclavas… hizo reaccionar a Górcebal al instante.
—¡Remo, te relevo de tu cargo de capitán!
—Señor, mi general… ¡El enemigo quiere convertirnos en rebaño muerto!
El rebaño muerto era una táctica militar antigua, muy osada. Se decía que un ejército se convertía en rebaño muerto cuando se volvía inservible. Remo proponía una locura, proponía que Rosellón, en inferioridad numérica, trataba de rodear las tropas de Vestigia para conseguir que todos los soldados del centro del ejército se convirtieran en rebaño muerto. Las cabras, el rebaño, cuando son atosigadas por los perros no pueden moverse, no pueden hacer nada, están desorientadas compactas y con dos perros puedes dirigirlas.
—¡Remo, cumple mis órdenes, maldito seas, o te devolveré a la celda! ¡No ves que es una locura rodear un ejército que es el doble que el de ellos!
No era una locura. Lo que sucedió en las horas siguientes sería recordado.
Las tropas de Tendón seguían ganando espacio por el centro y, cada vez se metían más y más adentro de una media luna que era más propensa a volverse círculo. Entonces sucedió algo con lo que nadie contaba.
—¡Es el momento, ya está conseguido…! —gritó Blecsáder emocionado en su posición, junto a los demás mandos—. ¡Tomei, eres un maldito genio… y yo un necio por no confiar en ti! ¡Debemos avanzar ahora!
Tomei tenía calor y una desazón interior extraña. Se había quitado el casco y le pesaba en la mano. Asintió.
—Sí. Es el momento… —susurró casi de forma inaudible.
Blecsáder cabalgó como un loco hacia uno de los flancos mientras le ordenaba a los voceros que hiciesen lo propio en el otro extremo.
—¡Avanzad!
Los flancos de las tropas de Rosellón recibieron la orden. Las filas de escudos trabados se izaron y los hombres avanzaron sobre el perfil del frente. No era necesario más que correr hacia delante y estirar las líneas gracias a los refuerzos que habían acumulado. La orden no era sostener combates, sino perfilar las tropas. Engullirlas. No cabía duda de que esos militares eran lo mejor del ejército de Rosellón, pues se organizaban con mucha rapidez y su avance provocó sorpresa en el enemigo. Tal fue la violencia de sus cargas que sus adversarios comenzaron a huirles. El resultado fue que el grueso del ejército de Tendón comenzaba a estar cada vez más compacto, puesto que las filas se habían desdibujado, y al combarse tanto el frente, en los flancos los capitanes de las tropas de Vestigia no atinaban a ordenar bien a sus hombres, puesto que no estaban ya ordenadas en filas homogéneas sino proyectando su avance hacia el centro.
Entonces la caballería del rey fue vencida totalmente, y las tropas comenzaron a ser hostigadas por más jinetes en la retaguardia. El instinto de los militares, sobre todo de las compañías de arqueros, fue el de achuchar para adelante y tratar de huir de los peligrosos jinetes. Entonces fue cuando las compañías de retaguardia de Rosellón corrieron detrás de los lanceros de los flancos y completaron el círculo, lográndose lo impensable: el ejército de Rosellón había rodeado la inmensa cantidad de tropas del rey en un cerco cada vez más parecido a un anillo negro. La pesadilla había comenzado. El rebaño muerto.
Tan grande era el ejército de Tendón que era un blanco fácil para los arqueros y las tropas de Rosellón se prodigaron en su siguiente movimiento. Cargaron para estrechar más el círculo perimetral del ejército atrapado.
Las tropas de Tendón tenían serios problemas en el centro de la masa atacante. Allí los soldados en algunas zonas sufrían tal atolladero que no podían ni levantar el escudo sin golpear yelmos amigos, las flechas causaron terror. Hubo peleas por sobrevivir, gente desorganizada, un caos absoluto. Los capitanes no sabían qué hacer, y encima de sus caballos eran un blanco demasiado goloso. Algunos desmontaron presa del miedo.
Muchos arqueros de Tendón intentaban apuntar tratando de responder a las posiciones enemigas, pero había tanto barullo en medio de esa distancia y comenzaban a estar tan apretujados, que no podían disparar sus flechas cómodamente. Llegó un punto en el que ni siquiera podían sacar las flechas de las aljabas. El pánico se generalizaba porque cada vez se compactaba más y más el grueso de las tropas. Los empujones, las patadas, la división en el seno de las mismas compañías fortaleció el caos.
En ese instante las tropas de Rosellón, mientras sus arqueros disparaban a placer sobre la masa inmóvil y estrujada, que no combatía puesto que no tenían frente, luchaban contra un total de unos doce mil soldados enemigos, tal era el perímetro del ejército compactado, mientras que los sesenta mil soldados que quedaban dentro de ese frente eran absolutamente inútiles por la estrechez, blanco perfecto para los hostigadores y lanceros que comenzaban a estirar sus brazos proyectando jabalinas. El terror en el frente se fue materializando cuando notaban que sus compañeros de atrás los empujaban para huir de las flechas, y las alabardas no tenían piedad. Sin embargo, más temible que las alabardas fue el efecto de los espaderos y hacheros de armadura negra más experimentados que el general Sebla ordenó pasar a vanguardia. Estos comenzaron una masacre especialmente cruenta. Con sus armaduras pesadas, hacían estruendo en sus movimientos. Sus adversarios mal posicionados, a veces incluso dándoles la espalda, intentando huir de la muerte, caían como mantequilla en los filos mortales de las espadas, de las hachas y machetes. Se desató el terror, la matanza indiscriminada.
Así, un soldado que estuviese en tercera fila de frente, podía ver cómo sus compañeros, a solo tres metros de distancia, perdían los brazos, las piernas, eran acuchillados sin piedad, mientras los empujaban y no conseguían estar bien posicionados, sin vías de escape, sin apoyo, eran carne de cuchillo, puesto que las posturas, entre empujones y estrecheces de estar unos chocando con otros, impedían la marcialidad necesaria. Morían cada vez de forma más estúpida y el terror se propagó con el olor intenso que la sangre comenzó a contagiar. Gritos hacían nacer otros gritos sin concesión al rugido de las espadas cortando carne y destrozando armaduras.
—¡Ayuda! ¡Dejad espacio! ¡Me matan! ¡No, no me empujéis! ¡Mi brazo, no! ¡Por los dioses, que alguien haga algo! ¡Nos están masacrando, organizad una fila! ¡No podemos avanzar! ¡Tenemos que retroceder! ¡Intentad avanzar! ¡Por los dioses, dejadnos pasar hacia atrás!
Sangre esparcida después de cada grito y hedor que se colaba por las narices. Sí, el pestazo a miedo, sudor y sangre era intenso, y la brisa lo repartía entre las tropas estrujadas del inmenso ejército del rey. Había tal confusión que los gritos de los mandos tratando de ofrecer resistencia a la pérdida de vidas que animaba y enardecía a sus enemigos se confundían ya con los gritos de auxilio. El maestre de grupo, Torcel, escaló el caballo de su capitán y lo empujó como si de un enemigo se tratase. Con el animal dominado intentó abrirse paso a favor de la brisa, hacia donde las rachas de polvo avanzaban. Logró que, con la fuerza del corcel los de abajo le dejaran hueco. Algunos lo siguieron siendo testigos de su crimen y a pocos metros le treparon a la grupa y lo degollaron. El animal tropezó con varios hombres agachados y se volcó como si fuera un carromato al que se le quebraba una rueda. Aplastó a varios hombres, coceó nervioso lisiando a otros y alguien le dio muerte para que no provocase más desgracia.
Pero también había risas, gritos feroces de quien estaba pasando por la espada uno a uno a sus adversarios indefensos. Las armaduras negras tenían un punto de vista muy distinto de la batalla, la mayoría se extenuaba de asestar golpes certeros y cuando perdían el aliento pedían relevo e iban a retaguardia donde les reconfortaba contemplar cómo el campo de batalla les era favorable y se podía prever una victoria llena de gloria.
Maravillado, con la vista perdida, Tendón contemplaba impávido cómo el círculo que dañaba su gloriosa agrupación cada vez era más estrecho, y a sus ojos comenzaba a llegar un color rojo intenso que pintaba los campos, desnudaba de armadura las motitas que en su visión eran los soldados. Esa soga negra de armaduras oscuras presionaba a sus hombres y los cuerpos caían desmembrados, pisoteados por los enemigos, en la retaguardia de sus adversarios en el terreno que había detrás de los últimos soldados de las filas de armaduras negras comenzaban a aparecer los cadáveres, y el inmenso campo que eran antes praderas verdes y floridas ahora estaba marchito y rojo, apisonado.
El principal conflicto que sucedía en el centro del «rebaño muerto» que era el gran ejército de Tendón consistía en aquellos que desesperadamente bregaban por huir de los filos despiadados y los que espoleados por los mandos hacían el camino contrario. Así se componía una marea de cuerpos que se empujaban y maldecían, pues no había espacio ni para el avance de unos ni para el retroceso de los otros. Hasta estorbaban los estandartes torcidos que muchos dejaban de sostener hasta quedar pisoteados.
—Dejadnos pasar, ¡por los dioses retirada!
—¡Retirada, daos la vuelta, nos están cuarteando!
En algunos puntos, capitanes lúcidos y gente experimentada logró hacer entender a algunos hombres que la única solución para tratar de sobrevivir era cargar. Luchar. Remo lo entendió rápido. Hacía tiempo que ya no obedecía a nadie.
—¡No empujéis! ¡Mi señor, Remo! ¿Qué hacemos?