CAPÍTULO 47
El capitán salvaje
Remo eligió una dirección a favor del viento, que ahora volvía a levantar polvareda. Hasta en eso habían tenido suerte sus enemigos y soplaba de costado, ligeramente en contra el avance natural de las tropas del rey.
—¡Seguidme!
A empujones, incluso pegando a algunos hombres de otras compañías, encarándose con maestres y capitanes, Remo luchaba por abrirse paso hacia la línea de combate. Dárrel y Pese repartían a su lado y trataban de dejar suficiente hueco para que los demás pudieran seguirlos. Los doscientos espaderos poco a poco avanzaban hacia el extremo. Gaelio y sus colegas se rezagaron porque, cuando se inició la marcha, los soldados más fuertes los sobrepasaban de malos modos. «Quita novato», era lo más suave que les decían. Hasta ese momento habían tenido la suerte de no estar en el frente. Si de él dependiera, prefería quedarse con aquellos que se lamentaban de la decisión del capitán de acudir a uno de los flancos para luchar. Ahora, rodeado de hombres que los increpaban por desobedecer al general Górcebal, sufriendo empujones tremendos mientras intentaba seguir a sus colegas, tenía estrés y sentía la agresividad de una posición en la que no se estaba luchando. ¿Cómo sería andar a espadazos con rivales sedientos de sangre?
—Yo me quedo, Remo está loco de remate. Es mejor esperar aquí, cuando nos toque pelear, nuestros enemigos estarán ya muy cansados. Mantener la posición es más seguro.
Sí, estuvo a punto de quedarse con esos cinco que se escabulleron de los gritos de Uro Glanner, que venía hacia las últimas posiciones dispuesto a obligarlos a continuar.
—¡La orden del general Górcebal es de quedarnos aquí! —gritaron cuando Uro logró alcanzarlos.
A Gaelio ni le preguntó. Lo agarró del peto y lo llevó a rastras.
—Chico, Remo ha sido muy claro respecto a ti. Estos no saben lo que se les vendrá encima. Confía en el capitán.
Remo deseaba sacar a sus hombres del rebaño muerto, y encontrar el frente para intentar hacer un boquete en aquel infierno. Podría decirse que el combate acabó por encontrarlo a él.
Dio con las primeras armaduras negras que estaban machacando a unos infelices, acostados unos encima de otros, apenas sí lograban colocar sus escudos en alto para defenderse. Venían huyendo y se quedaron trabados en la aglomeración. Cualquier soldado hubiera rehuido la situación porque iba a darse de bruces contra demasiados adversarios. Remo pisó el escudo de un muerto y se lanzó hacia ellos. Logró pinchar carne en la turba atacante sin saber muy bien a quién hería. Sintió mucho peso en el brazo izquierdo, donde el escudo soportaba ya espadazos y patadas. Escuchó los primeros esfuerzos, bufidos que salían de la boca de alguno de sus hombres que acudían en su ayuda.
Su avance en el choque fue pura explosión de sentidos.
La vista se llenó de armaduras y ojos hinchados por la ira, manos que se precipitaban hacia él enarbolando espadas o sujetando escudos, dientes sucios en bocas desencajadas, afeitados o con la barba empapada en inmundicia, venas decorando brazos rudos, cotas de malla grasientas, espadas y lanzas teñidas de un rojo pastoso, pulcras hojas de acero bruñido o nauseabundos listones rojos con sangre adherida. En su olfato, sudor y almendra rancia, picante en la lengua, y en sus oídos trifulca entre desgarro y porrazo, metal y madera, metal y hueso, metal y carne. Ese cúmulo de sensaciones lo asediaban desde todas partes gritándole. El tumulto creció conforme fue avanzando en los combates, músculos manchados de barro y sangre, lenguas resecas en la oscuridad de sus mandíbulas, percibía desde lo más pequeño hasta tener la extraña intuición de que, juntos, sus enemigos formaban una inmensa bestia que se dividía en numerosas extremidades.
Una lanza se le clavó en la pierna derecha mientras encajaba su espada en el cuello de su dueño. Distraído perdió su escudo de un tirón enemigo. Un cuchillo le atravesó el abdomen y sintió que la fuerza lo abandonaba, mientras veía perfecta la sonrisa del cuchillero que lo había apuñalado. El tipo dejó su cuchillo clavado pensando que había terminado con Remo. Lo odió por esa crueldad en el gesto, tanto, que pensó buscarlo después si se recuperaba, un impulso imposible de asumir en una batalla como aquella. Otro le pegó un puñetazo con uno de esos guantes de acero y Remo tuvo la sensación de que le habían machacado la nariz. Sintió que se desvanecía en un desmayo, era fácil abandonarse a una derrota, un desliz en el tiempo. Desde el suelo vio a Dárrel matar al tipo que él había odiado tanto por la cuchillada. Sonrió al borde de quedar inconsciente.
—¡Remo! —gritó Pese, que soltaba su espada de las entrañas de un tipo gordo que se le había echado encima.
El misterio que tintaba de rojo la piedra de poder le fue favorable al hundir su arma en el adversario que había cortado el cuello antes de que lo acuchillaran. La cabeza del soldado muerto se ladeaba por el tajo que le había provocado Remo. Un punto de luz le dio esperanza: luz roja por fin. La bebió con los ojos, echado sobre los muertos, mientras sentía cómo sus adversarios lo pisaban tomándolo por baldosa inerte. Dárrel y Pese trataban de llegar hasta él para protegerlo. Dárrel contenía bien a sus enemigos pero era incapaz de avanzar. Pese sí que logró escoltar a Remo.
Recibió la descarga de energía…, su mirada, antes estrecha por los hombres que le pasaban por encima, ahora se abrió hacia el cielo, empujada por la hinchazón en sus pulmones de aire fresco y la sensación en los dedos de poder acariciar las nubes que volaban por encima de aquellas figuras negras.
Se levantó y sacó la lanza de su pierna como si fuera una astilla trabada en el cuero de sus botas. Otra vez ojos enjaulados en yelmos, dientes y cuerpos, pero ahora, ahora podía destrozarlos con su espada. Apagó las miradas amenazadoras y convirtió algunas en desconcierto. Percibió una lejanía invulnerable; gritos, los golpes en su cuerpo eran frágiles como gotas de lluvia y sucedían a su alrededor sin poder tocarlo de veras. Saltaron chispas del espadazo con el que partió el casco de un gigantón que había gritado justo antes «dejádmelo a mí». Después mató a sus dos escoltas con velocidad. Su espada entró en sus petos negros como si fueran pergaminos quemados. Dio una patada en un escudo con tal violencia que envió a su dueño varios metros más atrás, sin brazo, pues se quedó trabado en los correajes. Con la parte roma del mango de su espada, atacó el yelmo de un enemigo acorazado. Con armadura pesada, el cráneo crujió después del envite de Remo. Su porrazo deformó el casco hacia dentro de la cabeza y el enemigo tembló poniendo los ojos en blanco. Golpe a golpe, el capitán logró que la línea de aquel fragmento del cerco se detuviera. Dárrel y Pese, animados por verlo sano y brutal, intentaron emparejarse con otros enemigos para aliviar la ingente cantidad de adversarios que deseaba tumbar a Remo. Se sorprendieron de cómo él era capaz de contener a tantos. Ayudaron a los demás integrantes de la compañía de espaderos para que accedieran al frente y entablar combate junto a su capitán.
Gaelio fue increpado por Uro que le señalaba dónde tenía que ir a luchar. Allí varios compañeros no podían contener a tres soldados rudos, con hachas temibles que descargaban sin piedad. Los golpeaban pero aquellas armaduras protegían bien a sus enemigos. Gaelio sintió pánico mientras se acercaba. Las hachas encontraron a Tesio, que murió de forma atroz. Gaelio se pegó a la espalda de Welón. Pero los enemigos lo encontraron. Avanzaron por el hueco que él no cubría y una de aquellas hachas se estrelló en su escudo. Le tembló el brazo como si fuera el de un crío. Cerró los ojos. Pensó que moriría. Sintió que el corte brutal le vendría desde cualquier parte, en la cabeza o en el costado.
Una brisa extraña vino después de un ruido explosivo entre metal y tormenta. Gaelio abrió los ojos temiendo haber muerto ya y estar delirando. No tenía adversarios cerca. Vio a Welón apartado y boquiabierto. Un hombre con la armadura de espaderos cubierta de sangre apartaba a tremendos espadazos a dos de los que con sus hachas habían matado a Tesio. El tercero estaba desmembrado a los pies de aquel soldado cuya fiereza parecía no conocer la fatiga.
—¿Estás bien? —Era el capitán Remo.
Después de romper con su espada uno de los brazos del último de aquellos bestias, sus enemigos habían retrocedido.
Gaelio asintió avergonzado.
—¡Vamos! —gritó Dárrel que venía corriendo hasta donde estaba el capitán. Detrás de él varios soldados que habían salido victoriosos de sus lances, formaban una buena cuadrilla de apoyo.
Una docena de hombres acudió a donde estaba el capitán. Se movió rapidísimo. Gaelio pensó que lo había perdido de vista. Una cabeza, un brazo, un escudo… pedazos iban cayendo mientras Remo mantenía un ritmo en sus movimientos insuperable. Él solo contenía a toda la línea. Dárrel se fue a un extremo con sus hombres y comenzó a atacar. Sí. Porque ahora eran los hombres de armadura negra quienes tenían que defenderse. Un caballo los arroyó y Remo tuvo fuerzas para empujarlo con tal violencia que, de su embestida, pudo escucharse cómo las costillas del animal se quebraban en su empuje, con un sonido parecido al de las ramas de un árbol partiéndose.
—¡Todos detrás de mí! —gritó el capitán destrozando su garganta. Y la división de espaderos que mandaba logró conectar con la espalda de Remo, matando a muchos que pedían relevo y rehuían la velocidad y fuerza del capitán. Verlo intacto, gritando de aquella forma, los calentó, sumergidos en el pozo frío de la derrota. La voz del capitán ordenando un rumbo, una idea, en medio de aquella vorágine, para tenerla como referencia, era como perseguir la esperanza y Remo y su destacamento comenzaron a abrirse camino entre enemigos.
Gaelio corrió detrás de él y tuvo la certeza de golpear a su lado algún escudo enemigo. Sintió que podía dar más de sí, que necesitaba contribuir a aquella gesta costase lo que costase. Comenzaba a brillarle algo por dentro, algo que residía cerca del estómago y que caldeaba sus pulmones… el valor. Welón se puso a su lado y Gaelio vio cómo asestaba espadazos a un gigantón que andaba distraído mirando a Remo. Gaelio aprovechó una oportunidad de oro. El tipo estaba gritando, con la espada de Welón en la barriga. Parecía dispuesto a contraatacar pese a su herida. No era suficiente para doblegarlo. Iba a destrozar a Welón. Gaelio dio tres pasos hacia él y, con todas sus fuerzas, después de alzar sobre sus hombros la espada, la descargó sobre su cabeza.
—¡Bien hecho! —gritó Welón.
Gaelio tardó en recuperar su arma trabada en los huesos de la cabeza del muerto. Aquella alabanza de Welón le pareció musical. Desde su posición miró a Remo para ver si el capitán había percibido su pequeña gesta. Gaelio se quedó petrificado viendo a Remo y a los demás avanzando. El capitán era un surtidor de sangre y miembros de enemigos, que caían despedazados hacia los lados en su avance, y el apoyo de sus hombres, con lanzas y espadazos, conseguía abrir una cuña en la marea negra. La confianza de sus enemigos jugaba a su favor. La gran ventaja que ya poseían las tropas del insurrecto Rosellón en la batalla provocaba un exceso de confianza en sus filas. Algunos aparecían sin escudo, incluso sin yelmo, sudorosos y acostumbrados ya a dar muerte a dos manos a unos soldados que intentaban batirse en retirada, o empaquetados en grupos vulnerables donde a empujones los unos con los otros no lograban ni levantar los escudos… No estaban preparados para los espaderos del capitán Remo…, Remo el salvaje, Remo castigo de Lamonien.
Por su parte, él dejó de pensar en sus hombres y se concentró en matar rápido. La fuerza descomunal que poseía lo hacía capaz de rebanar una cabeza, separar un brazo de su dueño y terminar la trayectoria partiendo por la mitad las dos piernas de quien se encontrase junto al del brazo. Mientras que para cualquiera de sus muchachos aquellas armaduras negras eran un problema complicado, estrellando sus espadas una y otra vez en petos y hombreras, sin lograr heridas importantes hasta que no alcanzaban la distancia y lograban desequilibrarlos para encontrar los huecos mortales… para Remo, con el poder de la joya, cortar y traspasar era tan sencillo como extender sus brazos. Sí, era como destrozar figuras de arena. Sus patadas le daban espacio para clavar el arma y seguir, pues la potencia de sus piernas se estrellaba en el peto de un infeliz y este hacía perder el equilibrio y el apoyo a cuatro que tuviera detrás. Sus puñetazos hundían las caras y daban muerte.
La luz roja de la piedra volvió a bañarlo y esta vez la carga fue mucho más poderosa. Sintió que podía devorarlos con la mirada, arrancarles la vida con solo escupirles. Gritó de rabia por sus hombres, por su vida llena de calamidades, por todo el dolor que había sentido en años de injusticias y agarró una maza que divisó en el suelo, seguramente perdida por algún hachero muerto. Un martillo largo y, sencillamente, Gaelio y cualquiera de los hombres que a duras penas pudieron contemplarlo… jamás habían visto nada parecido.
—¡Malditos! —gritó sintiendo que su fuerza, con aquella arma, podía ser devastadora. Aquel martillo pesaba más de veinte kilos.
Su maza hacía volar piezas de armaduras llenas de carne. Barría el aire como el aspa de un molino de viento, pero a la velocidad con la que bate sus alas un pájaro. Desataba un sonido aterrador, poderoso, grave, destrozando el viento, arrancándole soplidos de gigante. Había soldados que salían disparados varios metros por encima de sus compañeros después de recibir el mazazo con el cuerpo destrozado. Tal era la violencia que, de una batida, podía matar a cuatro hombres si estaban demasiado cerca. Había cabezas que viajaban por los aires y caían provocando gritos de terror en quien las recibía como regalo. Con aquel marro aplastando cabezas y creando confusión, Remo logró infundir miedo en sus rivales. Retrocedían y ahí sus espaderos podían aprovechar el hueco y desenvainar sus dagas para proyectarlas o cargar con lanzas. Por primera vez en aquella batalla los de la armadura negra sentían pánico.
El martillo se le partió. El madero no soportó cuando alcanzó la cabeza de un caballo enemigo que, después del golpazo, perdió el apoyo con las patas delanteras y el jinete fue al suelo acabando bajo el animal que yacía muerto de costado. Tendría que continuar con la espada. No podía descansar, había demasiados enemigos que suplían los espacios de quienes morían a su alrededor, de quienes ya le huían.
Dos cabezas volaban por encima de su espada, o clavaba hasta tres veces su arma en el cuerpo de algún desgraciado pinchándole el peto metálico como si fuera de escamas de pez, mientras no le había dado tiempo de razonarlo. La rapidez con la que Remo se movía comenzaba a dar miedo y lo desfiguraba como adversario. Algunas muertes que provocaba no parecían entenderse, porque sus enemigos no eran capaces de ver nítidamente sus movimientos. Pero todos caían a su alrededor, todos explotaban o se partían, derramaban chorros de sangre y no tenían tiempo de lamentarse o gritar.
—Hay una bestia que lucha con ellos —dijeron los primeros que huían de Remo. Estos pasaron el rumor a otros y despertaron la curiosidad de los que más valor poseían, esos que deseaban gloria y dejaban la formación victoriosa para intentar parar a ese del que ya se escuchaba que era un enviado de los dioses, o un demonio…
—¡Es un guardián celestial, tenía un martillo como los de las canciones antiguas! ¡Hacía volar los cuerpos!
Remo, antes de darse cuenta, se encontró solo, rodeado de cadáveres. Después de blandir su espada hasta dejar su filo al borde del quebranto, con la armadura abollada por golpes y toda cubierta de sangre, había penetrado tanto en el frente que lo había traspasado. Se giró y vio la espalda de miles de soldados enemigos. Sí era triste ver cómo con unas columnas tan breves Rosellón había deshecho un ejército que lo doblaba en número.
Remo atacó a placer a muchos hombres distraídos, pero pronto se centró en intentar sacar del atolladero a su compañía, que se batía por no perder el espacio ganado por él. Se detuvo un instante a contemplar la retaguardia de sus adversarios comprendiendo la crueldad de la batalla. Vio con resignación como cientos de mutilados lloraban o protagonizaban desmayos cuando los arrastraban para no estorbar el avance. También pudo ver los primeros prisioneros ser conducidos hacia la retaguardia con los brazos a la espalda y el desastre y el pánico en la cara. Muchos fueron ejecutados como animales.
Remo comprendió que la única esperanza para muchos sería la retirada, y mientras le durasen las fuerzas que le confería la piedra, debía intentar romper con los suyos aquella circunferencia para lograr una vía de escape y salvar la vida de cuantos pudiera. Algunos enemigos a caballo, viéndole a él fuera del campo de muerte, acudieron a perseguirlo. Remo logró de esta forma una montura. Con un salto prodigioso abordó a un jinete cortándole la cabeza sorprendida y se hizo con un corcel ataviado con placas protectoras para cargar. Con el caballo dominado vio cómo Uro y Pese lideraban el avance de su columna y lograron también llegar al punto de retaguardia. Le alcanzaron una lanza larga de caballería y gritó a sus hombres mientras ellos controlaban otros tres animales, capturados fácilmente lanzando cuchillos a sus jinetes.
—Haremos un pasillo para que nuestros hombres huyan. ¡Pese cabalga hacia las banderas y cambia el estandarte a retirada! Creo que nuestro querido rey olvidó ese detalle. Haremos un pasillo con escudos para evacuar a todos los que podamos.
Remo y Uro dirigieron los corceles hacia el frente y arremetieron contra soldados que estaban de espaldas. Eran buenos corceles y entrenados para la embestida. Empujaron bien a los soldados sorprendidos. Las lanzas atravesaron a otros hombres y consiguieron volcar muchos sablazos sobre las cabezas y cuerpos de los enemigos que los rodearon. La sorpresa de aquel destacamento, de ser atacado por la espalda hizo que los hombres de vanguardia se detuvieran conmocionados. Los soldados del ejército de Vestigia que estaban siendo masacrados en aquella parcela encontraron respiro. Remo contaba con la reacción de sus compañeros.
—¡Tenéis que ayudarnos! —les gritó desde el caballo, al que pronto cercenaron las patas delanteras—. ¡Debemos hacer un paso seguro!
Remo partió la lanza en dos para hacerla más manejable y desenvainó su espada roja mientras su corcel se inclinaba hacia delante apoyado en varios escudos enemigos. Con la lanza apartó un yelmo y su espada partió la cabeza del infeliz que venía a darle muerte. Se subió a la parte del cadáver de su caballo más elevada y desde ahí decapitó a varios enemigos.
—¡Es él, el demonio del martillo! —gritaron algunos que lo reconocían.
Miró la piedra, todavía no estaba del todo seguro de poder usarla porque estaba manchada de sangre y no podía saber si había luz dentro. Sus hombres comenzaron a ganar posiciones y gracias a sus escudos contenían a los enemigos. Pronto el pasillo estaría hecho. Remo decidió instaurar el miedo en los adversarios que los rodeaban y se decidió a mirar de nuevo la piedra fuese cual fuese la carga de energía que poseyera. Notó como sus músculos ya fortalecidos multiplicaban sus posibilidades. Pensó que estaba rodeado de marionetas de trapo, que podía desmadejar como si fuesen sombras proyectadas sobre un estanque. Bajo su yelmo, los ojos enrojecidos enfurecieron. Gritó mientras arremetía él solo contra diez adversarios que estaban sus hombres conteniendo con los escudos.
—Dejádmelos.
Tras esos diez otros tantos vieron que podrían avanzar contra ese hombre loco, así que se sumaron al ataque sobre Remo. Las espadas, cuchillos, lanzas, en Remo no encontraron dónde alojarse. Rebotaban o sencillamente quedaban maltrechas. Con una velocidad pasmosa, la de una fiera que se revuelve cuando está acorralada, haciendo brillar sus músculos en movimientos imprevistos, Remo comenzó a provocar explosiones de sangre. Sí, hundía la espada en la masa enemiga y la arrastraba cortando todo cuanto se agolpaba en su camino. No mataba ya a un enemigo concreto, sino que atacaba a la masa, y conseguía separarla y encontrar aire tras la barrera de carne muerta. Trazó cientos de cortes que acabaron por destrozar su arma. Dio igual. Envainó su empuñadura y siguió a puñetazos, arrancando cabelleras con la presa de sus dedos, despertando alaridos en mandíbulas desencajadas por sus golpes… Alcanzó otra espada del suelo y cuando la malogró a base de exigirse aún más intensidad en los combates, se hizo con un hacha de guerra enterrada entre dos cadáveres. El hacha fue definitiva. Con ella podía abrirse paso entre la jungla de cuerpos con una contundencia inapelable. Sus enemigos tenían dos comportamientos. Los que recién llegaban al claro donde Remo masacraba, lo atacaban sabiéndose acompañados de una batalla victoriosa. Esos morían rápido. Los que tenían tiempo de ver la brutalidad con la que el guerrero defendía su posición, daban media vuelta y corrían asustados.
Remo había logrado por fin hacer una cuña, un espacio suficiente para lograr una evacuación de tropas.
—Ahí, ese hombre, no es humano, es un demonio.
Los rumores sobre un demonio que ayudaba a los hombres de Tendón se esparcieron por doquier. Sin embargo no todos le tenían miedo. Aparecieron tres maestres en el claro que había conseguido Remo. Tres maestres hacheros.
—¡Es Remo! —gritó uno de ellos.
Se trataba de Pesal y Alenio dos fuertes de la Horda del Diablo. Habían sido compañeros de Remo años atrás, pese a no pertenecer a la división de cuchilleros.
—¡Dárrel, contened ese lateral…! ¡Uro, sacad a todos los que podáis por este pasillo! Estos son míos.
—¡Vosotros, huid! —gritó Uro a los hombres atrapados, los lanceros del capitán Trefus, que antes veían inminente su muerte y que sorprendidos comprobaron la violencia desatada por Remo. Por fin tenían un pasillo de escape gracias a los espaderos de Remo. El estandarte había sido cambiado, por lo que el hermano de Uro había cumplido su misión. Ahora ondeaba en el valle el signo de la retirada y, aunque la mayoría no se preocupaba ya por mirar estandartes, al grupo liberado por los hombres de Remo les sirvió de guía y comenzaron a correr por los campos. Cientos de hombres escapaban por el pasillo de contención que ellos habían logrado construir. Supieron entonces lo desgraciado de la situación. Prácticamente eran los únicos que huían del cerco fatídico. Sí… extrañaba poder disponer de tanto espacio, casi desorientados en la inmensa planicie, corrían en pos de la bandera y los corceles de los oficiales de alto rango que ya comenzaban su propia retirada. Desde otros puntos del cerco, también rezumaban soldados libres de la cruenta batalla, como gotas de agua escapando por los poros del barro de una vasija llena…
Mientras tanto Remo que había sembrado de cadáveres lo menos cincuenta metros, ensanchando el carril de evasión al que ahora acudían en masa sus compañeros, se encaró con los tres maestres del viejo destacamento de la Horda.
—Remo, si depones tus armas, si te entregas, te juro que serás tratado, no como un prisionero, sino como un amigo. En este ejército tienes un lugar —dijo Alenio.
—Rosellón os está hechizando la razón. Habéis desertado, habéis roto todos los juramentos por los que antes erais hombres de honor.
—Remo, Rosellón ofrece un camino de libertad, no de privilegio.
—¡Cállate, sé mejor que tú quién es Rosellón Corvian! Yo no os ofrezco ningún pacto. No hay más rendición posible para vosotros que correr fuera de mi vista ahora mismo.
Alenio suspiró y enarboló su hacha mientras su compañero Pesal daba varios pasos para rodear a Remo. Atacaron los dos a la vez. Dos filos expertos que pretendían cortar una pierna y la cabeza de Remo. Pero el capitán salvaje, el tormento de Lamonien, con un simple y sencillo paso atrás, en el momento justo, hizo desvanecer aquella amenaza. Sus atacantes tuvieron que hacer un gran esfuerzo por no desgraciarse mutuamente. Remo no se complicó la vida. En presencia de varios soldados, discípulos de Alenio, rajó el aire con el filo de su hacha en tres ocasiones, dividiendo los cuerpos de tan nobles adversarios.
En mitad de una pequeña tregua que le otorgaba el terror que había infundido esa última acción, pudo fijarse en el desconcierto que reinaba en la evacuación. Había tantos que deseaban huir, que se atoraban como piedras en un embudo.
—¡Ordenaos, malditos! —gritó Remo fuera de sí. Se subió a una pila de cadáveres y pudo contemplar cómo ya se amontonaban en todo lo que podía dominar del campo de batalla con su visión, miles de cadáveres pisoteados, en un frente cada vez más estrecho. Hileras de prisioneros sangraban la retaguardia de sus adversarios, y más allá, más allá vio todo lo que no era humano. Las nubes sentadas en el horizonte, sobre campos aún verdes, donde la batalla de Lamonien no había llegado.
—¡Huid de forma ordenada imbéciles! —tronó con desesperación.
Vio a algunos de sus subordinados morir en las filas que tenía delante por la presión de nuevos efectivos que el enemigo traía para taponar aquel pasillo de evacuación. Sintió impotencia. No podía hacer más. Solo era un hombre. La piedra lo había ayudado para abrir aquella brecha pero ahora, con su espada rota, cargarla sería muy complicado. Era cuestión de tiempo morir allí, y por muchos esfuerzos que hiciera, jamás podría cambiar el curso de aquel río. Miró a sus hombres valientes que luchaban porque el pasillo continuase abierto… supo que si quería que ellos conservasen sus vidas debían huir.