CAPÍTULO 19

Ordalías

Todo había salido mal. El plan de Sala se destrozó antes de poder llevarse a cabo. Remo fue trasladado por la noche a un calabozo en el complejo de gobierno y justicia de los palacios del rey Tendón. Sala fue informada por Cóster, a primera hora de la mañana. La base del plan eran los contactos que había realizado Cóster, por los que se habían garantizado que Sala dispondría de una oportunidad de ver a Remo en su traslado. De esta forma ella podría pasarle la piedra de poder…

—Lo tenía todo preparado Sala, incluso el lugar, el conductor del carruaje, los dos centinelas… Todo —le dijo Cóster con el rostro afectado de impotencia. Aunque desconocía la información sobre la piedra, Cóster sabía que su amiga estaba intentando dar algo importante a Remo, algo tan crucial como para perder una suma de dinero bastante generosa.

Se trasladaron a palacio pero no los dejaron penetrar en las edificaciones regias. Ofrecieron dinero y poco les faltó para ser detenidos. Sala comenzaba a sentir cierta desesperación recorrerle los intestinos hacia el estómago. Todavía debía encontrar una salida. Desde que puso en marcha el plan todo habían sido dificultades y suplicios para lograr cumplir con sus objetivos así que deseaba por una vez tener suerte.

Fueron de los primeros en entrar al gran Salón de Justicia. Cóster se acomodó en los palcos. Ella prefirió quedarse a pie de sala para así estar más cerca de la posición del reo. Aquel maravilloso plan había quedado reducido a dos posibilidades atroces para Sala:

La primera era una opción poco recomendable. Había urdido todo lo anterior precisamente para evitarla. Sala miraría la piedra y sacaría a Remo por la fuerza del salón de justicia. La mejor ruta de huida sería la puerta principal. Sabía que se enfrentaría a decenas de soldados y, si no lograba salir con rapidez… centenares de hombres les impedirían huir. A poco que matara a alguno de aquellos desdichados, Sala podría hacer que Remo recibiera también energía y, estaba segura que finalmente lograría escapar… Pero después del escándalo, Remo y ella serían proscritos de por vida en toda ciudad vestigiana… adiós a sus tierras y tranquilidad.

Sala sabía que Remo no deseaba esa opción. Si lo pensaba, ella tampoco. Después de su lamentable visita a la cárcel, no pretendía acompañar a Remo a ninguna parte y esta opción la condenaba a abandonar su hogar en Venteria. Sería perseguida de por vida y seguramente Tena fuese también perjudicada.

La segunda tentativa que se le había ocurrido era sencilla. Podía salir bien… o podía tener consecuencias realmente desastrosas. Se trataba de colocarse lo más cerca posible del lugar donde situasen a Remo y, en un momento propicio lanzarle el colgante donde estaba alojada la piedra de poder. Lanzarlo como una dádiva, como un regalo para el preso, así como se ofrecían prendas, a veces, por los condenados a muerte en las plazas de ejecución. También se lanzaban flores a los atletas en los juegos de banderas… Era una idea que podría funcionar. Como último deseo, como última voluntad tal vez permitieran a Remo alcanzar el presente… o no.

Era ahí donde el plan se convertía en una idea muy arriesgada. Si la piedra no llegaba a manos de Remo, si no podía usar su energía, podía caer en manos equivocadas y sus problemas se multiplicarían. Poco a poco la mujer se vio rodeada de gente. El bullicio hambriento por el espectáculo de la corte y la fanfarria de los tribunales. El juicio comenzó y Sala… no sabía cómo proceder…

Los ojos del rey Tendón estaban fijos en los de Remo. Se levantó del trono y se acercó al espacio intermedio entre el tribunal y la palestra del reo. Varias horas de juicio dejaban pocas dudas sobre la sentencia.

—Después de las pruebas aportadas por la parte acusadora, tras escuchar esos testimonios, yo, Tendón, rey de Vestigia, lamento profundamente lo que voy a decir.

Hubo muchos murmullos. El rey no solía dar sentencias con esos comentarios que parecían dulcificar sus decisiones; por un momento Rosellón estaba pálido, su mirada se giró hacia los integrantes del Tribunal, a los que contagió con la duda de que el rey fuese a saltarse sus propias leyes. Se conocían algunas decisiones caprichosas de Tendón salvando a ciertos presos a los que les había tenido simpatía.

—Ese hombre, según algunos testimonios, libró al sur de Vestigia de una plaga, de ese nigromante que propagaba falacias y blasfemias. Pero en sus manos pesa la sangre del general Selprum, pues doy por probado que fue Remo, hijo de Reco y no otro, quien lo mató en la Ciénaga Nublada. Mi veredicto es de culpabilidad, la pena, es la muerte.

Ahora esos mismos rostros, que andaban ya estirados por el miedo a una sentencia absolutoria, descansaron. El salón entero comentaba a media voz antes del dictado de la sentencia y ahora ovacionaba a su monarca.

Remo se giró hacia la gente y, en la primera fila encontró los ojos de Sala. No sabía qué hacer. El plan de la mujer debía de haber fracasado. No sabía qué había sucedido exactamente. La miró intentando averiguar alguna pista. Tal vez Sala no había podido cargar la piedra, o sencillamente no la habían dejado visitarlo el día del juicio. El caso es que él no disponía de la energía y la hora de usarla se acercaba. Se había declarado la pena de muerte. Sala estaba muy cerca, en la primera fila de espectadores. Ella le hizo un gesto afirmativo, asintió con la mirada cuando él fijó su vista en sus ojos. Sacó el colgante del escote. Desde la distancia Remo pudo ver que la piedra tenía un tono rojizo, decidió arriesgar.

—¡Quiero acogerme a las Ordalías! —gritó Remo.

Toda la concurrencia parecía no atenderlo, así que repitió, gritando más fuerte.

—¡Pido que se me asista, invoco las Ordalías!

El público enmudeció cuando el rey levantó la mano.

—¿Qué solicitas?

—Según la ley de Vestigia, tengo derecho a las Ordalías de los dioses.

Tendón se giró hacia el Tribunal y llamó con la mano a uno de sus componentes, concretamente al Notario Real, Brienches de Venteria, que andaba cuchicheando con los demás miembros del tribunal.

—¡Ordalías! —gritó Remo otra vez.

Sala cerró fuerte los ojos y tiró del cordel de su escote donde estaba el colgante con la piedra de poder. No había dormido en toda la noche… le temblaban las manos, sentía mucho miedo, todo se había complicado, pero aun podían tener una oportunidad.

—Que hable el Notario —dijo el rey.

—Bien, lo que Remo solicita son las llamadas Ordalías, también conocidas como «el juicio de los dioses». Es una vieja costumbre que ya está en desuso.

—¿Pero tiene derecho a eso?

El Notario sonrió.

—Mi señor, con todos mis respetos a los usos y costumbres del reino, creo que será una pérdida de tiempo. Las Ordalías dejaron de usarse porque…

—¿Qué demonios son las Ordalías? —preguntó Tendón perdiendo la paciencia. Hubo risas apoyando la reacción del monarca.

El Notario avanzó para explicarlo en el centro, junto al rey, para que todos en el gran salón de justicia pudieran escucharlo bien.

—El reo se acoge al juicio divino, se encomienda a los dioses que, si estiman que es inocente, si creen que no debe morir por el crimen que ha cometido, salvarán del dolor y la muerte al acusado cuando lo sumerjan… en agua hirviendo. Es una costumbre de tiempos antiguos…

El rey miró a Remo extrañado.

—¿Qué sentido tiene la tortura, Remo? ¿Deseas morir abrasado por agua hirviendo?

—Los dioses verán la justicia que se encierra en la muerte de Selprum.

—¿Qué justicia?

Rosellón miraba a Remo intrigado. ¿Pensaba salir vivo de un baño en agua hirviendo…? Eso mismo debía estar preguntándose el Consejero Real. Un baño en agua hirviendo era una de las muertes más horribles que podían idearse.

—Que se hagan las Ordalías si es lo que quiere este loco, pero no escuchemos más las mentiras y despropósitos de quien desea salvar su vida a toda costa.

Rosellón señalaba con el dedo índice a Remo, lo miraba como si quisiera fulminarlo.

—Remo, habla.

El rey Tendón parecía tenerle afecto pese a todo.

—Mi rey, durante años Selprum gastó sus energías en intentar perjudicarme. En la batalla del Ojo de la Serpiente, el Capitán Arkane…

—Sí, eso ya lo sé. Conozco esa historia.

—No… No conoce toda la historia señor. No sabe cómo el que fuera general de la Horda del Diablo, hoy Consejero Real, consintió y colaboró con Selprum Ómer para que muchos hombres fueran silenciados. ¡Hombres que fueron testigos de cómo el Capitán Arkane me nombró capitán de la Horda del Diablo!

El rey levantó la mano en señal evidente de que Remo cortase ese discurso.

—Remo, tendrás tus Ordalías, pero no consentiré que insultes a mi Consejero Real. No quieras otra pena de muerte añadida a la que ya ostentas, no me ofendas a mí, ni a este tribunal o mandaré que te desollen en la plaza del mercado, con el populacho. De todas partes me han llegado informes sobre los servicios que has prestado a esta corona. Eres un héroe de guerra y si no fuese Selprum el amado general que todos conocíamos, probablemente no te condenaría a lo que las leyes nos obligan. Pero la Ley no puede alterarse tratándose de un militar de tan alto rango, ni siquiera para salvarte a ti, Remo, hijo de Reco.

Apretaba los puños y las venas del cuello y la frente se le habían hinchado. Estaba a punto de estallar. Remo emanaba rabia.

—Señor.

—Remo, ¡basta! Que traigan lo necesario para las Ordalías. Acabemos con esto.

Tardaron lo suyo en prepararlo ya que, como toda sentencia real, debía cumplirse de inmediato. La marmita que colocaron en el centro del salón le recordaba a Remo algunas fiestas populares con enormes perolas como esa para hacer sopa de fresas y pollo para más de mil personas. Traerla de las cocinas no debió de ser fácil. Colocaron leña en los huecos de debajo y prendieron lumbre. Llenaron de agua la olla enorme, vertiendo barricas gigantescas en ella. Pronto una columna de humo comenzó a elevarse desde la superficie del gran recipiente. Colocaron varias tablas que servirían de pasarela para que Remo pudiera subir hasta el borde de la olla. Cortaron las ataduras del preso. Sala sintió que… ahora o nunca.

—¡Un presente para el condenado, para que lo protejan los dioses!

Eso fue lo que gritó Sala cuando lanzó el colgante con la piedra, a dos pasos de los pies de Remo. Simplemente tenía que agacharse y mirar la piedra, con la ayuda de su energía podría bañarse en agua hirviendo sin ningún problema. No había dispuesto de otra oportunidad. De los dos planes… eligió el que estimó más conveniente pensando en que tendría éxito.

—¡Alto! —gritó Rosellón y, de inmediato, los guardias sostuvieron a Remo que se había lanzado de cabeza para tratar de absorber la energía de la joya. No lo consiguió. Tenía los ojos muy abiertos mirando la piedra, pero había demasiada distancia. Hizo lo que pudo, pero aquellos soldados lo retiraron varios pasos.

En un primer momento Rosellón Corvian pareció enfadarse por aquel gesto del público. Se acercó para ver qué era lo que habían tirado a los pies de Remo. Cuando vio el colgante pagano, con aquella piedra enrojecida, claramente de mala factura… lo apartó con el pie como si fuera escoria. Ni una baratija como aquella deseaba concederle a Remo.

Vio con pavor cómo su oportunidad de salvarse de hervir como un garbanzo se alejaba.

—Mi rey, deseo que ese colgante me sea entregado. Antes de morir, deseo…

—¡Basta, Remo! No dilatemos lo inevitable. No pierdas la dignidad aburriéndonos con tus estúpidos requerimientos —gritó Rosellón.

Un soldado lo golpeó en el abdomen y se quedó sin aire. El rey no iba a interceder por él esta vez. Rosellón con el rostro lleno de hastío, señaló con su dedo índice la olla… Así fue cómo el plan de Sala se torció definitivamente.

La mujer estaba desesperada. El medallón permanecía en el suelo, como a cinco metros de donde estaba Remo. Ella no podía subir las escaleras, los guardias apostados en el primer peldaño no la dejarían pasar… Ya la habían mirado mal cuando había lanzado el colgante.

—La olla está lista… —dijo uno de los que la inspeccionaba. Podía oírse ya el gorgoteo incesante del agua hirviendo.

Algunos asistentes se marcharon. No deseaban ver a un hombre hervir hasta la muerte. Otros, sin embargo, intentaban arrimarse más hacia las primeras filas para verlo mejor. En los palcos, los nobles y terratenientes se habían puesto en pie y se asomaban por las barandillas.

—Adelante.

Dos soldados condujeron a Remo hacia la pasarela de madera. Comenzó a subirla despacio sin quitar de sus ojos el valioso colgante abandonado en el suelo. No podía componer en su cabeza una idea para lograr una oportunidad para mirar su luz roja desde cerca. Sintió un poco de vértigo en la tabla endeble, cuando ya estuvo en el borde de la olla. Estaba aterrado. Miró a Sala.

Sala no pudo más. Avanzó hacia los guardias intentando colarse y recuperar el colgante. Los guardias la contuvieron sin mucho esfuerzo.

—¡Detengan esta ejecución! —gritó desesperada. Estaba dispuesta a mirar ella misma la piedra y sacar a Remo de allí por la fuerza. Ya le daba igual el escándalo que eso supondría. Pero no la iban a dejar acercarse. Desde los palcos, Lord Cóster cerró los ojos. Sala lo vio cuando la agarraron los guardias. Los ojos de Cóster parecían suplicarle que se mantuviera al margen.

Lord Véleron copió ese mismo gesto en su palco privado viendo el final atroz del hombre que había salvado a su hijo. Había enviado ya tres notas a Tendón. Pero el rey, sentado en el trono, lo había sentenciado a muerte y ya no cambiaría su sentencia por más dádivas que el noble le ofreciese. Le ofreció una fortuna en la última nota y le vino el mensaje de viva voz del recadero.

—El secretario de su alteza advierte que el rey no desea ser interrumpido durante la ejecución. Que no insista en esos asuntos.

Todo estaba perdido.

Remo, desde arriba de las tablas, en el borde de la olla, miró al rey, después al tribunal y finalmente miró el agua hirviendo. Las burbujas explotaban y alguna gota ardiente le salpicaba en las calzas. Se quemaba a través de la ropa. La temperatura del agua era altísima. Le temblaban las piernas. Aquella boca deforme colmada de agua turbia que bullía emanando espumarajos…, parecían las gárgaras de un volcán. Aquella boca lo tragaría sin piedad.

Tendón miraba fascinado. Había recuperado su asiento en el trono y contemplaba con muchísima atención lo que estaba a punto de suceder.

Remo miró la olla, profunda como para cubrirlo totalmente. En las aguas revueltas, vio destellos de la luz del día que se colaba por las cristaleras del gran salón, entre las vaharadas del humo. Un guardia subió por la pasarela. Se disponía a empujarlo. Remo sintió mucho miedo. Un miedo subyugante e irresistible. La muerte jamás había tenido un rostro tan atroz. Le dieron ganas de intentar huir saltando al suelo. Pero ya había una docena de guardias con lanzas preparadas rodeando la marmita, por si intentaba algo.

—Remo, tú solicitaste las Ordalías, ahora sé consecuente —comentó Rosellón.

Miró a Sala, retenida, histérica luchando desesperadamente con los guardias. Antes de que el soldado le pinchase con la lanza para obligarlo a saltar dentro, él, con la sensación de ingravidez anticipada que se tiene cuando uno piensa que se caerá desde una altura considerable, encogió su abdomen y dio un paso al frente hacia la perdición. Se detuvo justo en el borde de las tablas y viendo que lo iban a pinchar saltó hacia su destino con el último pensamiento de que al menos no lo habían empujado, que fue su voluntad lo último que dominó su cuerpo.

El humo, el aire, la sensación de caída… Remo cayó dentro de la gran olla.

—¡Nooooo! —gritó Sala y su exclamación se mezcló con el sonido del agua bullendo y derramándose por los bordes del recipiente de color plomo.

Cuando Remo entró en la olla salpicó mucho y algunos soldados se abrasaron. El hombre que había ido a azuzar a Remo para que saltase se asomó a la marmita. Puso cara de asco, como quien contempla un cadáver ya descompuesto, nauseabundo y putrefacto. Se apartó un poco como sintiendo mal olor y bajó la pasarela. Había tanto humo y el agua hervía con tanta virulencia que era difícil distinguir si Remo hacía cualquier gesto agónico. Se escucharon algunos golpes secos en la marmita, graves y anestesiados, como venidos del fondo de una piscina.

—¡Hoy se ha hecho justicia! —gritó Rosellón.

Hubo quien, desde los palcos, soltó algún grito, otra gente no podía mirar, se retenían las cabezas unos a otros sin poder ver la olla. Sala sentía un golpe en el corazón tan hondo, una desolación tan grande que, cuando Rosellón pronunció aquellas palabras, la ira la enloqueció. Susurró despacio y muy consciente de que no la oiría nadie.

—Juro que te mataré —decía mientras miraba la piedra de la isla de Lorna, abandonada en el suelo alfombrado—. Juro que mis flechas envenenadas te harán sangrar y enloquecer.

Entonces varios gritos de la gente de los palcos levantaron murmullos.

Una mano apareció desde el interior de la olla y fue a posarse en el borde.

Otra mano emergió del mismo modo y se agarró también al borde de la marmita…

Desde las aguas efervescentes, Remo, hijo de Reco, apareció como un dios que tergiversa los dictados de la naturaleza. Sacudió la cabeza, se aupó y, ayudándose de un pie, pudo elevarse para salir de las aguas removidas. Impoluto su cuerpo desnudo, dejando en la olla nada, salvo ropas deshechas. El asombro clavó a muchos de rodillas. El rey se levantó como sonámbulo. Rosellón tropezó al tratar de llegar a una pared para tomar apoyo y, caído y todo, no dejaba esa expresión lívida de pánico.

—¡Los dioses lo han perdonado! —gritó alguien desde detrás de Sala. Ella lo balbuceó en voz baja, pálida por la sorpresa, con el corazón encabritado reclamando movimiento a su cuerpo, alegría y pavor que se mezclaban en equilibrio dificultoso.

Los soldados que la sostenían la soltaron inmediatamente presos del mismo asombro que contenía la respiración de todo el público viendo cómo Remo descendía despacio por la pasarela de madera envuelto su cuerpo en humo, por el calor evidente al que había sido sometido en contraste con el aire del salón de Justicia. Buscó la mirada del rey y el tribunal. Su cuerpo brillaba bronceado por una rojez acuosa… pero no existía rastro de quemaduras.

El rey elevó una plegaria a los dioses y después se acercó hacia el reo. Fue asistido por un soldado en el que se apoyó para que sus pasos fueran más certeros.

Sin decir palabra Remo se giró. Varias sacerdotisas, desde uno de los palcos, le alcanzaron un vestido, un sayo religioso con el que cubrir su cuerpo. Se lo puso notando el frescor del tejido.

El rey se detuvo en el centro del Salón de Justicia. Los miembros del Tribunal lo miraban a la par que a Remo el milagroso.

—¡Los dioses han hablado. Remo puede caminar libremente!

Cuando estuvo más cerca de él, le dedicó estas palabras.

—Remo, deseo que esta noche presidas mi mesa, en un banquete que celebraré en tu honor.

Hubo vítores, aplausos, gente llorando, gente totalmente desconcertada que salió apresuradamente a correr la voz del milagro. Remo se acercó con cautela hasta donde estaba el colgante. Lo recogió del suelo. La piedra con la luz roja tentando en su interior.

—Dejadme paso —ordenó a los guardias que cuando él se acercó lo esquivaron como a un enfermo de lepra.

—Sala, ven.

La mujer se acercó con los ojos muy abiertos, le miraba las manos donde tenía el medallón. No comprendía nada en absoluto. ¿Podía Remo haber activado la piedra a distancia? No, era imposible, la joya de la isla de Lorna seguía teniendo el tono rojo habitual de cuando estaba cargada. No se había usado.

—¿Cómo es posible?

Remo no parecía con ánimos de responderle a esa pregunta. Le pasó a la mujer el colgante por la cabeza dejándole el medallón entre los pechos.

—Guárdalo.

Ella asintió ocultando el medallón por debajo del escote.

—Remo tienes que explicarme esto…

—Todavía tengo que comprenderlo yo mismo…