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El viento de la noche se había llevado consigo las oscuras nubes, para regalar a Florencia una mañana diáfana. El sol brillaba en lo alto del cielo acariciado por una refrescante brisa. Lorena, contagiada por aquel presente de la naturaleza, había salido a la calle junto con Cateruccia y sus dos hijas pequeñas, Simonetta y Alexandra. Mauricio y su hijo Agostino se habían quedado en casa aquejados de dolores estomacales. Ambos juraban que la cena de la noche anterior les había sentado fatal; según ellos, la salsa de trufa era la culpable de todos sus males. Sin embargo, Lorena estaba convencida de que la salsa estaba en su punto y que su malestar no era más que la inevitable consecuencia de la glotonería con la que habían devorado una bandeja tras otra. Lorena tampoco descartaba que padre e hijo se hubieran compinchado, inventando una excusa con la que librarse de acudir a la misa semanal que oficiaba Savonarola en el Duomo.

Lorena no necesitaba ninguna excusa para escaquearse. Hoy se había levantado rebelde y había decidido no asistir a la catedral, sino a la misa que se celebraba en Santa Croce. ¿O es que los franciscanos no eran tan ministros de Dios como Savonarola? ¿Acaso no convertían ellos también el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Jesucristo? Entonces, ¿qué diferencia había entre recibir la sagrada comunión de unos o de otros? Sabía muy bien que la mayoría de los florentinos le hubieran respondido que la presencia de Dios era mayor en la de Savonarola, puesto que era un profeta, y que incluso los que no compartían esa opinión la hubieran exhortado a ir al Duomo por miedo a la opinión ajena.

Miedo. Eso es lo que sentía Lorena cuando oía a Savonarola predicar desde el púlpito. El brillante pasado en el que había sido tan feliz parecía esfumarse, tachado con una tiza más negra que el carbón. Ni música ni bailes, ni fiestas ni intercambio de opiniones, ni la más mínima concesión a la alegría. Cualquiera de aquellas manifestaciones eran consideradas como inspiradas por Satanás.

Lorena se había sorprendido a sí misma, en ocasiones, sintiendo olvidadas emociones de cuando era niña mientras escuchaba las atronadoras palabras de Savonarola. Sensaciones de no ser suficientemente buena, de que, en cualquier momento, alguien descubriría su falsa virtud y recibiría un vergonzoso castigo. ¿De dónde procedían tan oscuros pensamientos? Lorena lo desconocía, pero en un día como aquél no correspondía flagelarse sino disfrutar. Y para ello lo mejor era andar en dirección opuesta al Duomo.

La estrecha calle por la que deambulaban, habitualmente repleta de gente, estaba desierta. No había ninguna tienda abierta. Artesanos, curtidores, peleteros, forjadores y comerciantes habían cerrado sus puertas para dirigirse hacia la catedral de Santa Maria del Fiore. Allí el profeta del Apocalipsis les anunciaría las desgracias por llegar, al tiempo que los consolaba con la visión de una Florencia llamada a convertirse en la nueva Jerusalén.

Al salir de una bocacalle, Lorena divisó una cuadrilla de mozalbetes vestidos de blanco. Eran la avanzadilla del Cielo. Aleccionados por Savonarola, grupos de niños de entre nueve y dieciséis años recorrían las calles velando por el decoro en el vestir, clausurando tabernas, denunciando los lugares en que se hallaran prostitutas, apedreando a posibles homosexuales y demandando limosnas con las que obsequiar a la Virgen. Vistos de cerca no parecían demasiado angelicales. La mayoría de ellos llevaban sus túnicas manchadas, y ninguno tenía el rostro rubicundo de los ángeles de los cuadros que podían admirarse en las capillas de Florencia.

—¿Qué hacéis yendo en dirección contraria al Duomo cuando falta poco para que fray Girolamo Savonarola inicie su prédica? —preguntó el mayor de ellos en tono reprobador. Sin lugar a dudas era su líder. No debía de tener más de dieciséis años, si es que los había cumplido, pero su cuerpo era el de un hombre. De rostro zafio, Lorena observó que le faltaba un diente frontal, probablemente perdido en el fragor de alguna reyerta.

—Lo sabemos —contestó Lorena con suficiencia—. No pensamos llegar tarde a la misa del mediodía, puesto que nos dirigimos a la iglesia de Santa Croce.

El muchacho que la había interpelado esbozó una mueca de disgusto, se acercó a ella y antes de que pudiera reaccionar le arrancó la diadema de plata que llevaba en la cabeza.

—¿Cómo te atreves? —preguntó Lorena con indignación.

Por toda respuesta, el cabecilla del grupo entregó la diadema a un chaval de la banda. La sorpresa de Lorena fue enorme cuando se percató de que quien sostenía ahora su joya no era otro que Giovanni, el hijo mayor de su hermana.

—Devuélveme el sujetador de pelo —exigió Lorena extendiendo la mano.

El jefecillo del grupo se interpuso entre ella y Giovanni, con sus brazos en jarras de forma chulesca.

—Ese adorno con el que recogías desvergonzadamente tus cabellos hacia atrás es propio de meretrices. La entregaremos hoy como limosna en misa, para que no peques más.

Lorena se sintió tan humillada como indefensa. Aquel rufián le estaba robando e insultando delante de sus dos hijas, que con los ojos completamente abiertos contemplaban la escena sin atrever a moverse. Desgraciadamente, en aquella callejuela no pasaba un alma que pudiera ayudarla. Cateruccia parecía tan enfadada como ella, pero poco podía hacer. Aquella cuadrilla angelical imponía cierto respeto. Sus vestidos blancos estaban manchados y sus rostros mostraban esa estúpida crueldad tan característica de los niños. No le extrañaría que en caso de que la discusión se tornara más violenta fueran capaces de empujarla y tirarla al suelo. De hecho podía leer en sus caras, entre sonrientes y amenazantes, que lo estaban deseando. No obstante, Lorena intentó imponer su autoridad.

—Giovanni, devuélveme mi diadema o se lo contaré a tu madre. No creo que le guste enterarse de que tiene un hijo ladrón.

Giovanni la miró desafiante y se tomó un rato para sopesar su respuesta.

—Mi madre dice que sólo las rameras pasean por la calle exhibiendo su frente desnuda.

Lorena se quedó muda, conmocionada por lo que estaba sucediendo: aquel mequetrefe de doce años la estaba injuriando en público delante de sus propias hijas. Y se notaba que disfrutaba. El cabecilla del grupo le dio unas palmaditas en el hombro a modo de felicitación por haber soltado aquella grosería, mientras el resto de los pequeños rufianes le jaleaban. Por un momento, a Lorena le pareció ver la mirada de Luca en los ojos de su hijo. Estaba claro que cualquier cosa que hiciera empeoraría la situación, puesto que aquellos chavales iban a aprovechar cualquier excusa para humillarla más.

El ruido de pasos acompañados de risas indicó a Lorena que un grupo de hombres avanzaba hacia ellos desde el fondo del callejón. ¡Estaba salvada! Las cosas habían cambiado mucho en Florencia, pero el robo todavía no estaba permitido.

El mayor de la cuadrilla, que se dio cuenta de la situación, reaccionó con premura.

—Corramos, o llegaremos tarde al sermón de Savonarola.

Antes de que Lorena pudiera reaccionar, los niños desaparecieron de su vista, llevándose consigo a la carrera la diadema y parte de su dignidad.

La alianza del converso
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