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—Quizás amar sea tan simple como aceptar a los seres queridos tal como son, sin pretender cambiarlos —afirmó Maria, que cogió dulcemente la mano de su madre.
—Estoy tan orgullosa de ti, hija mía… Me llena de dicha que aceptes de corazón la verdad sobre nuestra familia. Temía tu reacción, pero cuando Michel y yo, tras la muerte de Luca, decidimos vivir juntos, supe que debía contártelo.
Flavia le había confesado su historia con Michel Blanch, e incluso le había desvelado su verdadero nombre, puesto que, a fin de ocultar su pasado y su condición de sacerdote, había adoptado una nueva identidad bajo el disfraz de un culto profesor francés llamado Bertran Turlery.
—Hiciste bien, madre. Estoy harta de engaños, y no hubiera soportado otro. Además, ya empezaba a sospechar la verdad. Los ojos de Michel son claros como los de Lorena, también se asemejan sus frentes despejadas, y él no puede disimular el enorme afecto que siente hacia ella y sus hijos. Quizá resida ahí la semilla oculta de nuestras diferencias, celos y enfrentamientos. Ahora, al fin, somos libres de nuestros secretos.
Flavia reflexionó un instante mientras contemplaba a su gato favorito, que se desperezaba en el jardín. Su hija siempre había sido más inteligente de lo que mostraba, pues a menudo ocultaba sus pensamientos tras el velo del silencio, pero no se le escapaba ni el detalle más nimio.
—Mi primera reacción fue la de indignarme, al imaginar la traición de la que fue objeto Francesco, mi amante padre y tu fiel esposo. Ya sabes lo mucho que le admiraba y lo unidos que estábamos. Mas los últimos acontecimientos de mi vida me han mostrado lo fácil que es equivocarse en los juicios sobre los demás. A veces el sentido del deber no es más que un antifaz que nos impide reconocer la realidad, un falso guía del que se sirven los hipócritas de sí mismos. Créeme, sé de que hablo. Bajo el influjo de Savonarola me sentía tan virtuosa, tan superior a cuantos no seguían a pies juntillas sus preceptos… Llegué a tachar a la mitad de los florentinos, incluida a mi hermana, de perversos servidores del mal. Luego mi pequeño mundo se hizo añicos y descubrí que todo era mentira… Todo ha cambiado y yo ya no puedo seguir juzgando a nadie, y menos a ti, madre. Sé que Michel y tú os amáis con locura. Él es un buen hombre y mi hermana, una persona maravillosa. Ya es hora de dejar que los muertos entierren a sus muertos. Una parte de mí yace muerta junto a sus tumbas. Dejémosla descansar en paz, pues la Maria que ahora vive no va a seguir llorando. Es hora de volver a empezar, madre. Te quiero y deseo que seas inmensamente feliz.
Flavia prorrumpió en un llanto que había contenido en las profundidades de su alma durante demasiados años. Maria y ella se abrazaron con emoción. Aquel abrazo sellaba al fin su pasado y abría la puerta de sus corazones.