121
Una vez que hubo acostado a los niños, Mauricio se recostó sobre una mullida poltrona del salón y contempló el crepitar del fuego de la chimenea junto a su amada Lorena. La fría celda era ya un espacio lejano, aunque nunca podría ver con los mismos ojos la torre almenada del palacio de Gobierno. Tardaría muchísimo tiempo en alejar la tortura de su mente, ya que los intensos dolores que sufría difícilmente se lo permitirían. Pese a ello, era inmensamente feliz. Había regresado al hogar, sus hijos habían batido palmas alborozados por su recobrada libertad, podía sentir la dulzura de su esposa acariciándole con la mirada y deseaba continuar disfrutando de su familia en los años venideros. Sin embargo, el futuro no estaba carente de preocupaciones, y debía afrontar una delicada decisión que Lorena difícilmente entendería.
—¿Crees que los sueños son el lenguaje de que se sirve Dios, hablándonos mientras dormimos, cuando no sabemos escuchar su voz durante el día? —preguntó Mauricio, que preparó el terreno para tratar la cuestión que tanto le preocupaba—. San José cambió su voluntad de repudiar a la Virgen María a través de un sueño. Y nuevamente un ángel le advirtió mientras dormía que debía abandonar Nazaret para viajar hasta Egipto. Pese a que el niño Jesús era un recién nacido, José obedeció inmediatamente y así logró escapar de la matanza de niños decretada por Herodes. Yo no soy ningún santo, pero también he tenido un sueño: en él se me indicaba que debía devolver el anillo. En cuanto prometí restituir la gema si salía con vida de la prisión, los milagros se sucedieron: un médico me visitó en la celda, las torturas cesaron y, al poco tiempo, el Gran Consejo decretó mi libertad gracias a un procedimiento legal que nunca se había empleado anteriormente. ¿Debería entonces ser tan soberbio como para ignorar tales señales? Sin embargo, ¿cómo devolver la esmeralda, que es nuestro bien más preciado, y contemplar impávido cómo mis deudas nos abocan a la ruina?
—Ya sabes que estoy en contra de entregar el anillo, Mauricio. De todos modos, si procedieras de esa forma, la quiebra no llamaría a nuestra puerta todavía. Aguardaba el momento en que estuviéramos solos para explicarte que mi madre ha cancelado nuestras deudas, utilizando parte de la herencia de Francesco. Naturalmente, le devolveremos el dinero tan pronto como nuestra situación mejore, pero, de momento, podemos respirar tranquilos.
Mauricio se entusiasmó tanto con la noticia que a punto estuvo de intentar alzar sus brazos en señal de alegría, olvidando los cabestrillos que los sujetaban. Aquella inesperada nueva le concedía el tiempo necesario para llevar a cabo lo que había planeado.
—Tu madre nos ha salvado. Le pagaremos hasta el último florín antes de que transcurra un año. Escúchame: tan pronto como me restablezca, si me das tu aprobación, partiré hacia Francia y devolveré la esmeralda. Después cruzaré los Pirineos para presentarme ante la corte española. Allí demandaré audiencia ante Cristóbal Colón, y no me iré hasta que me reintegre el dinero que le presté.
—Quizás el viaje a España rinda sus frutos, mas no creo que sea justo ni conveniente entregar la esmeralda a quien pudiera ser un mero impostor. Al fin y al cabo, ¿qué sabemos de él?
—No demasiado —reconoció Mauricio—. Tan sólo que en Aigne, una pequeña villa del sur de Francia, un tal Michel Blanch nos conducirá hasta el legítimo propietario. En su misiva aseguraba tener en su poder pruebas inequívocas que acreditan su derecho sobre la esmeralda.
Mauricio observó con sorpresa como el rostro de Lorena alteraba sus facciones. Ésta abrió su boca y sus ojos de una forma tan exagerada que parecía haber visto un espectro. Cuando recobró la compostura, todavía le temblaban las comisuras de los labios.
—No viajarás solo. Yo te acompañaré —afirmó su esposa con gran seriedad.
—¿Por qué? —preguntó Mauricio.
Lorena se tomó un tiempo antes de contestar.
—Michel Blanch es mi verdadero padre. Es imposible que sea una coincidencia. Acudiremos hasta Aigne en busca de nuestra verdad.