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Florencia, 26 de abril de 1478

El quinto domingo de Pascua, Mauricio entró temprano en el interior de Florencia. A su espalda, las enormes torres de vigilancia y las impenetrables murallas que protegían la ciudad parecían señalarle que ya no había vuelta atrás. El pasado yacía enterrado en Barcelona. Aguas más turbulentas que las surcadas durante la travesía marítima desde la ciudad condal le aguardaban en su nuevo destino. Para labrar su futuro disponía tan sólo de un anillo y de dinero suficiente para malvivir unos cuantos días.

Con paso vacilante se introdujo en la iglesia del Santo Spirito, descansó en sus bancos de madera gastada, cerró los ojos y rememoró con nostalgia recuerdos de infancia, cuando su padre le narraba historias de la Biblia antes de acostarse: la creación del universo en siete días, la expulsión del Edén, el arca de Noé, la torre de Babel, la epopeya del pequeño José y su don para interpretar los sueños… El Libro Revelado había resultado la mejor invitación a bucear más allá de lo visible. ¿Qué existía antes de que Dios creara la luz, el firmamento y las estrellas? ¿Eran infinitos los brillantes astros que iluminaban las noches de la Tierra? Ésas y otras preguntas semejantes eran las que el pequeño Mauricio se formulaba en la oscuridad de su dormitorio después de que su padre apagara el candil de aceite. Entonces solía encontrar consuelo en la madre que nunca había conocido, que le sonreía desde el Paraíso y le animaba a alcanzar las respuestas ocultas. Su padre, unido acaso por un puente invisible con los Cielos, siempre le había protegido, y le había permitido escapar del taller para sumergirse en la lectura de las obras que se amontonaban en casa de su viejo amigo Joan, un reputado librero de Barcelona. Allí había aprendido a vivir otras vidas y a viajar hasta lugares distantes desde el silencio de un solitario desván. Aquel mundo, repleto a partes iguales de misterio y seguridad, se había acabado irremisiblemente.

Como una cáscara sin fruto zarandeada por los vientos, como un grano de arena perdido en el desierto, como una trémula gota de rocío amenazada por el sol… Ninguna comparación era capaz de describir el estado de confusión y pérdida que la injusta muerte de su padre le había provocado. El pasado en el que había crecido estaba repleto de secretos y mentiras, y el futuro se presentaba tan incierto como una tormenta en la mar. La esmeralda era su única esperanza de no acabar sepultado en un pozo de miseria, y aun este pensamiento le provocaba amargos remordimientos.

De no ser por la resplandeciente alianza, no habrían torturado a su padre con un suplicio reservado a los peores criminales. De no haber brillado más que las estrellas, su padre no habría pasado los últimos días de su existencia quebrantado por insoportables dolores. De no parecer una piedra sagrada forjada en la fragua de los dioses, su padre se hubiera despedido de la vida en un suspiro, el tiempo necesario para que el verdugo se ganara unas botas y algunas monedas manchadas de sangre. Sin embargo, la esmeralda estaba compuesta de la misma sustancia que los cuerpos celestes, su padre había luchado hasta el límite de lo improbable por revelarle su existencia y, cumpliendo su papel en el drama, él había acudido a Florencia a vender aquella piedra misteriosa.

¿De dónde procedía una joya tan excelsa? ¿Por qué su padre nunca le había hablado de ella? Le había ocultado deliberadamente una parte importante de su historia familiar, necesariamente relacionada con su inesperada filiación hebrea. Mauricio comprendía la renuencia de su padre a hablar de un pasado del que, él personalmente, se avergonzaba. Descender de marranos era un golpe muy duro para su orgullo cristiano: de alguna manera sentía como si una parte de su ser estuviera contaminada por la mentira. Por otro lado, había tantas cosas que desconocía sobre sus orígenes… ¿Y si las omisiones de su padre respondían a otra razón ignorada? Tal vez existía un peligro mortal en descubrir lo que con tanto empeño había silenciado…

Aunque la incomprensión, la angustia y la tristeza le acompañaban en aquellas horas sombrías, un deseo invencible se abría paso entre las tinieblas de su alma como una letanía mil veces repetida: cumplir la misión que su padre le había encomendado en su última mano, arrancando de las fauces de la muerte una carta llamada esperanza. No permitiría que su sacrificio resultara baldío. Por primera vez en su vida, se dijo, debía estar a la altura de las esperanzas que habían depositado en él.

«Cualesquiera que fueran nuestros pecados pasados quedarán saldados. Empezarás una nueva vida en Florencia, acompañado de la buena fortuna». Aquellas palabras resonaron en su mente y le infundieron confianza. Rogó a Jesucristo que la bendición póstuma de su padre guiara sus pasos, y después salió de la iglesia.

Al cruzar el puente Santa Trinità, Mauricio rememoró viejas imágenes del negocio de telares situado en Barcelona. Y es que en ambas orillas del río Arno se amontonaban hombres que limpiaban lana con una mezcla de líquidos desinfectantes y orina de caballo cuyo penetrante olor impregnaba el aire, mientras otros aclaraban entre las aguas los pelos de oveja desborrados. Los vareadores apaleaban sobre bastidores de mimbre la lana ya remojada, y los peinadores finalizaban el proceso a pie del río separando los filamentos.

Todos ellos realizaban un trabajo muy pesado y mal retribuido. Tampoco estaban bien pagados los cardadores ni las hiladoras. Si algún buscavidas le robara el anillo, también él estaría condenado a vivir en la pobreza. Temeroso de perder la joya en un lance de mala fortuna, Mauricio decidió dirigirse al palacio Medici sin demora.

Se había vestido para la ocasión con el traje con el que su padre le había obsequiado el año anterior con motivo de su vigésimo cumpleaños. Era su mejor atuendo: camisa blanca de lino, jubón de seda azul y unas elegantes calzas rojas. Una faja de terciopelo ocultaba los nudos que unían la parte superior de las calzas con el jubón. Sin duda parecía un floreciente mercader. Pero no florentino. Los gentilhombres de aquella ciudad rasuraban cuidadosamente sus barbas y portaban sobre su testa sombreros escarlatas o fajas de tela semejantes a turbantes. Por contraste, su melena al viento y una barba poblada le delataban como extranjero. Si se mostraba desorientado o dubitativo atraería sobre sí a los rufianes que merodeaban en todas las ciudades en busca víctimas propiciatorias. El peligro acechaba por doquier, incluso en el hostal donde había dejado sus pertenencias; el dueño de ese lugar, de mirada rapaz, le había inspirado una profunda desconfianza al informarle sobre el mejor modo de llegar hasta el palacio Medici.

Por ello, pese a deambular extraviado entre un laberinto de callejones, aparentó seguridad y, manteniendo el paso, prefirió no curiosear en las pañerías empotradas en la antigua muralla romana ni en las numerosas tiendas y talleres donde comerciantes y artesanos ofrecían un festín de cautivadores productos. Ni siquiera los sabrosos olores del colorido mercado detuvieron su marcha, pese a no haber almorzado. Los tiernos capones, los jugosos venados, las frutas frescas, la dulce miel y los quesos rodeados de moscas deberían esperar a que vendiera el anillo.

Cuando unas gallinas ganaron alborotadamente la calle tras salir desde un portal en forma de arco, Mauricio esbozó por primera vez una sonrisa. Tal vez, se dijo, las desorientadas aves domésticas estuvieran huyendo de los ruidosos martillazos que resonaban tras aquella entrada abovedada. Probablemente se hallaba ante alguna de las renombradas bodegas de arte florentinas, cuya importancia podía medirse por la cantidad de gallinas que poseían, pues, al igual que en Barcelona, la yema de huevo fresca se empleaba profusamente para fijar los colores de las pinturas al temple. Mauricio no había visto nunca tantos talleres de artistas ni tiendas tan exquisitas. Ciertamente se hallaba en la ciudad de las artes y la moda, aunque tal distinción no podía evitar que, como en Barcelona, el empedrado de las calles estuviera salpicado por los excrementos de caballos, burros, mulas y demás animales de carga. Era inevitable, reflexionó, que cuanto más rica fuera una ciudad, más apestara a bosta. Y Florencia era inmensamente rica…

Al divisar la inmensa cúpula de la catedral, que dominaba los rojizos tejados de la ciudad, no pudo evitar que su cara mostrara una expresión maravillada de asombro. ¡Jamás hubiera imaginado que pudiera construirse una cúpula tan colosal! Mauricio se preguntó si sería suficientemente grande como para cobijar bajo su sombra a los cuarenta mil habitantes de aquella urbe, una de las más pobladas de la cristiandad. No obstante, se obligó a no demorarse y siguió caminando. Continuando por la Via Larga, a unos cuantos pasos, se hallaba el palacio Medici. Ya no podía perderse.

Efectivamente, en el siguiente cruce se encontró no sólo con el palacio Medici, sino con el mismísimo Lorenzo, el Magnífico. Estaba casi seguro de no equivocarse. Con semblante sereno departía tranquilamente en la calzada, frente a la puerta del palacio, con quien debía de ser un jovencísimo cardenal. La sotana de paño rojo, el capelo que coronaba su cabeza y el fajín de seda púrpura así lo proclamaban. En cuanto a Lorenzo, no era posible identificarle por su atuendo. El jubón de terciopelo que portaba, largo hasta los tobillos, únicamente revelaba que gozaba de una posición social excelente en comparación con los hombres menos afortunados cuyos jubones de telas inferiores no sobrepasaban la altura de las rodillas. Sin embargo, la fisonomía irregular de su rostro coincidía exactamente con la descripción que había llegado hasta sus oídos.

Alto y de complexión atlética, su enorme nariz, con el puente hundido y torcida sobre la derecha, hacía difícil ubicar los restantes rasgos de su semblante, que parecían pertenecer cada uno de ellos a diferentes personas: los ojos grandes y hundidos estaban demasiado separados de su alargada nariz; su fuerte barbilla, de mentón prominente, era desproporcionada en comparación con el resto del rostro; la frente ancha y despejada parecía cortada abruptamente por unas cejas compactas y anguladas; por último, los labios de finas líneas se contraponían a la exuberancia de sus otros atributos. Probablemente aquella asimetría contuviera el secreto de Lorenzo, pues el Magnífico era muchos hombres en uno.

Príncipe de Florencia en todo menos en el título, puesto que la ciudad era formalmente una República, sus virtudes eran incontables. Político sagaz, descubridor y protector de artistas, tan hábil en las justas a caballo como esgrimiendo la pluma, era considerado uno de los mejores poetas de Italia. Propietario de la banca Medici, la más renombrada de Europa, era además el alma de la Academia Platónica, donde se daban cita los filósofos y las mentes más preclaras de la cristiandad. Atleta, espadachín, orador y erudito, amaba también las fiestas, donde destacaba con su talento como músico y bailarín. De cómo le recibiese ese hombre genial, dependía por entero su futuro.

Mauricio sopesó dirigirse en latín al príncipe sin corona, pero descartó tal ocurrencia. Aunque había estudiado latín, únicamente lo empleaba para leer libros, rezar y escuchar misa. Por fuerza, su hablar le resultaría tosco a quien, educado por los mejores profesores, utilizaba diariamente el latín en sus conversaciones y epístolas. Afortunadamente sabía hablar la lengua de la Toscana. Hacía años, su padre había incluido como socio en el negocio familiar de telares al maestro tintero Sandro Tubaroni. Aquel tunante florentino le había hurtado a la casa Rucellai ciertos secretos comerciales relacionados con el liquen oricello, gracias a los cuales el negocio de la ciudad condal había aumentado notablemente sus ventas. Ahora bien, Sandro Tubaroni no era un vulgar ladronzuelo de secretos ajenos, sino un simpático y teatral italiano tan amante de la buena vida como del arte. Fascinado por el hermoso ejemplar ilustrado de La divina comedia que Sandro había portado consigo desde Italia, Mauricio se afanó en copiar con su pluma la obra maestra de Dante Alighieri. Así, imitando las hermosísimas grafías del libro y gracias a la buena predisposición del maestro florentino a enseñarle su idioma, había acabado por aprender una lengua cuya musicalidad le gustaba casi tanto como las espectaculares imágenes que el genio del poeta había creado. Paradójicamente, caviló Mauricio, las actividades aparentemente inútiles practicadas por puro placer podían resultar a la postre más productivas que las realizadas por obligación.

El tiempo de reflexión había acabado. Ahora era el momento de actuar. Los pies de Mauricio, sin hacer caso de las dudas de su mente, le condujeron frente a Lorenzo. Ya no había marcha atrás.

—Distinguido Lorenzo —saludó Mauricio sobreponiéndose a sus miedos—, tu fama traspasa fronteras y alcanza todos los rincones del mundo. Es por ello por lo que he venido desde Barcelona para ofreceros una joya digna de un emperador.

El joven cardenal le hizo un gesto con la mano indicando que no estaban interesados en escucharle. Pese a ello, Lorenzo sonrió y le dirigió la palabra.

—Me complace tu ofrecimiento, pero yo no soy más que un simple ciudadano. No soy emperador, ni siquiera noble.

La modestia de Lorenzo era fingida, pues todo el mundo sabía que era él quien manejaba los hilos del poder en Florencia. Su respuesta era, por tanto, una invitación a seguir hablando. El cardenal, por el contrario, parecía tener mucha prisa.

—Lorenzo, te lo ruego —le conminó el prelado—. No nos demoremos, o llegaremos tarde.

Mauricio entendió que si quería retener al prócer de Florencia, debía acertar con las siguientes palabras. Tenía que seguir arriesgando aun a costa de ser ignorado.

—Señor, la joya que porto es un talismán único. También es muy orgullosa. Si le dais la espalda, tal vez se ofenda, y no quiera beneficiaros con su luz.

Mauricio había sido atrevido, y tal vez esa audacia consiguiera captar la atención de Lorenzo. Su desmesurada afición por las joyas y los amuletos, por los que llegaba a pagar pequeñas fortunas, era ampliamente conocida.

El Magnífico volvió a sonreír e hizo ademán al cardenal para que no se impacientase.

—Nunca es bueno ofender si se puede evitar. Mostradme, pues, lo que de tan lejos habéis traído.

Mauricio se llevó la mano al cinto y desató el cordel de una bolsita de cuero que llevaba colgando. Cuando extrajo el anillo, su belleza volvió a embelesarle, como si fuera la primera vez que la veía. Sobre una base cuadrada de oro viejo se alojaba una esmeralda tan bella que más se antojaba un fruto de los Cielos que de la Tierra. De un verde profundo y brillante, el cristal parecía latir con vida propia. Tallado por una mano maestra, la piedra parecía una suerte de cubo cósmico montado sobre dos broches de oro blanco en los que se habían incrustado pequeños diamantes. En el reverso de su base se podía leer la siguiente leyenda en castellano: «Luz, luz, más luz».

Lorenzo devoró ávidamente la sortija con la mirada y la cogió entre sus manos. Sus ojos, muy abiertos, mostraban un interés extraordinario.

—Jamás había visto nada semejante. Es absolutamente excepcional. ¿Cuánto pedís por él, señor…? —preguntó Lorenzo después de acomodar la joya en su dedo anular, como si ya fuera su nuevo propietario.

—Mauricio Coloma, natural de Barcelona, servidor vuestro en Florencia, y de la justicia en cualquier lugar —respondió solemnemente, intentando calcular mentalmente cuánto estaría dispuesto a pagar Lorenzo. Estaba frente a un hombre de unos treinta años, poderoso, seguro de sí mismo y poseedor de una fortuna incalculable. De hecho, ya tenía el anillo en su poder. Si decidía no pagarle ni un florín, ¿qué podría hacer contra el hombre más importante de Florencia?

—Cardenal Raffaele, perdonad nuestro atrevimiento —interrumpieron dos recién llegados—. El arzobispo de Pisa os ruega que no tardéis más en llegar a la catedral. La ciudad entera se halla esperándoos.

Mauricio miró a aquellos hombres. Ambos vestían ajustadas chaquetas verde oscuro de mangas largas y diseño sencillo. Sobre aquella librea lucían una túnica sin mangas y sin adornos. Por su aspecto y actitud, debían de ser criados del cardenal que cumplían funciones de heraldos.

El joven Raffaele dirigió una mirada suplicante a Lorenzo, que reaccionó con prontitud.

—No es propio de un buen anfitrión hacer esperar a sus huéspedes más distinguidos. Y menos todavía a una ciudad. Partamos entonces sin demora. Haced el favor de acompañarnos, Mauricio. Tiempo tendremos cuando haya finalizado la santa misa de tasar esta fabulosa joya que habéis tenido la delicadeza de llevar hasta mi puerta.

«Los florentinos son tan elegantes con las palabras como traidores en sus acciones», le habían advertido a Mauricio. Y ahora se encontraba andando camino del Duomo, la catedral de Florencia, junto a un cardenal y un príncipe poeta. Pero el anillo ya no lo tenía él, sino Lorenzo. ¿Le ofrecería un precio justo o decidiría quedárselo sin pagarle ni un florín? Mauricio no andaba sobrado de motivos para confiar en la nobleza.

La miseria se hospedaba muy cerca del lujo. Tan sólo un corto paseo separaba el grandioso palacio Medici de los campesinos y trabajadores que había visto aquella mañana al otro lado del río Arno. Habitualmente vivían hacinados en pequeñas casas de adobe y arenisca, sin apenas ventanas ni luz, con una sola cama para toda la familia y una camisa roída de lienzo como única muda. ¿Quién era libre de elegir su destino? El suyo dependía por entero de la gema que Lorenzo lucía tan despreocupadamente en su dedo anular.

La alianza del converso
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