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Florencia, 15 de noviembre de 1479
—Ayer cayó finalmente Colle de Valdesa —anunció Pietro Manfredi.
—Entonces ya nada se interpone entre las tropas enemigas y Florencia —afirmó Luca.
—Efectivamente —confirmó Pietro—. Es tan sólo una cuestión de tiempo que comience el sitio de Florencia.
—En cuanto eso ocurra —aseguró Luca—, se producirá una revuelta interna contra Lorenzo. Todo el mundo sabe que si el Magnífico es depuesto, el Papa negociará una paz honrosa para Florencia. Lo único que mantiene en el poder a Lorenzo son las treinta o cuarenta familias más allegadas a los Medici. Estas familias principales tienen motivos para temer la pérdida de sus posesiones en caso de que se produzca un cambio de régimen. Sin embargo, cuando las tropas del Papa y del rey de Nápoles se divisen desde las murallas de Florencia, nada impedirá que el clamor popular contra Lorenzo se transforme en abierta rebelión. Llegado el caso, y por lo que he oído, clanes muy poderosos pedirían a Lorenzo que se entregara voluntariamente.
—Así pues, únicamente nos resta esperar para ver pasar el cadáver de nuestro enemigo por delante de la puerta de casa —sentenció Pietro.
Luca, disfrutando del momento, paseó su vista por el salón del palazzo de Pietro Manfredi. Sus ojos se detuvieron en dos ángeles de bronce encaramados a sendas columnas de mármol. La mano izquierda de cada uno de ellos estaba apoyada en la cintura en actitud desafiante, mientras que sus brazos derechos apuntaban hacia lo alto sosteniendo antorchas en sus puños.
—Parece que quisieran iluminar los cielos —comentó Luca.
—Yo los llamo «los resplandecientes». ¿Son bellos, verdad? —dijo Pietro, que abrió una cajita de cristal azul de Murano remachada con acabados en plata y oro. Su anfitrión le ofreció uno de los dulces que se ocultaban en su interior.
Luca lo saboreó con gran placer. ¡Cómo habían cambiado las cosas en menos de un año! Hacía diez meses, durante su primer encuentro en aquella misma casa, no se había atrevido a comer los dulces de miel por miedo a ser envenenado hasta que Pietro los hubo probado. Asustado, temía verse envuelto en peligrosas conspiraciones. No obstante, todo había resultado de lo más sencillo, si exceptuaba el aprendizaje de los códigos secretos para narrar epistolarmente determinados acontecimientos que ocurrían en Florencia. Finalmente, su trabajo se había centrado en intentar obtener, sin levantar sospechas, la máxima información posible del entorno de Lorenzo, para transmitírsela a Pietro. Y ahora, sin haber incurrido en riesgo alguno, sin haber cambiado sus costumbres ni su forma de vida, el triunfo estaba al alcance de su mano.
—¿Y cómo está el asunto con Maria Ginori? —preguntó Pietro.
—Aunque de aquí a pocas semanas la opinión de los Medici importará menos que un pimiento, Bernardo Rucellai me ha confirmado que no ven con malos ojos ese enlace. Nada se opone, pues, a que se formalice ya el compromiso matrimonial entre nosotros dos.
Luca reflexionó sobre los giros de la fortuna. Lorena Ginori le había despreciado, al casarse con ese don nadie llamado Mauricio Coloma. Ésa era una herida que todavía no se le había cerrado, pero que pronto tendría la oportunidad de vengar. Afortunadamente tal humillación jamás había llegado a los oídos de nadie, puesto que las conversaciones preliminares con el padre de Lorena no habían trascendido a terceras personas. Él sí sabía lo que había ocurrido. Por ello, imaginar a Lorena sufriendo y lamentándose por una elección tan desacertada era un placer con el que se recreaba frecuentemente, en especial durante los últimos tiempos.
Maria, la hermana de Lorena, estaba a punto de cumplir los catorce años, y en su cuerpo ya estaban apareciendo las curvas propias de una mujer. Los Ginori, como el resto de los comerciantes, habían sufrido graves quebrantos durante el último año, pero, a diferencia de otros, continuaban siendo muy ricos. El dinero de la dote le vendría muy bien para unos negocios que había proyectado. Y Maria era una bella mujercita con un carácter más dulce y dócil que el de su hermana. A buen seguro sería una buena esposa que no le causaría el más mínimo problema. Francesco, su padre, estaba tan entusiasmado con el interés mostrado por Luca que había incrementado por dos la dote prometida. Además, le había asegurado que Maria estaba deseosa de casarse con él.
Sin embargo, Luca buscaba algo más: la guinda del pastel. Una venganza completa a la medida de la sinrazón de Lorena. ¿Qué ocurriría si Mauricio falleciera? En ese caso, Lorena languidecería en soledad como una viuda sin hijos, mientras él disfrutaba con su hermana de una vida colmada de bendiciones. A buen seguro, Lorena acabaría maldiciendo la hora en la que se entregó a los brazos de Mauricio y despreció los suyos. ¡Ah, qué venganza tan deliciosa! La despreciable arpía se sentiría torturada por siempre jamás en cada uno de los encuentros familiares en los que su hermana estuviera presente. Lorena, la mala, envejecería estéril, sola, despreciada por su familia, y se acordaría sin cesar del tremendo error que cometió en su juventud. Maria, la buena, disfrutaría de una vida lujosa y plena de hijos.
—Veo que los dulces os complacen de tal manera que habéis perdido el interés en hablar —observó Pietro.
—Disculpad —se excusó Luca—, es que estaba pensando en aquellas viudas negras de las que me hablasteis en nuestro primer encuentro. Según me dijisteis eran expertas en asesinar a sus víctimas mediante un imperceptible pinchazo con alguna de sus sortijas envenenadas mientras sus cuerpos se solazaban lujuriosamente.
—Así es. Pero recuerda que descartamos esa opción con Lorenzo. Si entonces no era conveniente, ahora sería una auténtica tontería correr riesgo alguno.
—No estaba pensando en Lorenzo, sino en Mauricio, el marido de Lorena.
Los ojos de Pietro se mantuvieron fríos, sin mostrar emoción alguna al oír la revelación de Luca. Con un gesto de la mano invitó a Luca a continuar hablando.
—Aquí no habría riesgo —continuó él—. Casi cada tarde Mauricio acude a la misma taberna. Bastaría que apareciera por allí una atractiva mujer que se le insinuara y le invitara a acudir con ella a alguna de esas posadas de dudosa reputación. Embriagado por el vino y sus encantos, Mauricio sería una presa fácil. Al cabo de pocas horas, moriría y la mujer abandonaría la ciudad sin dejar rastro.
—No os preguntaré por vuestros motivos —señaló Pietro—. Los amigos estamos para ayudarnos unos a otros. Hoy por ti, y mañana por mí… Os diré lo que haré: facilitaros la forma de poneros en contacto con una viuda negra, con la única condición de no mencionar mi nombre. Decidle que sois amigo de «los resplandecientes». Eso bastará. Bueno, eso y un buen puñado de florines de oro.