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Lorena no alcanzaba a entender por qué se le había concedido el permiso de visita que tan contumazmente se le había denegado antes, pero lo cierto era que sólo una puerta la separaba de su esposo y que, al cabo de pocos instantes, se abriría. La alegría que sentía por poder abrazar a Mauricio venía acompañada de una enorme carga de temor e incertidumbre. ¿En qué estado lo encontraría? ¿Tendría la oportunidad de volver a compartir la vida con su marido o, por el contrario, sería condenado a morir en el cadalso como un criminal? Lucciano, el carcelero, introdujo la llave en el cerrojo y Lorena entró en la celda con el corazón galopando desbocado.
Mauricio estaba sentado en el suelo. Al verla, su rostro mostró el asombro de quien estuviera contemplando una alucinación. Emocionado, se levantó inmediatamente y corrió a abrazarla. Lorena apretó con fuerza su cuerpo contra el de su esposo, queriendo transmitir a través de aquel contacto el inmenso amor que sentía por él.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Lorena.
Mauricio lucía barba incipiente y ojeras pronunciadas. Por toda indumentaria portaba un humilde y delgado sayo de lana. Lorena no vio ninguna manta ni sábana en la pequeña celda. Su esposo debía de pasar muchísimo frío, aunque su aspecto general no era tan malo como pudiera temerse.
—Ya ves. Nada que no puedan arreglar un par de sopas calientes, un buen afeitado y un traje. Incluso me dan bien de comer en esta hospedería —bromeó Mauricio.
—Eso debemos agradecérselo a Sofia, a quien la esposa del carcelero le profesa un profundo afecto.
—¿Y a quién debemos agradecer tu presencia? Me alegro tanto de verte… —dijo mientras le acariciaba las mejillas.
—Solicité el derecho a visitarte la mañana siguiente a tu detención, pero me lo denegaron reiteradamente, pese a mis protestas. Esta mañana, contra todo pronóstico, me lo han concedido. Por desgracia, sólo disponemos de unos minutos. Un chambelán de palacio me ha escoltado hasta aquí y ha puesto en funcionamiento un reloj de arena. Cuando caiga el último grano, me tendré que marchar. Así que no podemos desperdiciar ni un instante. Escucha: esta tarde me recibirá Antonio Rinuccini, el más prestigioso jurista de Florencia. Ya me he reunido con él en un par de ocasiones. Posiblemente se haga cargo de tu defensa, pero antes debemos saber exactamente qué pruebas pueden tener contra ti.
—Ninguna. No he conspirado contra la República, más allá de las críticas que tanta gente profiere en privado para censurar el exceso de celo de Savonarola. Nada, por tanto, que ni remotamente pueda considerarse alta traición.
El corazón de Lorena se alegró y se acongojó a un tiempo. Las palabras de Mauricio confirmaban que no existía ninguna prueba incriminatoria con base real. Sin embargo, también implicaba que alguien muy poderoso había urdido un siniestro plan para acabar con su esposo.
—Te sacaremos de aquí —dijo ella con firmeza—. Con la ayuda de Bruno y de mi familia hemos movilizado al poderoso gremio del Arte y de la Lana, que exige transparencia en el juicio contra uno de los suyos. No estás solo, Mauricio. Estamos luchando ahí fuera.
—No me cabe la más mínima duda. No obstante, el destino es tan caprichoso como incierto, y si la fortuna nos resultara adversa, hay algo que debes saber: el anillo está escondido en el suelo de mármol ajedrezado del recibidor de nuestra casa, bajo la baldosa donde situarías al rey blanco.
Mauricio nunca le había dicho anteriormente donde ocultaba la esmeralda, y ella nunca se lo había preguntado. Aquella revelación parecía un testamento. A Lorena se le encogió el estómago.
—No te quiero ver triste, Lorena. Yo también espero salir absuelto de esta farsa, pero en caso de que me condenaran por un delito de alta traición, todos mis bienes serían confiscados. Al menos podrías vender el anillo. Hay muchos coleccionistas que pagarían una fortuna por él. ¿Sabes?, me parece estar repitiendo las palabras de mi padre en la prisión del castillo de Cardona: acusado injustamente de un crimen, también salvó la esmeralda del olvido entregándosela a la persona que más quería en este mundo. ¿Es que acaso los hados se complacen en recrear idéntica situación, dándome a probar del mismo cáliz que tomó mi padre? ¿O acaso el anillo es el hilo conductor de una venganza contra la familia que lo usurpó de sus legítimos dueños?
—Basta ya, Mauricio. No quiero escuchar supersticiones relacionadas con la esmeralda. Saldrás absuelto de este juicio. Resiste: no te declares culpable. Con la ayuda de todos, saldrás de aquí. Te lo prometo.
Lorena oyó que el guardián introducía su pesada llave en la cerradura y la hacía girar. Su tiempo en la celda había acabado. Abrazó a su esposo con lágrimas en los ojos, le acarició los cabellos y le despidió con un beso al que no deseaba poner fin.