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El sol se apagaba sobre el horizonte en aquel primer domingo de septiembre y la fiesta estaba a punto de comenzar. Lorena caminaba cogida de la mano de Mauricio entre los jardines de Villa Careggi, la magnífica villa de Lorenzo Medici, estratégicamente situada sobre la cercana colina Monterivecchi.
Durante la estación estival, Lorena y su esposo se habían convertido en habituales invitados de las celebraciones de la villa, un hecho que sin duda había aumentado su consideración social. ¡Hasta su propia familia ya miraba con otros ojos a Mauricio! Pero Lorena no acudía únicamente por el prestigio de estar entre los favoritos del Magnífico, sino que también disfrutaba inmensamente de esas veladas.
Habitualmente el jardín se cubría de antorchas que iluminaban las distintas mesas de invitados. La comida siempre era deliciosa y el tiempo acompañaba la conversación. Las noches eran cálidas y estrelladas, lo que propiciaba ese ambiente de ensueño que envolvía aquellas reuniones. Tras la cena solían leerse unos versos, algunos de los cuales eran del propio Lorenzo, que además de perfecto anfitrión era un gran poeta. Posteriormente los asistentes comentaban los poemas: era uno de los momentos preferidos de Lorena, ya que los oradores solían exponer ideas tan bellas como originales. También amenizaban la gala los acróbatas, malabaristas, saltimbanquis y tragafuegos que Lorenzo contrataba asiduamente. Y en todas las ocasiones, una orquesta dispuesta a tocar cuando los invitados desearan bailar, redondeaba la velada.
—Será mejor que no le comentes hoy a Lorenzo el nuevo negocio que queréis empezar con Bruno —le dijo Lorena a su esposo en voz baja, mientras se iban acercando a la mesa.
—¿Por qué no? Bruno siempre tiene excelentes ideas. ¿Recuerdas aquellos sacos de almendras que insistió en que compráramos? Al final resultó ser una excelente inversión, pese a que una parte de los sacos se echaran a perder por empaparse de agua durante la travesía en barco.
—Hoy es un día festivo —replicó Lorena—. Ya sabes que a Lorenzo le gusta más hablar de arte, amor, literatura, relaciones, filosofía, o de cualquier tema banal tratado con humor… Creo que sería más elegante que le plantearas el asunto mañana. ¿No necesitáis que invierta una parte del dinero con vosotros? Pues no le importunes esta noche con asuntos económicos. Lo importante, Mauricio, es estar en el corazón de las personas. Después, todo lo demás, incluido el dinero, viene por añadidura.
—Sí, tal vez tengas razón —concedió él.
Lorena flotaba de felicidad. Estaba más enamorada que nunca de su marido, hacía tres meses que estaba embarazada, y la paz había llegado. Además, Mauricio comenzaba a labrarse un futuro muy esperanzador en el seno de una sociedad tan difícil como la florentina. Ya conocía al socio de su marido, Bruno, y le parecía un hombre de mente despierta y vivaz para los negocios. La combinación parecía excelente. Bruno aportaba su experiencia acumulada en el mundo financiero y Mauricio participaba sirviendo en bandeja los mejores contactos. Afortunadamente sus inquietudes intelectuales y artísticas habían propiciado que se integrara naturalmente en la aristocrática familia platónica que rodeaba a Lorenzo de Medici: Giorgio Antonio Vespucio, Luigi Pulzi, Sandro Botticelli, Agnolo Poliziano, Paolo del Pozzo Toscanelli o Marsilio Ficino eran sólo algunos de los ilustres nombres con los que Mauricio se codeaba habitualmente.
Incluso el último enemigo, la peste, había remitido notablemente, pese a los calores propios de aquellas fechas. Continuaba localizada en algunos focos, pero Lorena confiaba en que con la llegada del frío se acabara aquella plaga. De todos era sabido que cada tantos años surgían brotes de peste: era una enfermedad crónica que aparecía y desaparecía periódicamente. Dos años seguidos eran demasiados. Era ya tiempo de que la enfermedad se alejara definitivamente de Florencia y sus alrededores.
Lo cierto es que todo estaba marchando tan maravillosamente bien que Lorena no imaginaba que nada pudiera ir mal.