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Lorena recibió a Sofia en el salón principal de su palazzo. Hacía ya cuatro meses desde que la visitó por primera vez en su casa del barrio de Sant’Ambrosio. Aquella tarde, Cateruccia, descompuesta y temblando, había irrumpido en el hogar de su amiga portando la carta escrita por Mauricio desde el hospital de la Scala. Sofia le había ofrecido esperanza: le había asegurado que conocía un poderoso ritual capaz de sanar la enfermedad de su esposo. Al final todo había sido para bien: Mauricio se había salvado y volvían a amarse con pasión; hasta la peste, localizada en pequeños focos, estaba remitiendo.
—Siento haberme retrasado —se excusó Sofia—, pero ni la botica ni los niños me dan un respiro.
Lorena miró a su interlocutora. Tendría unos treinta años, tez morena, cuerpo robusto, frente despejada, nariz griega y grandes ojos azul cielo. Vestía un sencillo traje de lana que le cubría desde el cuello hasta las muñecas y los tobillos. Lorena había visto muchos vestidos parecidos a aquél entre las mujeres trabajadoras. Solían ponerse un generoso delantal encima para protegerlo de los rigores de sus oficios. Aun así era inevitable que el uso diario acabara provocando desgarrones, de tal modo que era muy normal observar remiendos en aquellos trajes. Sin embargo, el de Sofia presentaba un aspecto impecable. De color azul claro, contrastaba muy bien con las tiras blancas de lana que se enrollaban sobre su cabeza al modo de los turbantes. Lorena concluyó que Sofia no utilizaba aquel vestido para trabajar, sino para visitas o celebraciones especiales.
—En ocasiones lo mejor se hace esperar, pero siempre vale la pena cuando llega —comentó amablemente Lorena mientras le acercaba una bandejita con dulces de miel.
Cateruccia había salido aquella tarde, y Lorena prefería que ningún criado interrumpiera la conversación, pues deseaba hablar de temas muy íntimos que le causaban cierta vergüenza.
—Ante todo —continuó Lorena— quiero agradecerte nuevamente el ritual que practicaste para que mi marido sanara.
—Me limité a hacer una invocación —dijo modestamente Sofia—. Si tu esposo mejoró, sencillamente fue porque así lo había contemplado Dios, que es quien dispone de nuestras oraciones y no al contrario.
—Pero cuando quien pide tiene el corazón puro —repuso Lorena—, es posible que encuentre antes audiencia. Ése sería al menos mi deseo, ya que un temor me preocupa sobremanera sin saber de quién recabar buen consejo. Tal vez tú puedas ayudarme.
—Habla sin miedo, que no hay peor temor que el sobrellevado en silencio.
La mirada tranquila y poderosa de aquella mujer irradiaba paz y serenidad. Lorena dejó que las palabras salieran de su boca y revelaran su pesar.
—Hace ya un año que perdí a mi hijo durante el parto y desde entonces no he vuelto a quedarme encinta. A veces pienso que Dios me condena así por un pecado que cometí en el pasado y de cuya naturaleza preferiría, discretamente, guardar silencio. Acaso uniendo tus oraciones a las mías podamos invocar el final de este árido desierto que padezco. Porque una mujer sin hijos es como una fuente sin agua.
—Desde hoy mismo me uniré a tus plegarias, aunque dudo de que sufras ningún castigo. Un año sin descendencia no es algo inusual. Déjame, no obstante, formularte algunas preguntas con el máximo respeto, por si pudiera ayudarte con algún consejo. ¿Hacéis el amor con frecuencia? Porque sin sexo no hay niños.
Lorena notó que su cara se sonrojaba, como si estuviera ardiendo.
—Sí, cumplo con las obligaciones conyugales de una buena esposa. Por eso creo que puedo estar siendo castigada por mi comportamiento en el pasado.
—Obligaciones conyugales, castigos por conductas pasadas… ¡Humm! Déjame hacerte otra pregunta: ¿disfrutas profundamente cuando haces el amor con tu esposo?
Lorena se quedó boquiabierta ante tan descarada cuestión. A cualquier otra persona la hubiera despedido con cajas destempladas. Sin embargo, se contuvo. Los padres de Sofia eran de una cultura diferente y su entorno social en Florencia también era muy distinto al suyo. Para ella podía no ser una falta de tacto inquirir sobre algo así. Y lo que era más importante: quizá Sofia pudiera ayudarla a tener hijos.
—Sofia, yo no hago el amor con mi marido para procurarme placer, sino para concebir hijos, tal como siempre me ha enseñado mi familia y la Iglesia.
—Y siguiendo todos esos consejos resulta que no tienes descendencia, ¿verdad?
—Así es.
—Entonces escucha con la mente abierta a esta humilde mujer que ya es madre de cinco retoños.
Lorena sentía que dos fuerzas contrapuestas luchaban dentro de sí. Una quería interrumpir aquella conversación, que se le antojaba escandalosa. La otra aguardaba detrás, expectante, deseando absorber todo lo que Sofia tuviera que explicar.
—Así como el amor es sagrado, el sexo también lo es. Así como amar nos conduce a Dios, también el disfrutar en éxtasis de la unión conyugal es una puerta abierta a la divinidad.
Lorena escuchaba en silencio, con los ojos escrutadores e inexplicablemente atraídos ante el nacimiento de un mundo desconocido para ella.
—Quizá tu confesor y tu familia te hayan prevenido reiteradamente contra los peligros de la lujuria. Pero sin el sexo y el placer que le acompaña no nacerían niños. ¿Es que acaso Dios iba a crear algo intrínsecamente malo? Es cierto que acarrea peligros. Una doncella soltera que ceda a tales impulsos podría encontrarse con una vida truncada. Mas aquí no estamos hablando de eso. Estamos hablando de un matrimonio bendecido por Dios y por la Iglesia, en el que el amor se respira en cada una de las estancias de la casa. Dime, ¿disfrutasteis más de vuestra mutua compañía tras bañaros juntos y acariciaros con los ungüentos que te sugerí?
—Sí —respondió Lorena, que volvió a sonrojarse.
—Pues presta atención a mis palabras, porque te voy a dar una serie de consejos que facilitarán que alcances el Cielo en la Tierra. Y si los sigues, no verás al demonio, sino a Dios. Y cuando veas su luz pura, pide que tu vientre sea recipiente de un alma buena, porque encontrarás quien te escuche.
Lorena había dejado de luchar. Ya sólo quería escuchar atentamente lo que Sofia le iba a revelar.