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Flavia Ginori acarició el bello arcón nupcial en la soledad de su habitación y una lágrima recorrió su mejilla reflejando la tristeza que sentía. La lágrima, en su transparencia y en su silencio, era la única expresión sincera de dolor que se podía permitir. ¿Era acaso inevitable que sus dos hijas hubieran acabado enfrentadas? Tal vez sí. Y la culpa era exclusivamente suya. El secreto enterrado en lo más profundo de su corazón cobraba caros los tributos de su encierro.
Su mente se trasladó a tiempos más felices, cuando la música de las cítaras y la poesía cantada parecían ser capaces de alcanzar los astros distantes. Sin embargo, las estrellas habían permanecido inaccesibles, brillando hermosas en lo alto, mientras las flores de la primavera se marchitaban en la tierra.
Flavia abrazó su cofre nupcial y lloró desconsoladamente hasta que sus lágrimas se secaron. El eco de sus actos pasados resonaba en el presente.
¿Por qué los sueños más hermosos podían acarrear la tristeza más profunda? ¿Quizá porque el sueño seguía vivo aunque hubiera sido sepultado? Flavia se estremeció y casi quiso olvidar aquel pensamiento; hacía tantos años que no sentía aquella pasión…
Era extraño que las lágrimas de la alegría y la pena estuvieran compuestas por la misma agua. El baile de la vida y la muerte quizá también compartieran partitura. Tras aquellos pensamientos, una calma perfecta apaciguó su espíritu. De alguna manera, supo que todo estaba bien, aunque no entendiera el porqué de tanto sufrimiento. Del mismo modo, Flavia supo que tenía que revelarle el secreto a Lorena más temprano que tarde.