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Luca Albizzi entró en la botica en busca de algún remedio con el que aliviar su malestar. Niccolò Landuci, el boticario, siempre le recetaba las hierbas o pócimas más apropiadas para aliviar sus dolencias. Sobre el mostrador exhibía en atractivos recipientes de vidrio galletas de piñones, caramelos, mazapanes y pastelitos de azúcar. Tentaciones irresistibles para los niños y los adultos golosos como él. Luca recordó un sermón que había escuchado la semana pasada. El predicador había arremetido con vehemencia contra los dulces advirtiendo sobre su gran peligro, pues su degustación estimulaba las pasiones de la carne. Luca sonrió para sí. Hoy tendría que combatir una tentación menos. La gula no era rival para su dolor de estómago.
—Hola —saludó Niccolò—, ¿qué te trae por aquí en un día tan aciago?
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó alarmado Luca.
—¿No te has enterado de las trágicas noticias?
—¿Acaso las tropas enemigas han realizado avances significativos? —preguntó Luca, súbitamente animado, aunque sin dejar traslucir la esperanza en el rostro, a fin de no delatar su animadversión hacia los Medici.
—Peor todavía. La peste cabalga de nuevo en Florencia —sentenció el boticario.
—¿Estás seguro de lo que dices? —preguntó Luca mientras se santiguaba.
—Desgraciadamente sí. Una sobrina mía trabaja de enfermera en el hospital de La Scala. En la prisión de la Casa del Capitano han muerto ya algunos prisioneros a causa de la peste. Los que todavía viven han sido trasladados hoy al hospital de La Scala. Agnolella, mi sobrina, me lo ha contado hace menos de una hora.
—¿Y no cabe la posibilidad de que se trate de una enfermedad diferente? —preguntó Luca, intentando buscar un resquicio por el que escapar de nuevas tan funestas.
—Ojalá. Por desgracia, los signos no admiten un diagnóstico distinto. Todos los afectados descubrieron en las ingles o bajo las axilas unos pequeños bultos que fueron creciendo hasta alcanzar el tamaño de un huevo o incluso el de una manzana media. Al poco, esas bubas se habían esparcido por diversas partes del cuerpo. Después, manchas negras o lívidas salpicaban los miembros de los condenados, sellando su suerte. Ninguno se ha salvado.
—Dios mío —se alarmó Luca—. Esto es terrible. Se asegura que la peste se expande con el viento.
—Nadie sabe a ciencia cierta cómo se contagia —afirmó el boticario—, si bien muchas de las personas que tratan con enfermos de la peste acaban contrayéndola. E incluso el tocar la ropa o cualquier objeto usado por los afectados puede ser suficiente para caer en las garras de la muerte. Algunos médicos aseguran que la nuez moscada es la única protección segura contra el traicionero enemigo. Precisamente hoy me ha llegado una importante remesa de las islas Malucas. Ya sabes que los precios son desorbitados, pero dadas las circunstancias…
Visiblemente nervioso, Luca se aprovisionó de los exóticos frutos recomendados por el boticario y salió tan rápido como pudo de la botica. Si su sobrina trabajaba en el hospital donde se trataba a los apestados era posible que sin ella saberlo estuviera ya infectada. ¡Y hacía menos de una hora que había estado en la botica hablando con su tío Niccolò! La prudencia aconsejaba poner tierra de por medio.
Todo su ser era presa de una gran angustia. Durante el siglo pasado, la peste había aniquilado a casi dos tercios de los habitantes de Florencia. Desde entonces se habían sucedido diversas plagas de menor alcance. ¿Cuán virulenta sería la peste esta vez? Imposible saberlo. La peste podía ser una fugaz tormenta de verano que arrebatara unos cuantos centenares de vidas o un diluvio interminable que diezmara por completo la ciudad. El dolor de barriga se le había pasado como por ensalmo y hasta su disgusto por el asunto de Lorena le parecía de menor importancia. Francesco, el padre de Lorena, le había comentado que quizá la vocación de su hija fuera el convento en lugar del matrimonio. El enfado de Luca había sido mayúsculo, aunque delante de Francesco se había mostrado exquisitamente cortés, ensalzando a las mujeres virtuosas cuyo único compromiso es para con Dios. Sin embargo, la rabia le carcomía por dentro. ¿No había sido vista Lorena andando sola hacia las afueras de la villa Medici acompañada por ese despreciable extranjero llamado Mauricio? No era ése el comportamiento de las novicias ni de las monjas. Florencia era una ciudad donde todo se acababa sabiendo…
Ya se vengaría adecuadamente de semejante afrenta. No obstante, ahora debía enfrentarse a peligros inminentes. Por un lado, no podía contar con la dote de Lorena para pagar sus deudas. Por otro lado, si la peste se extendía por la ciudad, los muros de su palacio no le protegerían de la muerte.
Haciendo de la necesidad virtud, Luca tomó una determinación: se trasladaría inmediatamente a su villa del campo, para evitar así tratar con gente que pudiera contagiarle la enfermedad. Y pasados unos días se desplazaría discretamente a la ciudad de Urbino para visitar a Leoni, el romano. Si le ofrecían suficiente dinero, se arriesgaría a colaborar con ellos para acabar con Lorenzo de Medici.