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—«Vendrán en los tardos años del mundo, ciertos tiempos en los cuales el mar Océano aflojará los atamientos de las cosas y se abrirá una grande tierra, y un nuevo marinero, como aquel que fue guía de Jasón que hubo de nombre Thyphis, descubrirá un nuevo mundo, y entonces no será la isla de Thule la postrera de las tierras».

La cita de Séneca resonó en los labios de Cristóbal Colón con la fuerza de los mares conquistados. Mauricio había trascrito aquel fragmento de Medea en la carta que había dirigido al gran almirante tanto para despertar su curiosidad como para halagarle. Aparentemente la misiva había cumplido su cometido, pues aun constituyendo una afortunadísima coincidencia que Cristóbal Colón se hallara en España tras varios años explorando tierras ignotas, ello no garantizaba ser recibido en audiencia, particularmente si el solicitante era, como él, un acreedor.

Mauricio agradeció mentalmente al egregio pensador romano el haberle brindado tal oportunidad. Había salvado el primer escollo, pero lo más arduo estaba por llegar. En efecto, aunque la cicatería del almirante era casi tan legendaria como su fama, Mauricio necesitaba recuperar imperiosamente el dinero que le adeudaba, si no quería vivir de la caridad de Flavia cuando regresara a Florencia.

—La vuestra es, sin duda, una hazaña que perdurará en la memoria de los hombres —afirmó Mauricio tratando de halagar su orgullo, a sabiendas de que la vanidad solía ser el talón de Aquiles de las personalidades más encumbradas.

—Os agradezco los elogios —dijo Cristóbal Colón depositando la carta sobre la mesa—, pero como sabéis no he descubierto otro mundo, sino que he llegado al extremo oriental de las Indias abriendo una nueva ruta a través del océano, lo que también es una gesta excepcional, si me permitís la inmodestia. Mas, decidme, ¿qué os ha podido llevar a imaginar otra cosa?

Resultaba muy difícil no dejarse impresionar por su interlocutor. Frente a él estaba un héroe digno de las legendarias gestas narradas por Homero. El virrey y gobernador de las tierras descubiertas tenía, aproximadamente, cuarenta y cinco años. De regio aspecto y cabellos plateados, su penetrante mirada era del mismo azul que el mar. Ataviado con un jubón de terciopelo tan elegante como sus maneras, aquel hombre rebosaba confianza y autoridad. Mauricio trató de no amilanarse y contestar adecuadamente, pues necesitaba presentarse como alguien absolutamente seguro de sí mismo para aumentar las posibilidades de conseguir sus propósitos.

—En primer lugar, el aspecto de los nativos que trajeron vuestros veleros. El color de su piel es más pálido que la de los negros africanos y más oscura que la nuestra. Tampoco son amarillos como los súbditos del Gran Khan descritos por Marco Polo, ni remotamente parecidos a los habitantes de la India u otros reinos orientales conocidos. ¿Y qué decir de esos pájaros de brillantes colores que parlotean como verduleras? En ninguna zona del mundo se habían visto animales semejantes. Platón narra en el Timeo que en tiempos remotos, antes de que la Atlántida fuera engullida por las aguas, era posible atravesar el océano Atlántico partiendo de las columnas de Hércules[4], tras hacer escala en la mítica isla desaparecida. Desde allí, asegura el filósofo griego, se podía arribar a otras islas y, una vez sobrepasadas, alcanzar la tierra firme de un inmenso continente. ¿Y si vos hubierais recorrido el camino oculto en el que creían los antiguos sabios?

El rostro de Colón permaneció inescrutable, pero su mirada era más fría que el acero.

—Desvaríos. Los poetas pueden permitirse fabular. Los marineros debemos ceñirnos a la realidad. Os aseguro que si no hubiera seguido el mapa de Toscanelli, el insigne geógrafo florentino, no me encontraría aquí reunido con vos, sino en el fondo del mar. En todo caso, mucho me placería saber quién os ha sugerido semejantes ideas que de tal modo contrarían mi experiencia y mi saber.

Aquellos y otros argumentos opuestos a la versión oficial se los había suministrado Américo Vespucio, encargado del aprovisionamiento de las naves colombinas y sobrino de Giorgio Antonio Vespucio, uno de los más destacados miembros de la antigua Academia Platónica de Florencia. Mauricio resolvió no desvelar el nombre de su confidente en recuerdo a la vieja amistad que le había unido con el difunto Giorgio Antonio, pues era obvio el desagrado que producían en el almirante las revolucionarias suposiciones de su sobrino.

—Son rumores que corren por la corte —contestó Mauricio aparentando desenvoltura.

El rostro de Colón permaneció sereno, aunque su blanca piel se encendió con el rojo de la indignación.

—¡Mentiras y difamaciones! —exclamó—. Muchos son los que en la corte me tienen inquina por haber dejado en evidencia su pobre sabiduría. Y muchos más me la tienen jurada por no aceptar que un extranjero haya pasado de cardar lana en sus mocedades a capitán general de la flota y virrey de cuanto he descubierto. Todos ellos se ven obligados a emplear el título de «don» cuando hablan conmigo, pero conspiran a mis espaldas como lobos con piel de cordero sembrando maledicencias sin reposo.

Mauricio consideró que era preferible cambiar de táctica para apaciguar al almirante y procurarse su simpatía. La posibilidad de ocupar un puesto en la historia como el descubridor de un Nuevo Mundo no despertaba su vanidad, sino su ira. Era evidente que Cristóbal Colón deseaba obviar aquellas evidencias que él, como descubridor de las nuevas tierras, debía conocer mejor que nadie. Y Mauricio no había cruzado los Pirineos para polemizar sobre secretos de Estado, sino para resolver su precaria situación económica.

—Os comprendo perfectamente, don Cristóbal. Cuando llegué por primera vez a Florencia no era más que un pobre extranjero sin amigos ni posición social. La fortuna se alió conmigo y, gracias a la generosidad de Lorenzo Medici, tuve la oportunidad de prosperar, casarme con una distinguida dama y frecuentar las mentes más preclaras de la ciudad. No obstante, ello también me granjeó odios y antipatías. Aunque el menosprecio se encubriera de educada amabilidad, podía percibir la gran distancia que me separaba de las familias con nobles apellidos. Mi rápido ascenso alimentó a mis espaldas rumores, calumnias y maquinaciones urdidas para desprestigiarme. Por eso precisamente me he visto obligado a acudir a vuestra presencia. La envidia no conoce la pereza ni el olvido, y la caída de Lorenzo brindó a mis enemigos la oportunidad de ajustar las cuentas de su odio. Fui encarcelado, torturado y salvé la vida de milagro, pero no pude evitar caer en la ruina económica. Desde entonces mi familia depende de la caridad ajena. La devolución del dinero que os presté me permitiría reiniciar ciertos negocios, y recuperar así la dignidad de valerme nuevamente por mí mismo.

—Creedme cuando os digo que me placería ayudaros, mas yo mismo acumulo aún cuantiosísimas deudas que me impiden por el momento atender vuestra petición.

¿Deudas? ¿Cómo había conseguido deber tanto dinero sin más garantía que una idea indemostrable? ¿Quién era Cristóbal Colón realmente? Según él, un marinero genovés que había ganado la costa de Lisboa a nado tras un naufragio. Mas ¿desde cuándo los simples marineros eran políglotas y expertos en aritmética, álgebra y astronomía? ¿Acaso en el vecino Portugal las jóvenes de familias notables se casaban con náufragos extranjeros sin fortuna conocida? Porque Filipa Moniz de Perestrello, hija del gobernador de Porto Santo, había abierto las puertas de la corte lusa al descubridor tras casarse con él. Sin duda, Colón ocultaba deliberadamente algo sobre su pasado, pero no parecía que rebuscar entre las contradicciones de su biografía oficial pudiera ayudarle a recuperar el dinero prestado.

—Siento decepcionaros —continúo el almirante—, mas no desesperéis, puesto que en el próximo viaje hallaré la ruta de las especias, y a mi regreso saldaré todas mis deudas.

De poder traficar libremente con el Oriente sin pagar peaje a turcos ni árabes, Cristóbal Colón se convertiría en uno de los hombres más ricos de la cristiandad y, a buen seguro, cumpliría su palabra. Sin embargo, Mauricio temía que Américo Vespucio estuviera en lo cierto y que las tierras descubiertas no fueran el extremo oriental de las Indias, sino otro continente. En ese caso, Cristóbal Colón nunca importaría seda de Catay, incienso de Arabia, damascos de la India, ni perlas de Ceilán. Jamás hallaría los tallos de canela de Tidore, los clavos de Amboina, las nueces moscadas de Banda, ni los arbustos de pimienta de Malabar. Porque lo único cierto era que tras años de exploración no se había encontrado ni rastro de Cipango, ni de las ciudades descritas en el Libro de las Maravillas, ni un solo lugar donde florecieran las especias. Por eso, Mauricio no confiaba demasiado en que las cosas cambiaran en el siguiente viaje.

—Desgraciadamente, mis necesidades económicas son tan acuciantes que no aceptan demora.

—Os comprendo perfectamente, pero, aunque soy rico en honores y títulos, mis arcas están vacías de maravedís. Pedidme cualquier otra cosa que necesitéis y, si está en mi mano, os la concederé.

—Luz, luz, más luz —musitó Mauricio con una media sonrisa—. Eso es lo que necesitaré para no desesperar cuando regrese a Florencia sin dinero.

—Más luz… —repitió Cristóbal lentamente—. ¿Acaso no es eso lo que todos queremos? Me temo que tampoco podré ayudaros, Mauricio. De hecho, debo admitir que ni siquiera conozco al autor de tan bella invocación, que parece obra de algún profeta del Antiguo Testamento. ¿No es así?

Mauricio concibió al instante la más osada de las estrategias: emplear la verdad. De errar en su juicio sobre Cristóbal Colón, se arriesgaba a ser denunciado ante la Inquisición, cuyos métodos de interrogación eran bien conocidos por la brutalidad de sus torturas. Sin embargo, confiaba en que si sus conjeturas eran correctas, el descubridor reconsiderara su negativa a reembolsarle el préstamo.

—En realidad, la frase no la escribió ni Isaías, ni Ezequiel, ni Jonás ni ninguno de los antiguos profetas, sino mi antepasado Abraham Abufalia.

El Almirante debía de ser un hombre acostumbrado a controlar sus emociones ante cualquier circunstancia, porque ni un solo músculo de su cara se alteró al escuchar que Mauricio descendía de judíos.

—Abraham Abufalia —dijo el almirante con voz neutra— fue el máximo representante de la cábala extática en la península Ibérica, aunque su visión mística de la existencia fue mucho más apreciada en Italia. No es de extrañar, pues sé bien, por experiencia propia, que nadie es profeta en su tierra —bromeó el descubridor—. Ahora bien, aunque seáis un cristiano ejemplar, os aconsejo que no vayáis revelando vuestros orígenes judíos por remotos que sean. La santa mano de la Inquisición es muy alargada y nunca podéis estar completamente seguros de con quién estáis hablando en estos tiempos inciertos.

Cristóbal Colón tenía razón. Sólo quien pudiera acreditar pureza de sangre cristiana durante siete generaciones estaba completamente a salvo de ser juzgado por la Inquisición, y cualquier denuncia podía ser suficiente para abrir un proceso. No obstante, Mauricio se había aventurado a desvelar sus raíces al almirante porque estaba persuadido de que sangre hebrea corría por sus venas. En efecto, era una extraña coincidencia que muchos de los principales valedores de la aventura colombina fueran cristianos nuevos descendientes de judíos. Curiosamente, en la primera expedición no había embarcado ningún sacerdote, y como único intérprete figuraba un judío converso: Luis Torres. ¿Descendía Cristóbal Colón de conversos? Su mismo apellido, tan parecido al suyo, apuntaba en esa dirección, y las lagunas y contradicciones que jalonaban su biografía bien pudieran ser producto de un pasado inventado a fin de ocultar deliberadamente sus verdaderos orígenes. La hipótesis no era descabellada, puesto que, tal como había sugerido el descubridor, bastaba tener ancestros hebreos en el árbol familiar para estar en el punto de mira de la temible Inquisición. De estar Mauricio en lo cierto, sería natural que Colón simpatizara secretamente con él, y que la empatía le impulsara a tratar de ayudarle en la medida de sus posibilidades. En ese caso, tal vez no estuviera todo perdido.

—Escuchad, Mauricio. Habéis acudido desde muy lejos para verme, parecéis un hombre excelente, me brindasteis apoyo financiero cuando muy pocos confiaban en mí, y me indigna pensar que años después de haber coronado con éxito mi primer viaje a las Indias no pueda devolveros todavía el dinero que tan imperiosamente necesitáis. Vuestra persona y mi honor no se merecen semejante agravio. Permitidme entonces que os plantee un trato que restablezca la justicia. Veréis: estamos plantando caña de azúcar en las tierras descubiertas, donde el clima es muy favorable para su cultivo. Os propongo trasformar vuestra deuda en un porcentaje de mi participación en el negocio de la caña. Así compensaría los perjuicios que os ha causado mi demora en el reintegro del préstamo con los mayores beneficios procedentes del tráfico marítimo del azúcar. Considerad que mediante este acuerdo podrías obtener monetario de forma inmediata si vendéis vuestra participación en el negocio, aunque no os lo aconsejo. Francamente, os conviene esperar.

Parecía sincero. Nada le hubiera costado mantener su negativa inicial a devolverle el crédito. Por otro lado, el azúcar era tan preciado como las especias, y nadie mejor que el Almirante conocía las condiciones de su cultivo en aquellas lejanas tierras. Mauricio podría delegar en Américo Vespucio el control de las mercancías que arribasen a España y encomendarle la tarea de enviarle a Florencia los sacos de azúcar que le correspondieran a cambio de una comisión. Sintió como si aquella propuesta fuera el modo en que Abraham Abufalia le estuviera ayudando desde las alturas por haber devuelto el anillo a su legítimo propietario.

—¿Trato hecho? —preguntó el almirante ofreciéndole la mano.

—Trato hecho —respondió Mauricio, que, sin embargo, tuvo un mal presentimiento mientras sus manos se estrechaban.

Los capitanes españoles ya conocían la ruta marina hacia las nuevas tierras, y en el futuro Cristóbal Colón no sería imprescindible para los Reyes Católicos. ¿Qué ocurriría entonces con el virrey de las islas y las tierras descubiertas? ¿Dejarían sus majestades tan remotas propiedades bajo el gobierno de aquel orgulloso y enigmático personaje? No era improbable, sopesó Mauricio, que, en el futuro, algún puerto español viera regresar al gran descubridor cargado de cadenas.

La alianza del converso
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