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Mauricio pugnaba por cuadrar los asientos contables del año en curso mientras su imaginación volaba hacia la villa Ginori, donde se encontraba su amada. Sus padres y él mismo opinaban que era más seguro para Lorena permanecer en el campo en tanto no remitiera el brote de peste. Sin embargo, la añoraba tanto… Desde sus esponsales casi no habían podido estar juntos, puesto que no sólo debía atender sus obligaciones en la tavola, sino que Francesco Ginori le había sugerido que no se prodigara en visitas a su villa mientras la plaga continuara sembrando Florencia de cadáveres.
De hecho, casi no había tenido tiempo de disfrutar de su mujer, ni siquiera durante la boda, ya que ésta había sido tan breve como precipitada. El padre de Lorena le había comunicado una fría mañana, con gesto seco y amenazante, que su hija estaba embarazada y que el honor exigía que se desposara con ella inmediatamente. Mauricio, eufórico, había abrazado efusivamente a Francesco sin que éste mudara ni un ápice su semblante adusto. La ceremonia se había celebrado una semana más tarde, en un ambiente tan íntimo que los escasos invitados a la pequeña capilla habían sido familiares de los Ginori, cuyas graves expresiones parecían más propias de un funeral que de una boda. Leonardo había sido la única y colorida excepción. Pese a ello, la felicidad de Mauricio sólo se veía enturbiada ante el temor de que la peste acabara con sus sueños. Era ya el esposo de la mujer que amaba y, además, pronto sería padre, si Dios lo permitía. Mauricio reflexionó sobre los giros de la fortuna, tan raudos como inesperados. Y es que en muy poco tiempo había pasado de ser un desheredado sin familia a tener la suya propia. No obstante, debía prosperar económicamente si quería hacer honor a su esposa y ser aceptado por su familia y la sociedad florentina. Por el momento, el vestido de novia que le había regalado a Lorena no le ayudaba a granjearse las simpatías de Francesco Ginori, aunque sí su respeto.
—Te veo pensativo. ¿Hay algo que no entiendas?
Mauricio miró a Bruno, su interlocutor, un hombre de unos treinta años, huesos grandes y complexión ancha. De cara oronda, expresión simpática y ojos escrutadores, era la mano derecha de Francesco Sassetti, el director general, que ese día no había acudido a la tavola, sino que se había quedado trabajando en el palacio de Lorenzo Medici, donde se hallaban las oficinas centrales de su imperio financiero y comercial. La tavola, emplazada en el palacio Calvantini, cerca del mercado antiguo, se ocupaba exclusivamente de las operaciones bancarias concernientes a Florencia. Animado por el buen humor que desprendía Bruno aquella mañana, Mauricio decidió probar suerte con una pregunta que le rondaba por la cabeza desde hacía mucho tiempo. Francesco Sassetti no estaba, y un par de jóvenes garzones que solían rondar por allí habían salido a entregar documentación diversa. No encontraría momento más propicio para que Bruno le respondiera a aquella cuestión, que no era nada técnica.
—Llevo días repasando los asientos una y otra vez. Hay algo que falla. Las salidas de monetario superan a las entradas, y no consta que existan fondos suficientes para cubrir ese desfase. ¿De dónde procede ese dinero?
Bruno se recostó en su silla adoptando una expresión satisfecha.
—Has hecho al fin la pregunta correcta. Si el dinero no proviene de nuestros depósitos, ni de otras sucursales, ni de nuestras inversiones, ¿cuál es su misterioso origen?
—Eso es lo que desearía saber. La contabilidad únicamente refleja que se pagan a los acreedores con florines que salen de la nada.
—La contabilidad no te dará las respuestas. Verás. Te contaré una historia. A finales de noviembre de 1477 atracó en el puerto francés Port-du-Bouc un galeón bajo estandarte Pazzi repleto de joyas, oro, plata, piedras preciosas, sedas y especias. El destino final de aquel auténtico tesoro era Roma, donde se utilizaría para mantener el esplendoroso estilo de vida de los Pazzi, así como para diversos pagos que debían realizarse al papa Sixto IV. Una caravana escoltada recorrería discretamente, por tierra, el camino hasta la ciudad de San Pedro. No obstante, alguien con oídos de largo alcance conocía la gran fortuna que cargaban las mulas de la caravana. Cuando el grupo se hallaba entre Casola in Lunigia y Castelnuovo di Garfagnana, cayeron en una emboscada. No hubo supervivientes que pudieran relatar lo sucedido. Lorenzo de Medici envió un mensaje solidario a Jacopo Pazzi, en el que se mostraba sumamente afligido y en el que ofrecía toda la ayuda que pudiera necesitar. Lo único cierto es que un fabuloso cargamento, valorado en ciento treinta mil florines, desapareció junto con los asaltantes, de los que nunca más se supo.
—¿Insinúas que tras ese crimen estuvo la mano de Lorenzo? —preguntó Mauricio, que dudaba de que el Magnífico fuera capaz de ordenar algo semejante.
Lorenzo era el amigo más poderoso y espléndido que jamás hubiera tenido. ¿O no había sido el Magnífico, pese a los enormes desafíos a los que se enfrentaba, quien había encargado en secreto la confección del traje de novia a la casa Giovanni Gilberti en cuanto Mauricio le confesó su pretensión de desposar a Lorena? ¿No era también Lorenzo un generoso protector de artistas y él mismo un gran poeta? Sin embargo, no era menos cierto que tras la conspiración de los Pazzi su venganza había sido implacable.
—Yo no he dicho eso —precisó Bruno—. Aquí únicamente se guarda la contabilidad de las operaciones relacionadas con Florencia. Existe un libro secreto, al que no tengo acceso, donde se resume la actividad de las sucursales y del resto de las industrias en las que participan los Medici. Sin esa información, todo son puras especulaciones. Eso sí, el Magnífico disponía de excelentes motivos para asestar el golpe que te he relatado. Verás, el Papa había solicitado tiempo atrás un préstamo a la banca Medici, con el objeto de comprar la ciudad de Imola e imponer como gobernante a su sobrino Girolamo Riaro. Lorenzo se negó, al considerar que desde esa base podría verse amenazada la zona de influencia de la República florentina. Pese a su oposición expresa, los Pazzi le concedieron el préstamo a Sixto IV. Como consecuencia, ellos pasaron a ser los nuevos banqueros papales. De este modo, los Medici quedaron excluidos, tras más de un siglo de actividad, del negocio que suponía gestionar las finanzas de la Iglesia romana.
—Ya veo —reflexionó Mauricio—. Si el Magnífico hubiera sido el ejecutor del golpe, se habría vengado del Papa y de los Pazzi al mismo tiempo.
—Exactamente —confirmó Bruno, señalándole con el dedo índice mientras arqueaba su ceja derecha—. Si así hubiera sucedido, existiría un remanente de dinero para ir pagando las obligaciones contraídas por la Tavola Medici de Florencia. Naturalmente, los florines aparecerían, pero nunca podría explicarse su origen real.
—Lo que dices tiene sentido. Sin embargo, también el Papa y los Pazzi podrían haber sospechado de Lorenzo.
—Por supuesto que lo hicieron, mas no pudieron encontrar prueba alguna. El golpe había sido perfecto. Sixto IV contraatacó exigiendo una auditoría del monopolio del alumbre papal que gestionaban los Medici, una medida tan humillante como insólita.
«El alumbre», pensó Mauricio. Conocía bien aquella sal blanca y astringente por el negocio de telares de su padre. Se extraía mediante cristalización o disolución de determinadas tierras y rocas, y resultaba imprescindible para fijar los colores en las telas. Durante muchísimos años, los cristianos tuvieron que comprarla a los turcos hasta que se descubrieron en Tolfa, localidad cercana a Roma, enormes reservas de alumbre. El Papa prohibió inmediatamente, bajo pena de excomunión, seguir comprándosela a los infieles al tiempo que se creaba una sociedad consorciada con los Medici. A través de dicha sociedad, éstos dirigían todo el negocio.
—¿Y qué detectaron los auditores del Papa? —quiso saber Mauricio.
—Nada. Las cuentas cuadraban hasta el último florín. No había la más mínima irregularidad formal que pudiera poner en entredicho la gestión de los Medici. Aunque eso no quiere decir que el astuto Lorenzo, en vista del enfriamiento de sus relaciones con el Papa, pudiera haber realizado una serie de operaciones imposibles de detectar.
—¿Cómo cuáles? —preguntó, con los ojos tan abiertos como su mente.
Bruno había cruzado deliberadamente una línea sin retorno al pasar de ilustrarle sobre las mejores prácticas financieras, siempre en ausencia del director, a suministrarle información confidencial sobre asuntos tan sensibles como secretos.
—Escucha con atención. No todos respetaron la prohibición de comprar a los turcos. Por otro lado, las reservas de alumbre descubiertas en territorio papal eran enormes. Como consecuencia, el mercado se saturó y los precios cayeron hasta llegar a un nivel irrisorio. Hasta aquí, ¿dirías que hay otra cosa diferente al riesgo inherente a cualquier negocio?
—No —respondió Mauricio.
—Ahora imaginemos algo más. Lorenzo conoce y controla la producción de alumbre de toda la cristiandad. Podría haber decidido vender menos cantidad para mantener el precio del alumbre. ¿Y si en vez de eso hubiera hecho lo contrario? ¿Y si se hubiera dedicado a vender por encima de lo razonable? En ese caso, una vez desplomados los precios, podría haber adquirido cantidades ingentes de alumbre a través de sociedades controladas por él mismo e ir almacenando pacientemente el producto tan económicamente adquirido. En el momento en que se produjera escasez en el mercado, las sociedades dominadas por Lorenzo podrían vender alumbre a precios muy superiores. De esta manera, los Medici serían los únicos beneficiarios del negocio, y su socio, la Depositaria della Camera Apostólica, se quedaría a dos velas.
—Pero los auditores habrían detectado un fraude semejante —protestó Mauricio.
—Sólo si se ejecutara burdamente —afirmó Bruno con gran convicción—. Si los socios y los administradores de las sociedades que compraban grandes cantidades de alumbre no tenían nada que ver con los Medici, ¿a quién reclamar? El truco consistiría en que dichos socios y administradores serían meros testaferros, es decir, hombres de paja controlados por el gran titiritero: Lorenzo, el Magnífico.
—¿Y tienes alguna prueba de lo que afirmas? —inquirió Mauricio.
—Dios me libre —sonrió Bruno—. Te estoy hablando siempre de meras hipótesis, si bien es cierto que existen algunas casualidades que llaman la atención. Me explicaré. Durante un año trabajé a las órdenes de los Medici como contable de la sociedad que gestionaba el monopolio del alumbre. Al poco tiempo me percaté de que muchas compañías que compraban grandes cantidades de alumbre estaban administradas por personas físicas a las que la banca Medici en Florencia les había dejado grandes sumas de dinero. ¿Comprendes? No tengo pruebas, pero sí sé cómo sumar.
—¿Y por qué me cuentas todo esto? —preguntó Mauricio, aunque sospechaba cuál era la respuesta.
—Porque eres inteligente, quieres prosperar y cuentas con Lorenzo como padrino. Te he estado observando desde que entraste a trabajar aquí y estoy convencido de que podrías llegar muy lejos si estás bien asesorado. Precisamente por ello, el director está interesado en que no aprendas demasiado. Teme que seas capaz de averiguar sus numerosos errores y revelárselos a Lorenzo con el propósito de arrebatarle el puesto. Por el contrario, yo no tengo posibilidades de subir más en el escalafón, ya que no soy de buena familia ni tengo fortuna personal, aunque sí una buena cabeza. El año que viene cumpliré treinta años. ¡Todavía puedo soñar con prosperar! Y tú podrías ayudarme.
—¿Ocupando un día el puesto de Francesco Sassetti? —preguntó Mauricio, un tanto sorprendido de que Bruno descubriera tan abiertamente sus cartas.
—No necesariamente… Hoy en día existen miles de posibilidades de hacerse rico si uno sabe observar e invertir bien. A mí me faltan dinero y contactos, y a ti, experiencia. Podríamos formar una buena sociedad. Con mis consejos, pronto podrías demostrarle a Lorenzo lo mucho que has aprendido y las buenas ideas que tienes. Créeme. No te faltarán florines con los que invertir. Lo que realmente deseo es que, cuando surjan oportunidades, me admitas como socio en los negocios que vayas a emprender. Y una cosa más: no menciones nuestras conversaciones privadas a Francesco Sassetti. Me despediría inmediatamente.
Mauricio reflexionó. La sofisticación de la vida florentina era algo que se le escapaba. La familia de Lorena —bien lo había demostrado durante la boda— no le apreciaba demasiado. Esa frialdad con la que le trataban se trocaría por admiración y aceptación en caso de alcanzar prestigio social. Si quería ser considerado un hombre honorable, debía convertirse en un hombre rico. Hasta ahora se había limitado a ambicionar el cargo de subdirector de la tavola. No obstante, invertir con éxito en el complejo mundo de los negocios podía resultar mucho más provechoso. Para ello era imprescindible aunar conocimientos, experiencia e imaginación. Tal vez Bruno fuera su hombre. Mauricio extendió su mano amistosamente.
—Trato hecho. Desde hoy, somos socios.