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Florencia, 17 de noviembre de 1494
Florencia se había vestido como una novia para recibir a su amado. Por orden de la Signoria, todos los ciudadanos debían estar en la calle para aplaudir la entrada triunfal de Carlos VIII, el rey de Francia. Acróbatas con zancos parecían andar en el aire sobre las cabezas de la muchedumbre que se agolpaba en las plazas. Otros funambulistas portaban máscaras y sus altos palos de madera se hallaban ocultos por un enorme vestido que les llegaba hasta los pies, de tal suerte que parecían gigantes. En las calles se habían montado plataformas móviles sostenidas por ruedas de madera. Sobre aquéllas se alzaban numerosas figuras que representaban escenas bíblicas en las que predominaba el arca de Noé repleta de animales. Los artistas habían elegido aquel motivo porque Savonarola llevaba semanas advirtiendo a los florentinos que su situación era similar a la que vivió el patriarca antes del Diluvio, y que únicamente se salvarían si eran capaces de construir un arca mística en su interior.
Como excepción al austero modo de vestir impuesto por el influjo de Savonarola, la Signoria había manifestado la conveniencia de que los florentinos lucieran sus mejores ropas para recibir con la dignidad debida al monarca francés. Lorena había elegido un brocado entretejido con plata que dibujaba diferentes tipos de flores. De momento el bebé que llevaba en sus entrañas tenía menos de tres meses y le permitía exhibir tan espectacular traje sin molestias. Se sentía tan bella como la ciudad, tal vez más, y hubiera disfrutado del día si no fuera por las tristes circunstancias en las que se encontraban. El rey francés no era el novio de Florencia, sino su posible verdugo, y Mauricio seguía comportándose de manera errática. Hoy le había costado convencerle de que saliera a la calle, pese a que era una orden imperativa de la Signoria. Finalmente lo había conseguido argumentando que, si se producía algún disturbio, él podría proteger a los niños. En realidad, dudaba de que en su estado pudiera ser de gran ayuda si ocurría algún percance, pero era preferible que hiciera el esfuerzo de no refugiarse en casa. En realidad, Lorena se sentía más tranquila porque Carlo, el enorme cocinero que habían contratado hacía un año, los había acompañado. También Cateruccia se sentía feliz con la presencia de Carlo, ya que el amor había nacido entre ellos y se habían casado recientemente.
Agostino y Simonetta, sus dos hijos mayores, estaban enzarzados en una animada discusión sobre el significado de las dos grandes columnas con las armas de Francia que se habían erigido en la entrada del palacio Medici. Alexandra, que sólo tenía siete años, contemplaba embobada el espectáculo callejero encaramada a los anchos hombros de Carlo.
La comitiva real ya estaba empezando a llegar a las escalinatas del Duomo, cerca del estratégico lugar elegido por Lorena y su familia para contemplar tan importante acontecimiento. El relinchar de los caballos y el ruido de sus herraduras sobre el pavimento se fundía con los gritos de «¡Viva Francia!» que los espectadores proferían con entusiasmo. El número de soldados montados a caballo parecía que no iba a acabar, pero finalmente llegó el rey acompañado de docenas de criados vestidos con elegantes libreas. En la calle resonaron con más fuerza los gritos de «¡Viva Francia! ¡Viva el rey!». Cerca de ellos, una señora se desmayó, presa de la emoción. Quizás aquella dama fuera una ferviente admiradora de Savonarola. La mayoría de los florentinos consideraban al popular predicador un auténtico profeta, pues había predicho la entrada del rey de Francia en la península Itálica, como un enviado de Dios para purificarla de sus pecados. Lorena era más escéptica respecto a Savonarola. Sí, era cierto que había predicho la muerte de Lorenzo, pero debía de saber que estaba gravemente enfermo. Y en cuanto a la invasión francesa, hacía tiempo que se llevaban a cabo los preparativos para cruzar los Alpes en medio de una intensa actividad diplomática que incluía la ida y venida de embajadores entre Florencia y Francia.
En cualquier caso, cuando el rey de Francia descabalgó de su caballo, Lorena tuvo la certeza de que aquel hombre no podía ser un enviado de Dios. Tenía unos veinte años de edad, su semblante era feo y su cuerpo contrahecho. De frente estrecha, sus ojos eran blanquecinos y miopes. Su nariz aguileña era tan desproporcionadamente grande que parecía que quisiera llegar al suelo. Sus labios eran sensuales, pero el mentón no era firme. De muy baja estatura, sus pasos eran vacilantes, como si tuviera una pequeña cojera en una pierna. Lorena se fijó también en que sus manos se movían en nerviosos movimientos espasmódicos.
¿Era aquel pobre hombre el emisario de Dios destinado a limpiar los pecados de Italia? En tal supuesto, el Señor se valía de instrumentos ridículos para mejor humillar a los pecadores. Lorena pensó que a un jovenzuelo como aquél le venía grande la corona francesa, por mucho que su armadura dorada refulgiera bañada por los últimos rayos de sol. Sin embargo, los caminos del Señor eran inescrutables, y la triste realidad era que estaban en manos de aquel joven que con tan poca elegancia subía los escalones del Duomo. En el preciso momento en el que traspasó las puertas de la catedral, Lorena se santiguó.