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Lorena respiró aliviada cuando Antonio Rinuccini le comunicó que se haría cargo de la defensa de su marido. No en vano era el letrado más prestigioso de Florencia y únicamente aceptaba aquellos casos que estuviera seguro de ganar. Su buen hacer, unido a sus inmejorables fuentes de información, le habían granjeado fama de invencible, hasta el punto de que la mayoría de sus adversarios preferían negociar a la baja antes que afrontar una derrota segura ante el águila de los abogados. A cambio de sus oficios, tan sólo exigía una pequeña fortuna a sus clientes.

—Si he aceptado poner en juego mi prestigio defendiendo a tu marido contra la todopoderosa Signoria es porque tenemos posibilidades de ganar. He conseguido averiguar que la única prueba contra Mauricio es una carta presuntamente dirigida a Piero de Medici. Ese documento es una falsificación, y lo demostraremos con la opinión de los mejores peritos calígrafos de Florencia, a los que contrataremos.

—Sin embargo —objetó Lorena ejerciendo de abogado del diablo—, temo que las voluntades de la mayoría de los miembros de la Signoria estén decantadas de antemano contra Mauricio.

—Es muy posible —concedió Antonio—. No obstante, la reforma constitucional propiciada por Savonarola permite recurrir al Gran Consejo las sentencias de la Signoria relacionadas con cuestiones políticas, para evitar así posibles vendettas personales de los priores. Y si las pruebas son endebles, el Gran Consejo, en el que son mayoría los centenares de hombres procedentes de los gremios de esta ciudad, mirará con simpatía la causa de tu marido, ya que, de otro modo, temerían ser ellos quienes el día de mañana pudieran ser encausados sin motivo.

Lorena desconocía este mecanismo legal, puesto que nunca había sido utilizado, pero bendijo por primera vez a Savonarola. Le agradecía que hubiera incluido tan sabia iniciativa en la nueva Constitución florentina. Pese a ello, un fundado temor le seguía encogiendo el alma.

—¿Quién es capaz de resistir la tortura? —preguntó Lorena—. Si la violencia quiebra el ánimo de Mauricio, su propia confesión se convertirá en prueba irrefutable, incluso ante el Gran Consejo. Y creo que cualquiera preferiría el olvido eterno antes que el suplicio incesante.

—Probablemente. Sin embargo, quizá tu marido esté hecho de una pasta más resistente que nosotros, porque no ha claudicado ante el strappado.

Lorena se quedó lívida. ¡El propio peso de Mauricio habría desgarrado sus articulaciones mientras permanecía atado! La imagen era demasiado horrenda como para siquiera imaginársela. ¿En qué estado se encontraría su esposo? ¿Habría podido evitar el tormento de su marido cediendo a las pretensiones de Luca? Lorena se sintió culpable. Quizás hubiera debido claudicar, aun a riesgo de que Luca hubiera disfrutado doblemente, humillándola y ultrajándola primero, para luego incumplir su palabra torturando a su marido.

—La buena noticia —continuó Antonio— es que voy a conseguir que tu esposo no vuelva a ser sometido al strappado.

—¿Cómo? —preguntó Lorena con tanta esperanza como asombro.

—Te sorprendería saber lo que se puede conseguir con un buen plan y un farol jugado con convicción. Precisamente esta tarde tengo una cita con la Signoria.

La alianza del converso
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