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Mauricio se olvidó de su dolor de estómago en cuanto Elías Leví le comunico quién se hallaba hospedado en su casa. Sobrecogido por la emoción, a Mauricio le faltó tiempo para abandonar su mansión a la carrera y dirigirse al encuentro con Jaume Coloma, el hermano menor de su padre, no sin antes encomendar a Agostino que cuidara de su hermanito, Roberto.

Elías le contó durante el trayecto hasta su domicilio cómo, por pura casualidad, dentro de sus tareas habituales de ayuda a los refugiados judíos que huían de España, había conocido a un tío suyo: Jaume Coloma había llegado a Florencia junto con su familia, sin apenas dinero y con la esperanza de encontrar algún trabajo que les permitiera pagarse un pasaje hacia Constantinopla, la capital del Imperio turco rebautizada como Estambul por los otomanos.

Cuando Mauricio vio a su tío, casi se puso a llorar. Aunque muy diferente a su padre, compartían rasgos que eran inequívocamente comunes. Los más señalados eran esa mirada acuosa de un azul transparente, la frente ancha y aquellas grandes entradas en el pelo que ya se le estaban empezando a formar también a Mauricio. Sin embargo, los labios de Jaume eran más delgados y finos que los de su progenitor; la mandíbula, más débil; y la nariz, más pequeña. En todo caso, la estampa de su tío, incluso sin fijarse en el traje raído y sucio que vestía, era mucho peor de la que guardaba en su memoria. El cuerpo se le había contrahecho, la piel de la cara —plagada de arrugas— mostraba anormales manchas rojizas, y parecía haber envejecido mucho más de veinte años. Mauricio, por contraste, vestía camisa de seda, calzas y capa de terciopelo, unos zapatos de cordobán adornados de plata, y se encontraba en la flor de la vida.

Aquellas diferencias le parecieron menores cuando se fundieron en un emocionado abrazo. No había razón para disimular ni ocultar antiguos secretos familiares. Las máscaras habían sido retiradas y podían mirarse cara a cara sin disimulo. Ambos se encontraban en Florencia debido a su pasado común: Jaume Coloma, por temor a ser descubierto, ya que el cerco sobre los falsos conversos era cada vez más estrecho en España; Mauricio Coloma, por la gracia de una esmeralda que había pertenecido a su familia judía durante generaciones.

La conversación no fue fácil para ninguno de los dos. El trato con Jaume y el resto de sus tíos paternos se había caracterizado siempre por ser tan gélido como el viento del invierno. No obstante, debía existir un fuego oculto ardiendo bajo la nieve, puesto que el hielo del pasado se había derretido hasta transformarse en un agua tibia que fluía por sus mejillas.

Así, en aquel cruce de caminos, tan improbable como real, ambos desnudaron sus corazones interrogando al destino sobre el porqué de tanto sufrimiento. Jaume le explicó que sus abuelos paternos eran todavía unos críos cuando el asalto contra el call de Barcelona acabó con la mayor parte de su familia. Los supervivientes fingieron convertirse al cristianismo siguiendo los consejos del rabí Ishmael, quien opinaba que ante el dilema de la muerte o la idolatría de culto se debía elegir éste, pues la ley se había dado «para vivir en ella, no para morir por ella». Su padre había sido educado en el judaísmo desde su niñez, pero por amor a su madre, cristiana, abandonó su fe primera y se convirtió al catolicismo. El resto de sus hermanos y hermanas, que seguían practicando la religión hebrea en la intimidad de sus hogares, no aceptaron la decisión. Las conveniencias sociales les impidieron retirarle la palabra, ya que externamente fingían ser devotos cristianos, pero para ellos Pedro Coloma, su padre, había muerto espiritualmente.

Así cobraba sentido tanto la ansiedad de sus abuelos maternos por inculcarle las verdades cristianas como el marcado recelo que siempre habían caracterizado las relaciones entre Pedro y sus hermanos, pues éstos siempre temieron que les pudiera denunciar ante la Inquisición. En cuanto a si su progenitor había permanecido fiel a la fe judía en lo más profundo de su corazón, era algo que ni siquiera su hermano podía esclarecer con certeza. Lo único seguro, en opinión de Jaume, era que la motivación para haberse convertido al cristianismo residía exclusivamente en la ciega pasión por Marina, su primera y única esposa, a quien prometió educar a sus hijos en la observancia de la religión católica. De eso también estaba seguro Jaume, ya que su padre, antes de contraer matrimonio, había comunicado a su familia hebrea las condiciones en las que su bella esposa accedía a desposarse con él.

Todos los hermanos coincidieron en interpretar la temprana muerte de Marina como un castigo del Cielo por haber traicionado su verdadera fe, arrastrado por la concupiscencia de los sentidos. Sin embargo, se habían apresurado en el juicio, pues Pedro Coloma había demostrado con su vida que sentía por su esposa un amor más allá de toda medida: nunca había querido contraer otro enlace matrimonial y se había mantenido fiel a la palabra empeñada, pese a que ello le apartara de la comunión con su propia familia.

Su tío Jaume concluyó sus reflexiones afirmando que habían sido duros de corazón con su padre, y Yahvé los había castigado por ello. Al menos, se consoló Jaume, el resto de los hermanos y hermanas debían encontrarse ya a salvo en Turquía. Por su parte, él, que había dudado hasta el último momento entre emigrar o continuar practicando el judaísmo en secreto, había acabado embarcando en el navío equivocado, ya que el capitán del barco les había robado todo lo que portaban de valor.

Mauricio se abstuvo de realizar cualquier comentario sobre la esmeralda. Aparentemente, su tío Jaime no sabía nada sobre ella, puesto que no la había mencionado. Quizá, conjeturó Mauricio, la esmeralda era una pieza tan extraordinaria que sólo se pasaba secretamente de mano en mano a un único descendiente para evitar disputas familiares. Aquella suposición cobraba sentido si consideraba que su padre había recibido en herencia mucho más que el resto de los hermanos por ser el primogénito, lo que ya había provocado rencillas antes de su conversión al cristianismo. Mauricio sintió que ayudar a su tío no era sólo una oportunidad que le brindaba el destino, sino un acto de justicia.

Así pues, se ofreció a pagar el pasaje de la familia de su tío hacia Estambul y a brindarles la hospitalidad de su casa hasta que zarpara el primer navío disponible, amén de proporcionarles un colchón monetario con el que afrontar sus primeros meses en tierras turcas. Quizá Lorena pusiera el grito en el cielo, pero aquélla era una obligación familiar ineludible.

La alianza del converso
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