11

Lorena se encontraba radiante. ¡Por fin le habían levantado el castigo! Sus padres se habían enfadado muchísimo con ella por estar paseando sin permiso el mismo día en que la ciudad se teñía de sangre a causa de los violentos disturbios provocados por la conspiración Pazzi. Probablemente la reacción de sus progenitores obedecía más al miedo sufrido por no saber nada de ella durante aquellas largas horas que a su rebelde travesura. En cualquier caso, tales consideraciones no habían impedido que la castigaran por tiempo indefinido sin salir de casa. Incluso le habían prohibido que subiera a la terraza del segundo piso, desde donde solía ver pasear a la gente e imaginar, por sus atuendos, gestos y actitudes, qué ocurría en sus vidas.

La duración del encierro se le había antojado eterna y ardía en deseos de salir a la calle. Lorena se concentró en elegir el mejor vestido para la ocasión. Salir de compras era la aventura más excitante que pudiera imaginar. Nobles, sirvientes, mercaderes, artesanos, caballeros, cuadrillas de amigos y peñas de brigati adornados con sus cucardas se mezclaban en una especie de baile ensayado en un colorido escenario: el mercado y las tiendas del centro de Florencia. Allí todo era posible. Desde comprar los más extravagantes productos recién traídos de Asia, hasta escuchar de boca del tendero los últimos cotilleos de la ciudad. Cateruccia le había contado que tras las puertas de ciertas tabernas, hombres y mujeres se sentaban en mesas de madera para hablar, beber y jugar. Naturalmente ella tenía estrictamente prohibido entrar en lugares tan poco recomendables. Ahora bien, nadie le podía impedir disfrutar de los vendedores ambulantes, que, llegados de lejanas ciudades, animaban a comprar sus productos mediante ingeniosos espectáculos, ni tampoco vedar las miradas admirativas con la que los ojos masculinos acompañaban sus andares. Ése era, sin duda, su placer preferido. Cuando algún galán le gustaba, solía obsequiarle con una tímida mirada. Aún recordaba al apuesto y descarado joven que un día gris y encapotado había exclamado al verla: «Hoy el sol se oculta entre las nubes porque ha palidecido al contemplar tu hermosura». Las mejillas de Lorena se habían sonrojado, y sus labios habían esbozado una sonrisa. Por supuesto, no le había contestado, aunque ahora se preguntaba si lo volvería a ver.

—Buen mozo es el hombre al que tu padre hoy ha invitado a comer —le comentó Cateruccia mientras le ayudaba a ajustar su traje por debajo del pecho, arrastrándolo hasta el suelo.

—¿Luca Albizzi? —inquirió Lorena—. Tiene buena planta, pero hay algo en él que me pone nerviosa. Y no es su cara picada ni esa nariz aguileña que me recuerda a un ave rapaz presta a abalanzarse sobre su presa.

—Buena señal, buena señal —rio Cateruccia—. Los hombres morenos de ojos oscuros suelen provocar hormigueos cuando son tan varoniles como Luca.

—No me entiendes —replicó Lorena—. Tengo un mal presentimiento con respecto a él. Si estuviera en mi mano, preferiría no volver a verle.

—Tú sabrás. Indudablemente tus padres opinan lo contrario. Se han quedado tan contentos con la visita de Luca que te han levantado el castigo.

Un ligero temblor recorrió a Lorena al oír aquel comentario, pero intentó que no enturbiara su recobrada alegría. Galeotto Pazzi, exiliado de Florencia tras el fallido golpe de Estado, nunca sería su marido. Su hermano Alessandro le había perdonado su acto de rebeldía y volvía a estar tan amable y atento con ella como antes. Y hasta Maria, su hermana pequeña, le había dejado de asaltar con preguntas tan comprometidas como difíciles de responder.

—Vamos. Dejemos de parlotear y salgamos a comprar antes de que cierren las tiendas. Tengo prisa por celebrar mi liberación con una pequeña locura.

Lorena rio divertida ante la cara de espanto de Cateruccia, pero no se dejó amedrentar por sus quejas y advertencias. Había pasado demasiado tiempo recluida en su habitación y una idea había ido cogiendo fuerza dentro de ella durante los últimos días.

Tras visitar la especiería en la que habían permanecido refugiadas durante la conspiración Pazzi, rememorando con el boticario los avatares de aquella extraordinaria jornada, Lorena reveló la temeraria idea con la que había fantaseado.

—¿Por qué no entramos a comprar en la botica de enfrente? —preguntó Lorena cándidamente.

—¿La de Lucrecia? Ya te imaginas lo que piensan tus padres de esa tienda.

—Siempre he deseado entrar. Desde fuera se ve tan bonita…

—No te hagas la tonta, niña —le riñó Cateruccia—. Ya sabes por qué no es apropiada para una señorita como tú. No tiene mostrador que separe al tendero de los clientes. Las frutas y las verduras están esparcidas sin ton ni son sobre las mesas y el suelo. No sólo venden comida, sino también zuecos, medias, cintos… Todo está dispuesto para que hombres y mujeres se paseen sin pudor toqueteando cuanto ven. Por eso siempre hay tanta gente. En un comercio así, es fácil encontrar pretextos para hablar con desconocidos. Desde que enviudó, esa Lucrecia perdió la vergüenza, si es que alguna vez la tuvo.

Lorena sabía que cuando Cateruccia iba a comprar no se privaba de entrar en aquel establecimiento y en otros lugares menos recomendables. Más de una vez se lo había contado. Así que, sin darle tiempo a reaccionar, cruzó la calle y se dirigió a la botica de Lucrecia. Como las mejores tiendas de la ciudad, estaba situada en los bajos de una casa. El piso superior era también de la propia Lucrecia, que había heredado la vivienda cuando murió su marido, Giuseppe. Malas lenguas decían verla ahora mucho más risueña que cuando aún vivía el bueno de Giuseppe.

El gran portón central de madera estaba abierto y el establecimiento rebosaba de gente. Cuando cruzó el umbral, Cateruccia no pudo hacer otra cosa que acompañarla sin protestar. Otra cosa hubiera supuesto un escándalo mayúsculo.

—Si sigues comportándote así, me negaré a salir de casa contigo, a no ser que nos acompañe un guardaespaldas —comentó Cateruccia en voz baja.

—Te prometo que después regresaremos tranquilamente a casa —la tranquilizó Lorena mientras ojeaba unos zuecos que colgaban de un madero clavado en la pared.

Un atractivo joven se puso a su lado cogiendo uno de los pares de zapatos de caballero que colgaban de los ganchos del madero. Eran de terciopelo verde liso con pasamanería de seda y puntas de plata. Lorena se preguntó qué extraño azar había llevado esos zapatos hasta la tienda de Lucrecia, ya que el resto de los calzados expuestos eran mucho más sencillos.

—Pruébatelos si te gustan, hermoso —la animó con descaro la dueña de la botica.

Lorena observó de reojo a aquel hombre. Rondaría los veinte años. Lucía flequillo y una melena lacia de color negro que, ocultando sus orejas, le llegaba hasta los hombros. Sus labios eran gruesos, sensuales, y la prominente nuez de la garganta denotaba masculinidad. Por contraste, sus delicadas cejas onduladas tenían unas formas redondeadas casi femeninas. Los enormes ojos azules evocaban la profundidad del mar. La nariz, grande y proporcionada, provocaba un efecto de armónico equilibrio entre la parte superior e inferior de su semblante. El perfecto afeitado de su rostro sugería un hombre aseado que solía frecuentar al barbero.

—Siento como si mis pies llevaran guantes en lugar de zapatos —comentó el joven tras probarse el calzado.

Una sola frase le bastó a Lorena para saber tres cosas de aquel hombre: era extranjero, sincero y no estaba acostumbrado a regatear. Su acento no era italiano, aunque parecía hablarlo con fluidez. Y por sus palabras se delataba como un pésimo negociador. En una ciudad de precios tan fluctuantes como Florencia, nada era peor que mostrar un gran interés por lo que uno deseaba comprar.

—Son exclusivos —anunció teatralmente Lucrecia—. No encontrarás en Florencia otros semejantes. Te los dejo por dos florines de oro.

—¡Dos florines por unos zapatos! —exclamó el joven, escandalizado.

—Son tan cómodos como elegantes, y los ribetes son de plata de primera calidad —adujo Lucrecia—. Pero me has caído bien y no me gustaría que te llevaras de Florencia la impresión de que no somos hospitalarios. Te haré una oferta inmejorable. Un florín de oro por ellos. No puedo bajar más el precio o perdería dinero.

El extranjero parecía convencido. Lorena decidió intervenir. Aquello era una estafa.

—Los zapatos son preciosos, pero mi padre compró unos muy parecidos por menos de la mitad. Y por supuesto no pagó en florines de oro, sino en liras de plata, la única moneda de cambio que utilizamos los florentinos cuando compramos en las tiendas.

—Mi nombre es Mauricio —intervino el joven—, y mi acento me delata como extranjero, aunque me gustaría ser tratado como un florentino, puesto que mi propósito es vivir aquí muchos años.

—¡Ah! Haber empezado por ahí —replicó Lucrecia rápidamente—. Para residentes en Florencia, precios florentinos. Cuatro liras di piccioli por los zapatos, que equivalen a medio florín —sonrió con picardía, guiñándole un ojo—. Disculpa mi equivocación. Es mera cuestión de negocios. Los extranjeros pasan y se van. A ti, en cambio, espero verte a menudo. Acepta esto como un regalo que repare el malentendido —añadió mientras le entregaba dos melocotones que extrajo de un cesto.

«Menuda mujer más desvergonzada», pensó Lorena. A continuación reflexionó sobre su propio comportamiento. ¿No había irrumpido en la conversación porque el extranjero irradiaba una inusual combinación de candidez, vitalidad y atractivo físico? La mirada de Cateruccia era inequívocamente recriminadora, pero difícilmente les diría nada a sus padres. Si la acusaba, corría el riesgo de que se le acabaran las salidas como acompañante. Y a Cateruccia le gustaba la vida de la calle tanto como a ella. Sus cavilaciones quedaron interrumpidas cuando el joven Mauricio le dirigió la palabra.

—Ya veo por qué florecen tantos artistas en esta ciudad. Con musas como vos no es posible alegar falta de inspiración. Mis más efusivas gracias por vuestra intervención.

—No se merecen —dijo Lorena, notando como los colores le subían por las mejillas—. Espero que os agrade la vida en nuestra ciudad. Ya me contaréis cómo os va si nos volvemos a encontrar. Sed bienvenido.

Mauricio inclinó la cabeza cortésmente y Lorena le dio la espalda para dirigirse hacia la salida. Ya se había excedido demasiado con su primera intervención y no era conveniente continuar conversando con un desconocido.

No obstante, al traspasar el umbral de la tienda se cercioró de que Cateruccia miraba hacia la calle mientras dejaba caer un pañuelo rosa perfumado.

La alianza del converso
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