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Luca creyó que un huracán le succionaba hacia un oscuro túnel por el que se hundía en el vacío. Cuando despertó, se hallaba en la cama de su habitación. Solo. No había nadie. Le costaba mucho moverse y también respirar. Por momentos temió ahogarse, pero un deseo desesperado por vivir le permitió erguirse lo suficiente como para sentarse sobre la cama. Se tranquilizó. El aire entró nuevamente en sus pulmones. Había sido un sueño. Tan sólo un mal sueño en el que su amigo Pietro Manfredi le daba la bienvenida al Infierno.
Sin duda, la extraña enfermedad que padecía era la responsable de sus recurrentes pesadillas. Desde hacía semanas la mera idea de dormirse le angustiaba, ya que sus noches estaban permanentemente pobladas de visiones del Averno y de abismos de aflicción. Tampoco sus días le ofrecían consuelo, puesto que al sufrimiento físico se le añadía el moral de constatar como su otrora solícita esposa se mostraba fría y distante en su hora más amarga. ¿Por qué? Luca lo ignoraba. Todo había empezado a desmoronarse la mañana en la que Maria, desoyendo sus amenazas, acudió a casa de su madre en lugar de acompañarle a la plaza de la Signoria. Al día siguiente se encontró indispuesto, pero no le dio excesiva importancia, sin imaginar que era el inicio de un progresivo y vertiginoso descenso a los infiernos. La dolorosa enfermedad había ido ganando terreno de manera inexorable, y ningún médico había conseguido aliviarla.
Luca tosió, escupiendo un viscoso líquido pastoso de color marrón. ¿Por qué Dios castigaba así a uno de sus mejores siervos? ¿Acaso sus ideas no habían sido siempre cinceladas conforme a las reglas más pías? ¿No había sido por ventura un padre de familia ejemplar? Luca notó cómo las mucosidades seguían invadiéndole, amordazándole la garganta y obturando así cualquier obertura por la que pudiera respirar. Presa del pánico, Luca se incorporó de la cama e intentó caminar. La cabeza le dolía muchísimo, como si allí también se estuviera multiplicando aquella sustancia que le anudaba el cuello por dentro. Su cerebro, incapaz de pensar, se asfixiaba.
Antonio, el mayordomo, abrió la puerta de la habitación. Luca sintió cierto alivio. Mareado y con una extraña sensación de vacío, estuvo a punto de perder pie. Sin casi siquiera percatarse de sus propios movimientos, se abrazó al mayordomo tratando de que éste lo sujetara. A continuación sólo sintió un color negro sin textura, sin sabor ni melodía, y Luca Albizzi dejó de existir.