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Cardona, 3 de abril de 1478

—Mi vida ha sido una sucesión de errores y mañana voy a morir.

Su hijo no comprendió el significado último de tales palabras hasta muchos años después. Y es que la verdad era demasiado terrible para que Mauricio Coloma pudiera aceptarla sin más. Encadenado en aquella claustrofóbica y maloliente celda del castillo de Cardona, su padre era la viva imagen de la derrota, la amargura y el sufrimiento.

La tortura, supuso Mauricio, era la causa de que hubiera quedado reducido a tan lastimosa condición. Le habían rapado la cabellera, y el cráneo se hallaba salpicado de costras resecas teñidas de sangre. La nariz quebrada le obligaba a respirar por la boca, y cuando hablaba, se ahogaba con sus propias palabras. La mandíbula desencajada y el rostro hinchado desfiguraban completamente su expresión. Tan sólo sus ojos claros le recordaban al hombre que siempre había conocido, y aun éstos brillaban con una intensidad mucho mayor que la habitual, como queriendo devorar la atención de su único hijo en aquellos instantes en los que hasta la muerte debía esperar.

La semana anterior, Pedro Coloma, su padre, había acudido al castillo de Cardona para reclamar el pago de un importante pedido de telas. Durante su estancia en la fortaleza, el conde de Cardona apuñaló a un heraldo del rey tras una acalorada comida regada con demasiado vino. El asunto no hubiera debido afectar a un modesto propietario de telares en Barcelona…, de no haber presenciado el asesinato. Elegido como chivo expiatorio por tan inoportuna circunstancia, acusaron a Pedro Coloma de perpetrar dicho crimen con la intención de alentar una nueva revuelta de los remensas, los siervos de la gleba cuyas justas reivindicaciones ya habían provocado diez largos años de guerra civil. Así, añadiendo esa otra muerte, el irascible conde de Cardona proyectaba librarse, a un tiempo, de la furia real y de la antigua deuda contraída con su padre.

—¡Tiene que existir algún medio de evitar tu ejecución! —exclamó Mauricio, como si las meras palabras tuvieran el poder de cambiar lo inevitable.

Devastado por un dolor penetrante que le agujereaba el alma como si ésta fuera una tela rasgada, consumido por el fuego abrasador que bullía triunfante entre las grietas de su impotencia, conmocionado por el terremoto de emociones que le nublaba el entendimiento como si una explosión de pólvora hubiera destrozado su cabeza, Mauricio se resistía a no poder ayudar a quien tanto quería. La madre de Mauricio, la única mujer a la que su padre había amado, murió al darle a luz, y en su fuero interno sentía que no había cumplido nunca las esperanzas depositadas en él. Además, ahora, cuando más le necesitaba, volvía a fallarle.

—Hijo mío, tienes ya veintiún años. Desde tu infancia he consentido que tu pasión por los libros fuera el refugio de una realidad que preferías evadir. El tiempo durante el que podías seguir soñando ha terminado.

La admonición de su padre sacudió abruptamente su conciencia, removiendo una suerte de neblina que, cual muro defensivo, le había protegido siempre del contacto directo con sus más dolientes emociones, aquellas que no deseaba afrontar. Escapar de la angustia sumergiéndose en las brumas de su imaginación ya no era posible. La mirada de su padre, firme y retadora, se lo impedía.

—En cuanto salgas de esta celda confesaré el crimen que no he cometido —afirmó Pedro Coloma—. Nadie puede soportar la tortura prolongada aplicada sin piedad. Si he resistido sin ceder ha sido gracias a mi irreductible deseo de lograr mantener un encuentro contigo a cambio de inculparme, pues hasta verte por última vez me negaban. Ahora escúchame atentamente, ya que tenemos poco tiempo. Mañana, al alba, me ejecutarán por alta traición. Además de cobrarse mi vida, confiscarán todas mis posesiones. Por ello, quedarás en la miseria y te verás forzado a vivir como un mendigo, a menos que hagas exactamente lo que voy a decirte.

En la mente de Mauricio no había espacio para preocuparse de su incierto futuro. Huérfano de madre y sin hermanos, cuanto era se lo debía a quien desde su niñez había cuidado de él con ternura, paciencia y amor. De ser posible no hubiera titubeado en ocupar el puesto de su padre, pues no deseaba otra cosa que la salvación de quien todavía intentaba guiarle desde el pozo de amargura que el destino le había asignado como última morada. Sin embargo, lo único que estaba en su mano era escuchar las instrucciones que le llegaban a través de aquella voz paterna que presagiaba naufragio en cada palabra.

—Debes buscar una joya de valor incalculable. Como sabes, el suelo del recibidor de nuestra casa en Barcelona está compuesto de baldosas alineadas en ocho filas de color blanco y negro al modo de un tablero de ajedrez. Pues bien, bajo la baldosa donde situarías al rey blanco hallarás un anillo coronado por la esmeralda más bella que puedas imaginarte. Ni el rey Salomón en el cénit de su gloria debió de poseer gema más preciosa.

Mauricio se quedó estupefacto. El negocio de tejidos era próspero, pero no lo suficiente para adquirir una joya tan fabulosa. Ahí se escondía un gran secreto. El secreto por el que su progenitor había sido capaz de resistir tormentos atroces hasta doblegar el ánimo de sus captores. El secreto que le quería transmitir antes de morir. El secreto cuyo fulgor marcaría la vida de Mauricio. Su padre, que estaba hablando lenta y entrecortadamente merced a un enorme esfuerzo, respiró hondo varias veces antes de retomar la palabra.

—Cuando encuentres la sortija, cruza raudo los Pirineos sin volver la vista atrás. No te demores, o serás incriminado por estar en posesión de una propiedad familiar que debería haber sido confiscada junto con el resto de los bienes. Tampoco intentes venderla de modo clandestino o te la comprará un usurero por un precio ridículo a cambio de no delatarte. Sigue mi consejo y acude a Florencia, la ciudad prodigiosa —le apremió mientras, tras la puerta, resonaban cercanas las risotadas de los guardianes—. En esa ciudad gobierna Lorenzo, el Magnífico, el magnánimo príncipe sin corona, cuya enorme pasión por las piedras preciosas es bien conocida. Allí podrás empezar una nueva vida.

—¿De dónde procede esa piedra, padre? ¿Hay algo más que deba conocer? —quiso saber Mauricio, que ya oía rechinar los goznes de la puerta.

Su padre tosió y continuó entre jadeos con sus sorprendentes aseveraciones, ignorando las pisadas de los celadores.

—Debería haberte explicado tantas cosas cuando aún tenía tiempo… Desciendo de judíos y, aunque pueda no gustarte, ciertos antepasados hebreos de nuestra familia fueron prestamistas. Es posible que se apropiaran del anillo como garantía de una deuda que no les pagaron, pero no estoy seguro, pues la joya ha ido pasando de padres a hijos desde hace siglos. Acostumbrados a persecuciones, los judíos siempre han tenido la costumbre de guardar objetos de gran valor que fueran fáciles de transportar y ocultar. Así, en caso de éxodo forzoso, podían rehacer su vida en otro país tras vender lo que disimuladamente se habían llevado consigo, tal como tú deberás hacer.

—Vuestro tiempo ha concluido —anunció la voz de un carcelero.

Su padre rompió a llorar y Mauricio se abrazó contra su pecho queriendo trasmitir a través de aquel postrer contacto todo el amor que no siempre había sabido expresarle: un amor que brotaba con más fuerza de la que jamás había sentido, como un manantial incontenible que anegara en sus aguas cuanto encontrara a su paso. Allí ya no había una letrina repleta de inmundicias, ni ratas que olisquearan la muerte, ni una masa viscosa en un cuenco de barro que pretendió pasar por comida, ni el rostro desfigurado de su padre.

Allí sólo había amor. Un amor inmenso que se elevaba como una canción, como si aquella lóbrega cárcel fuera en verdad la catedral del espíritu.

—¿Sabes? —musitó su padre—, he llegado a pensar que el gran rabí Abraham Abufalia me ha castigado por ser el primero de sus descendientes en traicionar la fe judía. Reza mucho por mí, te lo ruego.

Las preguntas restallaron como flechas lacerantes en la mente de Mauricio, que, no obstante, prefirió ahorrarle sufrimientos a su padre y guardar para sí las inquietudes que le invadían. ¡Nunca había sospechado que por sus venas fluyera sangre hebrea! Aquella confesión implicaba que sus abuelos no habían sido cristianos de corazón, sino marranos: falsos conversos que practicaban en secreto los ritos judíos. Mauricio sintió las pesadas manos de los guardianes asiéndole por detrás, y se aferró a su padre con más fuerza.

—No desfallezcas, padre. Dios te espera al final de este infierno.

Cuando los carceleros consiguieron separarle de su progenitor, Mauricio supo que era la última vez que le veía. Sus postreras palabras resonaron en su interior como una bendición.

—Mi muerte será un nuevo principio, hijo mío. La mala suerte que ha perseguido a nuestra familia será sepultada junto a mi cuerpo sin vida. Cualesquiera que fueran nuestros pecados pasados quedarán saldados. Empezarás una nueva vida en Florencia acompañado de la buena fortuna. En tu persona, el único Coloma vivo de nuestra casa, se cifra el futuro de toda una estirpe. Que nuestro pasado no haya sido un viaje en vano. Recuerda estas palabras, mis últimas palabras, y haz cuanto te he dicho. Acepta mi voz moribunda como la de uno que sabe.

La alianza del converso
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