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Los labios de Lorena se torcieron con un mohín de espanto al contemplar al ilustre ministro de la Iglesia colgado de una de las estrechas ventanas del Palacio de Gobierno. La mitra que reposaba sobre su cabeza y la capa pluvial ricamente bordada que le recubría el cuerpo lo distinguían como un altísimo dignatario eclesiástico. De la misma ventana pendía también el cuerpo desnudo de otro hombre que se balanceaba en un baile macabro que Lorena observó con una confusa mezcla de asco y fascinación.

¿Cómo era posible que tan horrible espectáculo estuviera siendo seguido ávidamente por la multitud que se apelotonaba en la inmensa plaza de la Signoria?

No se había consumado el mediodía cuando Lorena y Cateruccia entraron a comprar productos de embellecimiento en una botica que solían frecuentar. Lorena adquirió sangre de murciélago, zumo de cicuta y ceniza de col con vinagre: los ingredientes idóneos para evitar que le creciera pelo en la parte superior de la frente, que tan cuidadosamente había depilado Cateruccia. Lucir una cabeza ensanchada y brillante constituía un signo de belleza imprescindible en cualquier dama: agrandaba los ojos y permitía que la raíz del pelo adoptara la sugerente forma de una corona. Y justo cuando el boticario le ofreció un polvo compuesto por alas de abeja, cantárida, nueces asadas y cenizas de erizo, el mundo se volvió loco.

Lorena aún podía oír el redoble de campanas llamando al estado de excepción: su peculiar sonido, grave como el de un mugido, hacía que la señal de alarma fuera conocida como «la vaca». De forma inexorable su eco resonaría en la campiña y unos campanarios llamarían a otros hasta que todos los pueblos de la Toscana supieran que la República de Florencia se hallaba en peligro. ¿Quién les podía estar atacando? ¿La Serenísima Venecia, el reino de Nápoles, los turcos? Lorena se quedó inmóvil, temblando de miedo. El boticario tampoco se apresuró a salir a la calle dispuesto a ofrecer su brazo armado a la República, sino que atrancó la puerta con un grueso travesaño de hierro y esperó ansioso la llegada de noticias. Los primeros rumores, todavía confusos, apuntaban que tanto Lorenzo como su hermano Giuliano habían sido asesinados durante la celebración de la misa y que Jacopo Pazzi, al frente de más de cien hombres armados, se dirigía hacia la plaza de la Signoria al grito de: «Pueblo y libertad».

¡Si eso era cierto, los Pazzi iban a hacerse con el control de Florencia! A Lorena le costaba imaginar a su futuro marido, el barrigón Galeotto, montando a caballo espada en mano. ¿Habría participado activamente en el golpe de Estado? Lo dudaba. En cualquier caso, resultaba evidente que, de llegar la operación a buen puerto, su posición social se vería incrementada de manera notable.

Lorena y Cateruccia esperaron durante dos o tres horas en el interior de la tienda. El silencio era el sonido predominante. Existían combates en la plaza de la Signoria, donde se hallaba el almenado palacio de gobierno protegido por sus matacanes, pero el ruido exterior de la calle no delataba que el pueblo se hubiera levantado en armas.

—Hasta que no esté claro cuál es el bando ganador, la gente no se atreverá a pronunciarse —pronosticó Niccolò, el boticario.

«Ya sabemos quién ha vencido», diría más tarde con indisimulada satisfacción, cuando los gritos de «¡Palle! ¡Palle! ¡Palle![1]» resonaron con fuerza incontenible desde calles y ventanas.

Sólo entonces, con el resultado ya decantado, se atrevieron a salir a la calle. Presas de la euforia, ni Lorena ni Cateruccia quisieron dirigirse al abrigo de la mansión familiar. Por el contrario, contagiadas por la emoción embriagadora del momento, se unieron a la vociferante multitud que empuñando cuchillos, azadones, martillos y hasta utensilios de cocina se dirigía a la plaza de la Signoria.

El pavoroso espectáculo las dejó sin habla. Decenas de hombres ataviados con ricos ropajes pendían colgados de las ventanas geminadas del palacio de Gobierno. Esa impúdica exhibición en pleno centro era algo impensable, puesto que las horcas públicas estaban situadas cerca de la puerta de la Justicia, en las afueras de la parte este de las murallas de Florencia. Sus padres nunca habían querido que presenciara ninguna ejecución. No obstante, una vez había logrado convencer a Cateruccia de que le acompañara a ver los patíbulos. Únicamente el contemplarlos, pese a que no había ningún ajusticiamiento programado, le había bastado para inquietar su sueño durante semanas.

En ninguna de sus pesadillas había imaginado Lorena a la agitada muchedumbre bramando como animales furiosos. Sin embargo, los allí congregados gritaban, reían y se deleitaban contemplando las últimas bocanadas de los condenados. Lorena ni siquiera pudo distinguir si aquellos hombres ya habían fallecido cuando les desanudaron la soga del cuello, lo que les precipitó hacia el empedrado de la plaza.

La multitud se agolpó sobre los cuerpos tendidos pugnando por apropiarse de sus llamativos ropajes. Calzas, jubones, medias, cintos y zapatos fueron retirados de sus cuerpos en medio de riñas y golpes. No había más que echar un vistazo a sus extraños atavíos para comprender que no eran naturales de Florencia.

Por lo que había escuchado Lorena, la mayoría de ellos eran mercenarios de Peruggia que bajo el mando del arzobispo de Pisa habían entrado amistosamente en el palacio de Gobierno para tomarlo por sorpresa. Sin embargo, habían sido sus hombres los sorprendidos al quedar atrapados dentro de la cámara de la cancillería, merced a un ingenioso sistema de cerrojos automáticos instalados en sus robustas puertas en previsión de situaciones como aquélla. Y es que el astuto gonfaloniere había sospechado desde el principio del errático proceder del arzobispo, visiblemente nervioso ante la ausencia de noticias sobre la muerte del Magnífico. Advertidos a tiempo de la conspiración, los guardias de palacio, bien pertrechados tras los matacanes, habían podido repeler el ataque posterior de las huestes lideradas por Jacopo Pazzi lanzándoles piedras, flechas y aceite hirviendo.

Lorenzo, el Magnífico, había sobrevivido a la terrible maquinación, y ahora el pueblo estaba sediento de sangre y venganza. «¡Muerte al Papa, muerte al cardenal, viva Lorenzo, que es quien nos da el pan!», gritaban en la plaza, todos a una, señalando al arzobispo de Pisa y a Francesco de Pazzi, dos de los principales conspiradores. Los gritos se trocaron en expectante silencio cuando los priores cortaron las sogas con las que los habían colgado. Unidos en la traición, ambos se despeñaron juntos desde la misma ventana.

El arzobispo de Pisa, aún con vida, se arrastró penosamente por el suelo hasta alcanzar a Francesco. Los ojos de éste se movían, pese a que el resto de su cuerpo, tumbado boca arriba, yacía inmóvil. El arzobispo reclinó la cabeza sobre el pecho desnudo de aquél y repentinamente le mordió con tal fuerza que sus dientes permanecieron clavados en su torso mientras comenzaba a sangrar. El cuerpo de Francesco continuó petrificado, sin movimiento alguno, pero Lorena descubrió que sus ojos habían perdido de vista el cielo y dirigían su mirada al arzobispo.

—Ya es hora de volver a casa —le sugirió Cateruccia, tras cogerle la mano.

La alianza del converso
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