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Los sueños pueden traer felicidad incluso en el Infierno. Mauricio imaginó que regresaba a su casa, donde su esposa le cuidaba con dulzura. La calentura le abrasaba por dentro, no podía controlar los constantes temblores y la sed incesante no le abandonaba ni de día ni de noche. Pero cuando abría los ojos veía a su esposa limpiándole el sudor con un pañuelo y ofreciéndole agua fresca de una copa que siempre estaba repleta. Mauricio lo interpretó como un buen augurio. Nada era imposible. Después de todo, algunos enfermos habían sobrevivido.
Después los sueños empeoraron.
Los dolores se volvieron tan intensos que ni siquiera tenía fuerzas para gritar. Oía gemidos a su alrededor y no sabía distinguir si brotaban de su boca o de los otros enfermos a los que ya no era capaz de ver. La cabeza le ardía como si diablos malignos se complacieran en quemarle el interior de su cráneo. Flechas invisibles parecían clavarse en los huesos de su espalda, que amenazaba con quebrarse. Su pecho crujía por dentro, temía ahogarse con los continuos ataques de tos, y cuando vomitaba, le parecía que sus vísceras corrían peligro de ser arrancadas de cuajo. La sed era tan inmensa que ni siquiera el agua podía saciarla. Mauricio había oído hablar del delirio. Ahora ya lo conocía, al menos tanto como le era posible en su estado.
Había perdido el control de su mente, que alternaba imágenes sin sentido con la oscuridad del vacío, como si se hubiera precipitado dentro de un negro pozo sin fin. Tan pronto sudaba copiosamente como tiritaba de frío. El tiempo había dejado de existir. Le resultaba imposible seguir luchando. Mauricio se abandonó a su suerte, como si fuera una ramita arrastrada por la corriente de un río.