107

Mauricio se despertó sediento en mitad de la noche. Su boca reseca le pedía agua y el cuerpo anhelaba calor. En aquella celda húmeda, el frío impregnaba hasta el más diminuto de los rincones y se filtraba en sus huesos de manera inexorable. Por todo abrigo, contaba con un fino sayo de lana que le llegaba hasta los tobillos. Sus carceleros ni le habían proporcionado mantas con las que arroparse, ni lecho en el que dormir. El suelo helado no hubiera resultado tan incómodo de haber podido envolverse con su capa, pero le habían arrebatado su ropa.

No se lamentó. La situación era tan grave que no podía permitirse el lujo de fantasear con nada diferente a la cruda realidad en la que se encontraba. Quejarse de su suerte no le iba a servir de nada. Por el contrario, Mauricio sabía que necesitaba hasta la última gota de su energía para sobrevivir.

De momento todavía podía continuar sin probar alimentos ni líquidos, aunque dentro de un par de días debería empezar a beber unos sorbos cada día, ya que de otro modo moriría deshidratado. Además, debía considerar que no sólo era difícil enmascarar el sabor de un veneno en el agua, sino que había muchos otros modos de matarle, probablemente más del agrado de sus enemigos. Si moría en prisión sin declararse culpable, al menos su esposa heredaría sus propiedades; en caso de que le condenaran al patíbulo como reo de alta traición, le confiscarían sus bienes y Lorena viviría en la indigencia.

Mauricio sonrió al mirar el pergamino, la pluma y la tinta que le habían dejado sus captores. «Si reconoces tu crimen y delatas como cómplices a Bernardo del Nero, Niccolò Ridolfi, Giannozo Pucci, Lorenzo Tornabuoni, y Giovanni Cambi, la Signoria será benévola contigo y se limitará a condenarte al destierro», le había asegurado un centinela de mirada torva. Mauricio ni siquiera le había contestado. Conocía bien a aquellos cinco eminentes florentinos, ligados a los Medici. No era ningún secreto que el régimen auspiciado por Savonarola no era del agrado de aquellos hombres, mas no tenía noticia de que estuvieran implicados en ninguna conspiración. Y desde luego no iba a utilizar la pluma para firmar la sentencia de muerte de sus amigos.

De proceder de modo tan infame, sospechaba que la primera sangre derramada sería la suya propia. En efecto, ¿qué confianza le podía merecer la palabra de aquel grasiento carcelero? Ninguna. ¿Qué impediría a la Signoria condenarle como reo de alta traición si así lo rubricaba con su puño y letra? Nada. Por consiguiente, no pensaba firmar voluntariamente su propio certificado de defunción. Sin embargo, el pergamino y el papel podían servir para mejores propósitos. Sin pararse a reflexionar, Mauricio sostuvo la pluma en su mano derecha y, tras mojarla en la tinta negra, dejó que las palabras fluyeran suavemente desde el fondo de su alma.

Por mí se va hasta la ciudad doliente,

por mí se va al eterno sufrimiento,

por mí se llega a los corazones perdidos.

Aquellos versos correspondían al canto tercero del Infierno de La divina comedia, su obra preferida desde que la leyera cuando aún era un niño. Mauricio se preguntó qué secretos escondían las puertas del Averno. Pronto lo descubriría.

La alianza del converso
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