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Lorena se despertó dentro del sueño mientras continuaba dormida. Era aquélla una sensación que ya había experimentado anteriormente, pero sólo durante breves instantes, que finalizaban tan pronto como se percataba de la extraña anomalía y comenzaba a desperezarse sobre su mullido colchón de plumas. A diferencia de tales ocasiones, Lorena siguió soñando de manera consciente, como quien asiste fascinada a una apasionante obra de teatro.

El lugar donde se desarrollaba el drama se hallaba muy próximo a la cueva en la que se habían refugiado, si bien la escena pertenecía a un lejano pasado enterrado casi tres siglos atrás en la cima de Montsegur. Allí, en una pequeña fortaleza incrustada en lo alto de la montaña, los últimos cátaros habían resistido al ejército cruzado con la ayuda del frío invernal. En el sueño, Lorena era una de las mujeres refugiadas en aquel inaccesible nido de águilas suspendido entre el cielo y la tierra.

En la historia urdida por aquel extraño sueño, el invierno tocaba a su fin, y con él las esperanzas de contener al enemigo. Por esa razón, los hombres y las mujeres allí congregados habían pactado entregarse pacíficamente al cabo de tres días, durante el solsticio de primavera. Los cruzados habían ofrecido salvar la vida a todos cuantos abjurasen de su fe. El resto perecería en la hoguera. En tal caso, sólo sobreviviría Pierre Blanch, el maestro elegido para poner a salvo la piedra de las iniciaciones, el santo grial de los buenos hombres. Los sitiadores, conocedores de su inminente victoria, habían relajado su vigilancia y embotado sus sentidos con abundante vino. Aprovechando la densa niebla, Pierre Blanch era suficientemente hábil como para burlar los puestos de control descendiendo en silencio por pasos ocultos.

Lorena oyó en el sueño las pisadas de un muchacho por el que sentía un profundo afecto.

—¿Estás preparada para morir? —le preguntó aquel joven con ojos tristes.

—De acuerdo con las enseñanzas —respondió Lorena—, el mundo no es más que una ilusión, una trampa donde permanecemos atrapados en la tela de araña urdida con el hilo de nuestros deseos. El morir como mártires en el solsticio de primavera, tras haber recibido el consolament, nos brindará la oportunidad de liberarnos para siempre de la materia, y evitaremos así recaer en el doloroso ciclo de las reencarnaciones.

—No es eso lo que te había preguntado —le reprochó tiernamente el muchacho, que esbozó una sonrisa comprensiva, una sonrisa que no la juzgaba, una sonrisa tan amada que no la podía engañar.

—Lo sé —reconoció Lorena, avergonzada—. Realmente no quiero dejar de vivir. Al contrario, mi corazón ambiciona satisfacer todos mis deseos incumplidos, incluso los más inconfesables. Por desgracia, no soy suficientemente pura, pues, en lo profundo de mi ser no ansío la salvación, sino tener otra oportunidad para atreverme a ser yo misma.

—En ese caso —le preguntó con una mirada que le desnudó el alma—, ¿qué harías diferente si nacieras de nuevo?

—Si volviera a nacer no sería tan razonable —contestó—. Me bañaría vestida en un estanque y me secaría desnuda bajo los rayos del sol. No me casaría por complacer a nadie, excepto a mí misma. Pecaría a menudo, pero sólo por amor. No aceptaría las reglas sin sentido. En lugar de odiar el sexo, invitaría a Dios a mi lecho. Aprendería a leer, aunque fuera mujer. En lugar de callar, cantaría trovas en bosques, montañas y cuevas. Únicamente entregaría mi corazón a quien me supiera querer. Me equivocaría muchas veces, pero encontraría mi verdad en medio de los errores. Y aun cuando no cumpliera ninguno de mis anhelos, moriría satisfecha por haberlo intentado. ¿Y tú? ¿Qué harías si volvieras a nacer?

—¿Yo? Recorrer el mundo entero hasta encontrarte de nuevo —respondió aquel joven, con idéntico timbre de voz que su marido, Mauricio Coloma.

La alianza del converso
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