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Mauricio ordenó sus pensamientos recordando lo sucedido mientras contemplaba el fuego de la chimenea cogido de la mano de su esposa. Una mujer llamada Sara había entrado en casa de Elías Leví aquella mañana y le había recordado al rabino que en breve se iba a celebrar una ceremonia muy singular. Se trataba de una mujer que había concebido mellizos. Sin embargo, uno de ellos había muerto durante el embarazo. El parto había sido complicadísimo y lleno de riesgos tanto para la madre como para el bebé vivo. Afortunadamente todo había salido bien y en agradecimiento se iba a realizar una emotiva fiesta religiosa en la sinagoga.
Mauricio, junto con su tío Jaume, siguieron con pasión el relato. Para Mauricio, cuyo pequeño Roberto había nacido el mismo día que el hijo de Sara, la historia de los mellizos constituía la imagen perfecta de lo próximos que se encontraban la vida y la muerte. Llevado por la emoción, felicitó a la madre y le contó cómo la suya propia había fallecido durante su parto. Juntos barruntaron que en aquellos casos en los que el deseo de Dios implicaba que uno muriera y otro continuara su tránsito en la Tierra, el elegido tenía la responsabilidad de vivir por ambos.
Mauricio sintió que esta interpretación le llenaba de fuerzas. Su madre murió para darle la vida. Su padre confesó un crimen que no había cometido para tener la oportunidad de revelarle el escondite del anillo y aconsejarle con singular clarividencia lo que debía hacer a continuación. Mauricio se juró que ambos se sentirían orgullosos por la oportunidad que le habían brindado con su sacrificio.
La conversación había continuado y la empatía que se había generado llevó a Sara a solicitarle que festejara con ellos la celebración de la vida y la acompañara a la sinagoga. Aquél era un raro privilegio que sólo excepcionalmente se concedía a los no judíos. Mauricio dudó, puesto que en plena eclosión de Savonarola era arriesgado entrar en una sinagoga, especialmente si corría la voz de que había ido acompañado de un tío suyo que profesaba la misma fe que Moisés. No obstante, acabó por ceder a la magia del momento y aceptó la invitación.
Cuando el rabino abrió las dos láminas de un mueble que a, modo de ventanas cerradas, ocultaban los rollos del Talmud, Mauricio contempló el destello de las letras doradas hebreas brillando sobre un fondo oscuro. La contemplación de aquellas letras le llevó a reflexionar sobre la religión de Moisés.
Moisés, el libertador de los judíos, fue un príncipe egipcio cuya magia prevaleció sobre la de los sacerdotes que le enseñaron. Educado como un hijo más del faraón, al cruzar las aguas del mar Rojo, se llevó consigo los secretos milenarios de un gran país cuya sabiduría ya había empezado a perderse. Según Marsilio Ficino, los fundamentos de la religión egipcia no eran una superchería ni una abominación a los ojos de Dios, sino que, por el contrario, custodiaban los más antiguos misterios de la humanidad.
¿Por qué, entonces, los judíos habían abjurado de su fe una vez tras otra desde que se rebelaron contra Moisés en el desierto? La destrucción del templo de Jerusalén, el cautiverio en Babilonia, la diáspora por los cuatro confines de la Tierra, las persecuciones sin fin… ¿Los había castigado Yahvé por no cumplir la misión que se les había encomendado?
Mauricio sintió como propias las miles de muertes sufridas por hombres, mujeres, niños y ancianos en las masacres perpetradas en todas las naciones de la Tierra contra los judíos. El pogromo del siglo pasado en el barrio judío de Barcelona era otro trágico ejemplo de la maldición que los perseguía. Sus abuelos eran de los pocos que habían sobrevivido. Mauricio sintió la vergüenza de estar vivo. ¿Por qué él sí y aquellos miles de personas no? Nada más formularse tal pregunta, se dio cuenta de que esa pulsión hacia la muerte era la misma que sintió cuando soñó con su madre fallecida en el parto.
Mauricio conjeturó que quizás era el propio amor hacia sus ancestros familiares el que impulsaba su alma a sacrificarse por ellos con un instinto suicida. En tal caso, necesitaba tener la suficiente claridad mental como para enfocar este amor por sus antepasados hacia otro objetivo: vivir impecablemente hasta que Dios decidiera que había llegado su hora.