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Desafiando el gélido viento, Mauricio había recorrido las callejuelas florentinas enfundado en una túnica escarlata forrada de cuero. Ni la túnica ni el sombrero de lana que le cubría las orejas habían impedido que el frío propio del mes de diciembre calara en sus huesos. Como cada tarde, pidió una jarra de vino en la taberna Victoria, para entrar en calor. Desde la pequeña mesa de madera en la que se había acomodado podía ver cuanto sucedía en la cantina. En las dos mesas más grandes, hombres y mujeres compartían las alargadas banquetas donde se sentaban. Algunos conversaban, otros jugaban a las cartas y a los dados. Sobre ellos, colgados en las paredes, pendían ballestas, cuernos, flechas, corazas, tambores y otros motivos guerreros con los que Tommaso, el dueño de la taberna, adornaba el local.
Mauricio bebía en silencio recordando la discusión que había tenido al salir de casa. Lorena había afirmado estar harta de su comportamiento; le había dicho que si el vino era más importante que ella tal vez debiera haberse casado con una botella. Al no contestarle, su mujer se había enfurecido más y había acabado por decir que envidiaba a su hermana por tener la fortuna de casarse con Luca Albizzi y que maldecía el día en que había cometido la locura de bañarse con él en el estanque. Después, había roto a llorar mientras él abandonaba la mansión.
La entrada de una mujer bellísima interrumpió sus cavilaciones. Todos los hombres giraron la cabeza para verla. Morena, de grandes ojos y labios carnosos, sus pómulos eran rosados y sus andares sensuales. Cuando se sentó frente a él, Mauricio se quedó sin respiración. Su vestido, remachado con botones de plata, dejaba entrever una blusa blanca. Sus brazos estaban enfundados en unos guantes negros. Mauricio sintió que una incontenible excitación le invadía, pese a saber perfectamente que esos guantes la señalaban como una prostituta. Por la delicadeza de sus rasgos debía de ser una cortesana al alcance de muy pocos.
—Me llamo Andrea. ¿Puedo compartir una copa contigo?
Mauricio decidió compartir vino y conversación con tan atractiva aparición. Era el pecado encarnado en cuerpo de mujer, una tentación superior a sus fuerzas. Sin embargo, cuando la bella mujer le propuso irse a un lugar más íntimo, sucedió algo asombroso. Como en una alucinación, el vino de la copa se transformó en sangre a los ojos de Mauricio. A su mente acudió la imagen que siempre le había perseguido: la de una angelical jovencita agonizando. Acto seguido se le apareció el rostro de su esposa. Sin detenerse a pensar, Mauricio se levantó, pagó la cuenta y se fue.