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Al regresar a su casa, Mauricio se sentó en el salón y se despachó un vaso de vino con ansiedad. La cabalgata real había finalizado y en cualquier momento se presentarían los soldados franceses que se iban a hospedar en su mansión. No se sentía con fuerzas para recibirlos, del mismo modo que tampoco había tenido fuerzas para afrontar tareas menores últimamente. Era cierto que la caída de Piero de Medici y la entrada de las tropas francesas eran pésimas noticias. Sin embargo, Mauricio sabía que la causa de su deplorable estado era otra. Hacía ya varias semanas que había perdido no sólo la alegría, sino la capacidad para enfrentarse a las situaciones cotidianas. De hecho, durante ese tiempo no había sido capaz de ir al taller ni a las casas de los trabajadores donde se hilaban los tejidos. El tener que acudir a una cita, del tipo que fuera, le parecía como tener que subir una montaña, hasta el punto de que había anulado unas cuantas. Hablar con gente, hacer el esfuerzo ser amable o enfrentarse a alguien en una discusión eran situaciones que prefería evitar. Mauricio notaba que su cuerpo estaba exageradamente tenso y que su respiración era entrecortada. En su interior sentía un miedo profundo. Incluso había llegado a tener pesadillas recurrentes en las que se intentaba esconder y en las que finalmente le descubrían. Cuando se despertaba temblando, no conseguía recordar quién le perseguía ni por qué se ocultaba.
Cateruccia le indicó que los soldados habían llegado. Mauricio apuró un último trago antes de incorporarse lentamente. Al recibirlos, constató con sorpresa que no eran franceses, sino mercenarios suizos. La cruz blanca bordada a la altura del pecho lo mostraba claramente. Mauricio se sobresaltó al ver que los tres soldados portaban alabardas, de cuyas astas de dos metros de altura pendían en la punta afiladas hojas en forma de hacha. Tampoco eran muy tranquilizadoras las enormes espadas que colgaban por detrás de su cinto. Los mercenarios se presentaron muy educadamente, mas Mauricio no podía ignorar que representaban una grave amenaza. Precisamente por ello trató de ocultar su miedo bajo una expresión hierática.
En una curiosa mezcla de catalán y oc provenzal, Mauricio pudo comunicarse con los mercenarios. Así, entre gestos y frases pronunciadas lentamente, les mostró la cocina, el lugar en el que los soldados comerían junto con los sirvientes de la casa. Posteriormente subieron por las escaleras a la segunda planta, donde les indicó la habitación que compartirían mientras se prolongara la ocupación. Tras algunas dudas, habían decidido alojarlos en el cuarto de su hijo Agostino, y habían habilitado tres camas a tal efecto. Lógicamente, Agostino no dormiría con ellos, sino en la habitación de sus dos hermanas. Por motivos de seguridad, junto a sus hijos dormirían también Cateruccia y su marido Carlo, que se había subido de la cocina un gran cuchillo con el que defenderse en caso de que fuera necesario. Al observar a los mercenarios, Mauricio rezó rogando con fervor que no se produjeran incidentes, puesto que, si bien todos los sirvientes se habían aprovisionado de armas en sus cuartos, ninguno estaba entrenado para luchar. Por el contrario, aquellos suizos habían hecho del arte de matar al prójimo la herramienta con la que se ganaban la vida. Así que, por más que se hubiera quedado la llave del cuarto de los soldados con el propósito de encerrarlos durante la noche si la situación lo requería, Mauricio no tenía motivos para sentirse optimista en caso de que se produjeran altercados violentos.
Los mercenarios agradecieron su hospitalidad y le preguntaron si podían comer algo. Con un gesto de la mano, Mauricio les indicó que lo acompañaran. Los suizos le siguieron tras dejar despreocupadamente las alabardas en la habitación. Cuando llegaron a la cocina, Mauricio les indicó que pidieran cuanto necesitaran a Carlo, el cocinero.
Después se retiró al salón, se sirvió otro vaso de vino e intentó relajarse. Al cabo de un rato, su esposa lo despertó y le indicó que ya era hora de ir a la habitación.