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—No creo que nunca jamás se hayan oído insultos tan feroces contra el Papa en una iglesia —comentó Marsilio Ficino—. Tu antiguo tutor, el obispo de Arezzo, no ha escamoteado improperios en el sínodo celebrado en el Duomo.
El Magnífico meneó la cabeza mientras continuaba paseando por el jardín de su palacio. Hacía días que Mauricio no podía hablar con él. Lorenzo permanecía constantemente ocupado redactando cartas y presidiendo reuniones. ¡Ojalá estuviera inspirado! Todo dependía del acierto con que utilizase las palabras.
—Cuando el Papa sólo tiene en cuenta los intereses terrenales de su familia, se olvida que debe cuidar de las ovejas y, en su lugar, intenta devorarlas como un lobo salvaje.
—El obispo de Arezzo, al igual que nosotros, comparte tu diagnóstico —concedió Marsilio—, si bien ha recurrido a metáforas menos poéticas: ha tildado al papa Sixto de vicario del diablo y de chulo que prostituye a su propia madre, la Iglesia; de Judas que arroja venenos a los peces desde su barca; de mujerzuela que, aun siendo puta, llama a los demás fornicadores…
—Si tu antiguo tutor se muestra tan contundente en público, prefiero no preguntarte lo que te dice en privado —dijo Leonardo da Vinci con sonrisa irónica.
—Si prefieres no saberlo, respetaré tu voluntad —respondió socarronamente Lorenzo.
Mauricio contempló cómo el agua fluía armónicamente de la fuente del patio de Lorenzo, mientras escuchaba estupefacto tan graves palabras pronunciadas en un tono tan ligero. Muchos de los pilares sobre los que había crecido se estaban tambaleando desde la muerte de su padre. En su hogar, la palabra de cualquier sacerdote era sagrada, y hubiera resultado impensable juzgar maliciosamente ni el peor sermón del párroco más humilde, mucho menos albergar dudas sobre el representante de Jesucristo en la Tierra. Sin embargo, se hallaba en mitad de una conversación que no sabía si tildar de herética o de cínico realismo.
En efecto, el Papa no era únicamente la cabeza espiritual de la Iglesia, sino también la de un poderoso Estado terrenal que le garantizaba su independencia frente a otros monarcas. Las críticas sobre su nepotismo eran irrebatibles. Seis de los cardenales investidos por el papa Sixto IV, más de la quinta parte de los designados durante su mandato, eran sobrinos suyos. La cascada de favores dispensados a sus familiares gracias a las prerrogativas de su cargo eran innumerables: tierras, rentas eclesiásticas, honores, matrimonios concertados… Cualquier prebenda era poca a los ojos de Sixto IV, especialmente si se trataba de su sobrino predilecto, el conde Girolamo, de quien se rumoreaba que era su propio hijo. En esa desmedida ambición se hallaba el germen del conflicto con Florencia. El Papa había removido cielo y tierra a fin de que el conde Girolamo se convirtiera en señor de Imola y de Forli, dos ciudades independientes desde las que aspiraban a construir un nuevo Estado que, de consolidarse, trataría de expandirse amenazando los territorios de influencia florentina.
El Magnífico siempre se había opuesto a estas aventuras, peligrosas para Florencia y para el inestable equilibrio entre los Estados italianos. Finalmente las subterráneas hostilidades habían emergido por fin a la superficie, hasta explosionar con fuerza. No obstante, una cosa era que el Papa favoreciera descaradamente a sus allegados, y otra bien distinta tacharle de Judas, ramera y representante de Satanás. La guerra de las palabras había llegado tan lejos que el papa Sixto había prohibido a los sacerdotes florentinos administrar los sacramentos.
—A mí me preocupa sobremanera —reconoció Mauricio— no poder ir a misa ni confesarme. ¿Acaso a vosotros no?
—No tienes por qué inquietarte —le confortó Lorenzo—. Podrás ir a misa y ser absuelto de tus pecados como cualquier cristiano. Hemos sometido a la consideración de los más destacados juristas las excomuniones e interdictos que pesan sobre Florencia. La respuesta ha sido unánime: no tienen validez alguna. Ya existe jurisprudencia, basada en dos decretos de derecho canónico, según la cual los sacerdotes pierden las atribuciones inherentes a su cargo cuando son descubiertos en el acto de llevar armas con el propósito de asesinar a sus congéneres. Por tanto, las prohibiciones y excomuniones del Papa, basadas en haber ejecutado a un arzobispo y varios sacerdotes, no tienen fundamento, puesto que portaban armas con la intención de verter sangre. Caso diferente es el del joven cardenal Raffaele, sobrino de Sixto, al que en vez de ejecutarle hemos liberado, ya que no estaba al corriente de la conspiración. Ello demuestra que nosotros sí actuamos movidos por la justicia. Por esta razón, con el apoyo del rey de Francia, hemos apelado las decisiones del Papa ante el Consejo General Eclesiástico. Mientras se convoca, los sacerdotes de Florencia continuarán asistiendo a los fieles y harán caso omiso a los dislates de Sixto. Es más, el sínodo florentino excomulgó ayer al Papa. Así que ninguno de sus interdictos os debe alterar el ánimo, toda vez que sus disparates ya no representan a la Iglesia.
Lorenzo, como siempre, transmitía una confianza total. Mauricio consideraba sorprendente que, pese a tener una voz marcadamente nasal, debido a los problemas de tabique de su nariz, sus palabras fueran invariablemente persuasivas. Ya fuera por su magnetismo personal, ya fuera por sus excelentes dotes de orador, lo cierto es que ese defecto en el timbre de voz pasaba desapercibido tan pronto como había completado la primera frase.
—Tus palabras serenan mi ánimo —comentó Mauricio—. Pese a ello me turban los insultos tan graves proferidos contra el Papa. Por muchos errores humanos que cometa, continúa siendo el vicario de Cristo en la Tierra.
—Comparto la opinión de Mauricio —secundó Leonardo—, aunque quizá por motivos distintos a los suyos. Tu liderazgo, Lorenzo, depende por entero del apoyo popular, puesto que vivimos en una República. Y Florencia es una ciudad católica. Injurias tan graves contra el Papa podrían incomodar a una parte de la población y predisponerla contra ti.
—No os azoréis, queridos compañeros. Estos comentarios sobre el Papa se hicieron a puerta cerrada en el sínodo, donde únicamente pudieron escucharlos unos eclesiásticos previamente seleccionados, como mi buen amigo Marsilio.
—Sin embargo —replicó Leonardo—, otro amigo tuyo, el obispo de Arezzo, ha escrito un pasquín en el que reproduce las acusaciones y comentarios que se hicieron en el Duomo. Gracias a las tres nuevas imprentas de la Via de Librai, las críticas de tu antiguo tutor podrían estar al alcance de demasiadas personas. Y, lógicamente, pensarán que eres tú el que habla por boca ajena.
—No te falta algo de razón —concedió Lorenzo—. Pero el libelo está escrito en latín, por lo que sólo será leído por las mentes cultivadas con espíritu crítico.
—Pues alguna medida propagandística habrá que adoptar con el pueblo —señaló Marsilio—. Porque, sepan o no latín, ya ha llegado a sus oídos que el Papa ha excomulgado a todos los ciudadanos de Florencia por no haberse levantado en armas para derrocarte y que ha prohibido a nuestros sacerdotes administrar los sacramentos.
—La mejor propaganda —concluyó el Magnífico con seguridad— es que los florentinos podrán continuar yendo a los oficios religiosos, tal como han hecho siempre.
El despliegue verbal de Lorenzo era tan convincente como de costumbre, pero Mauricio no estaba completamente satisfecho, ya que una última duda le carcomía por dentro.
—Te pido disculpas anticipadamente por atreverme a realizar una pregunta tan personal, pero ¿realmente crees que quien está sentado en la silla de san Pedro, el papa Sixto, es el representante de Satanás?
Lorenzo midió a Mauricio con la mirada antes de contestar.
—Claro que no. Antes de ser elegido papa, Sixto era un hombre erudito y pío, sin demasiada experiencia ni interés en los asuntos mundanos. Sin embargo, una vez aposentado en el trono, sus familiares y allegados le han inducido a transitar por la vía del nepotismo corrupto que conduce hasta el crimen. Los vínculos de sangre a menudo son más fuertes que uno mismo. Y las tentaciones del poder son difíciles de resistir. Créeme: hablo por experiencia propia.
Lorenzo había bajado el tono, como si se estuviera confesando en voz alta. Miró a los ojos a Mauricio como si dudara entre continuar o callarse. Finalmente volvió a hablar.
—Una cosa es que el Papa no sea Satanás y otra cosa distinta es que no esté influenciado, sin sospecharlo, por el mismísimo diablo. ¿O acaso no pretendían darme muerte en el más sacrosanto momento de la celebración eucarística? De hecho, a mí debía asesinarme el conde de Montesecco, un militar profesional que sin duda hubiera conseguido el objetivo. Cuando le ordenaron que me apuñalara durante la misa que se celebraba en la catedral, se negó en redondo a derramar sangre en suelo sagrado. Quienes manipularon a Sixto para que diera su tácita aprobación a tan infausto golpe de mano no lograron engañar al conde de Montesecco, que confesó haber visto y oído cosas terriblemente siniestras. Los que mueven desde las sombras los hilos de la partida son ciertamente poderosos, pero también David venció a Goliat con una honda.
Mauricio contempló la espléndida escultura de bronce que adornaba el jardín del palacio: el David, de Donatello. Desnudo, lleno de gracia y con el cuerpo de un adolescente. Había en esa escultura algo que le inquietaba. La belleza de David era masculina y femenina a un tiempo. Donatello, pensó Mauricio, había querido representar a un ser andrógino. ¿Por qué? Y todavía le sobrevenía otra pregunta: el pequeño e ingenioso héroe había dado muerte al gigante Goliat; los Medici habían elegido esa estatua a modo de símbolo, ya que se veían a sí mismos como un David, que, luchando por la libertad, es capaz de afrontar y derrotar a colosales adversarios; ahora bien, ¿luchaban realmente por la libertad, por alguna otra causa desconocida, o simplemente para salvar la vida? Una cosa era cierta: Lorenzo se enfrentaba a enemigos gigantescos.
—Pasando a temas más prosaicos —dijo Lorenzo, tocándole amistosamente el hombro—. Me encontré ayer en misa con el padre de Lorena. Le hablé tan favorablemente de ti que se mostró muy interesado en conocerte. Te esperan en su casa para comer hoy al mediodía.
El corazón de Mauricio dio un vuelco. Todas las preguntas e inquietudes anteriores desaparecieron de su cabeza como por ensalmo. Dos semanas atrás se había encontrado con Lorena en la tienda de Lucrecia. Le había explicado que si deseaba volver a verla era ineludible respetar las normas sociales de Florencia. Es decir, debían ser presentados formalmente con conocimiento de sus padres. Mauricio, sin perder nada de tiempo, había solicitado a Lorenzo que utilizara su red de influencia para concertar una cita con la familia de Lorena. Pese a que el Magnífico estaba abrumado por muchos problemas, no se olvidaba de sus amigos y había intervenido personalmente para satisfacerle. Lorenzo de Medici era su mejor carta de presentación. Ahora bien, ¿qué impresión les causaría a los padres de Lorena?
No era todavía un avezado banquero ni un insigne comerciante. Al menos, se consoló, sus modales se habían refinado durante su estancia en el palacio Medici. Ya no se limpiaba las manos en el mantel, sino que utilizaba esos pañuelos llamados servilletas y, si la ocasión lo requería, podía utilizar el tenedor y hasta la cuchara sin excesiva torpeza. Lo que se negaba a hacer, porque le parecía una cursilada, era lavarse las manos con agua de rosas, como Leonardo da Vinci. La comida en casa de Lorena era una gran oportunidad, pero tenía que aprovecharla. Mauricio subió presuroso a su habitación y eligió el traje más elegante. La ocasión lo merecía.