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La tradición asegura que los recién nacidos traen un pan debajo del brazo. Sin embargo, el nacimiento de Roberto no vino acompañado de bollos ni panecillos de ajonjolí, sino de una orden judicial de desalojo. Así que, sin apenas tiempo para recuperarse del parto, Lorena tuvo que trasladarse con el resto de la familia a su nuevo hogar: el antiguo palazzo de un importante comerciante venido a menos que, ante los reveses económicos de los últimos tiempos, había decidido probar fortuna en Milán junto con su hermano. El dueño del palazzo, Marco Velluti, les había firmado un contrato de arrendamiento de un año. Después, todo dependería de cómo le fueran las cosas en Milán.
La mansión se encontraba bien situada en la esquina sureste de la plaza que acogía la maravillosa catedral de Santa Maria del Fiore. Estructurada en tres plantas en torno a un patio interior, era suficientemente amplia para cubrir las necesidades de toda la familia. En la planta baja se encontraban los establos, la cocina, las habitaciones del servicio y unas cámaras abovedadas que podían utilizarse como almacén de existencias o incluso habilitarse para trabajar los productos textiles. En la segunda planta, además de un gran salón y un amplio comedor, había dormitorios de sobra para toda la familia, e incluso algunos de ellos limitaban con pequeños aseos. En la última planta estaba situada la biblioteca, dos despachos de trabajo, diversas estancias vacías y una gran terraza desde la que se podía admirar el ábside de la catedral.
Era un palazzo que se había construido con pretensiones de grandeza, pero en el que se notaba la decadencia en la que había vivido su dueño en los últimos años. Los suelos de madera estaban tocados con manchas producidas por el paso del tiempo, los tapices carcomidos por las polillas y las paredes repletas de grietas por las que el frío se colaría sin misericordia en cuanto llegara el invierno. Lorena rogó porque todo ello no fuera un símbolo de su propio declive. Mauricio había insistido en que era imprescindible seguir viviendo rodeados del mayor lujo posible para mantener intactos el crédito y el honor, por lo que había encargado un suelo de mármol ajedrezado idéntico al del recibidor de su anterior palazzo. Según le había confesado, la imagen externa era más importante que nunca, puesto que si los acreedores sospechaban que tenía graves problemas económicos se abalanzarían sobre él con mayor fiereza que una jauría de lobos hambrientos. En ese caso, pensó Lorena, sería preferible no recibir visitas mientras no fueran capaces de restaurar el resto de la mansión.
Mauricio se había mostrado muy nervioso y agitado durante los dos meses anteriores al parto. No obstante, después de que el pequeño Roberto naciera sin excesivas complicaciones, Mauricio parecía haber ganado en energía y confianza. Lorena le rogó a Dios que su esposo mantuviera el ánimo templado, porque iba a necesitarlo para superar las crecientes dificultades a las que se enfrentaban.