93
¿Por qué le había revelado a Lorena años atrás lo que había prometido guardar en secreto? Pero ¿cómo ocultar a su pareja, amor y única confidente que Lorenzo le había entregado el anillo poco antes de fallecer? Mauricio no se había arrepentido nunca de su indiscreción. Hasta hoy. Si finalmente su conciencia le impeliera a devolver la esmeralda y la ruina se cerniera sobre su familia, Lorena podría no perdonarle tan recto proceder.
—No deberíamos vender el anillo —dijo Mauricio en tono contrito—. Ya sabes que el Magnífico me hizo jurar ante su lecho de muerte que lo devolvería a su legítimo propietario.
—No obstante, los años han ido pasando y nadie ha venido a reclamarlo. Obviamente los heraldos del Magnífico nunca encontraron a su destinatario y, por tanto, es inútil esperar a quien no ha de acudir.
La lógica de Lorena era impecable, pero existía una grieta en su razonamiento: aquella misma mañana le habían entregado una carta en la que se reclamaba la devolución de la gema. Cuando se lo explicó a su esposa, ésta no pareció demasiado impresionada.
—¿Una simple carta? —preguntó con escepticismo. El rostro de su esposa, muy atento, expresaba contrariedad y determinación cuando retomó la palabra—. Dinero para tan sólo un año…, que Colón llegue a las tierras del Gran Khan descritas por Marco Polo…, que de ese reino mítico fluyan las especies a Occidente y nos permitan participar en el negocio… Admítelo, Mauricio: estamos en un gran aprieto, y si nos acaban quitando la casa, estaremos arruinados. Así que te daré mi opinión. Quizá la esmeralda fue propiedad de alguien diferente a Abraham Abufalia, pero de eso hace más de dos siglos. Doscientos años son muchos: las cosas cambian de manos a lo largo del tiempo, y ni siquiera estamos seguros de que tu familia no adquiriera el anillo de acuerdo a la ley. En cambio, sí sabemos seguro que tenemos tres hijos, y otro en camino, que dependen de ti. Tu responsabilidad es respecto a tu familia, Mauricio. Debes quedarte el anillo y venderlo en caso de que sea necesario.
Él frunció el gesto. Se le antojaba una imagen horrible devolver una joya tan preciada mientras su familia se ahogaba en la miseria. ¿Qué buen padre de familia haría algo así? Por otro lado, no cumplir su palabra equivalía a un robo y una afrenta a Lorenzo, el hombre a quien le debía todo.
En cualquier caso, ahora le era imposible devolver el anillo. Michel Blanch, el autor de la carta, vivía en Aigne, una pequeña ciudad del sur de Francia. Sorprendentemente no tenía intención de viajar hasta Florencia, sino que le invitaba cordialmente a que acudiera con la esmeralda a su ciudad tan pronto como tuviera ocasión. Obviamente, el tal Michel Blanch no debía de estar al corriente del enorme valor de la joya. Por su parte, Mauricio consideraba que, con un juicio pendiente y tal como estaban los negocios, no era el momento adecuado para emprender un largo viaje. Demorar la respuesta y no tomar ninguna decisión de la que pudiera arrepentirse parecía la solución más conveniente.
—No te preocupes, Lorena —dijo—. Primero solucionaré los problemas económicos que nos acucian. Y sólo entonces, cuando esté todo nuevamente en orden, cumpliré mi juramento.
Tan pronto como pronunció aquellas palabras, cayó en la cuenta de otra posibilidad. ¿Y si la carta era una trampa de los resplandecientes para averiguar si él tenía el anillo? Es cierto que habían pasado varios años desde que Lorenzo le entregara el anillo, pero recientemente habían saqueado su villa del campo y habían cavado la tierra en busca de algún tesoro escondido. No obstante, los resplandecientes hubieran utilizado métodos mucho más expeditivos si sospecharan que la esmeralda había regresado a sus manos. Mauricio desechó sus temores. No era tan extraño que una banda de forajidos hubiera aprovechado un descuido de los cuidadores de la finca para saquearla durante su ausencia. Así pues, resolvió concentrarse exclusivamente en resolver sus problemas económicos y no preocuparse de amenazas imaginarias.